Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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las monarquías hispana y portuguesa, entre el siglo XV y el XIX.

      Solo a partir de la década de los cincuenta —aceptando la excepción de la publicación en 1945 de La Única Contribución y el Catastro del marqués... de A. Matilla Tascón, aportación pionera sobre la vertiente económica del periodo— se comenzó a reparar en la importancia de la época fernandina y se trazaron perfiles más cuidados del rey y la reina. Se impondría finalmente «el rey sin gusto de mandar» —este era el título del artículo en el que María Dolores Gómez Molleda retrataba a Fernando VI en 1958—, pero los reyes dejaban de ser unos abúlicos totales y se apreciaba, al menos, su buena intención, el acierto de elegir buenos ministros y su sensibilidad artística y urbanística, origen de las primeras fórmulas de patrocinio regio de la Ilustración.

      Bárbara al fin «entraba en política», de la mano de Gómez Molleda, ocupando un notable espacio en las operaciones de desmoche del entorno cortesano del finado Felipe V que Isabel de Farnesio quería mantener junto al nuevo rey. El papel político de Bárbara en 1746-1747, cuando se producen los grandes cambios y sobreviene el sentimiento «españolista», es notable, según la historiadora, que proclama los comienzos del reinado de Fernando VI como «proceso de españolización sin tregua». La caída de Villarías, el cambio de confesor del rey —ahora el jesuita Rávago, el primer español en el confesionario regio—, el destierro de la Farnesio a San Ildefonso, las expresiones del rey a favor de la paz con todos y las tribulaciones de la reina, apoyada en la influencia que ganaba el embajador portugués Vilanova, son las piezas con que Gómez Molleda reconstruye el ambiente de un Viejo y nuevo estilo en la corte de Fernando VI, el título de su artículo en Eidos en 1957, que completa los que había dedicado a Ensenada y a Carvajal desde 1953 y el de T. Barrenechea sobre la reina publicado en Eidos en 1956.

      Tras estos trabajos y algunos artículos esporádicos o de ocasión citados en su mayor parte en mi libro El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996), el reinado fernandino fue de nuevo desatendido. Sin embargo, el siglo XVIII español, paradójicamente, cobraba cada vez más importancia entre los historiadores, conscientes de su evidente deformación. La recuperación del «dieciochismo», en pleno auge en los setenta, debe mucho a la nueva generación de hispanistas, bien diferentes a la de los primeros «observadores de indígenas», y también a la recepción de los métodos de la económico-social. Pero, sea porque la mayoría de los estudiosos, extranjeros y españoles, se dedicaron de nuevo a la manida «segunda mitad», sea porque en los estudios de historia social y económica se impuso la necesidad de conocer la crisis del Antiguo Régimen, cuyo comienzo exigía arrancar en los motines del 66, lo cierto es que el periodo anterior a Carlos III quedó en barbecho.

      En la actualidad, ha ganado mucho terreno el conocimiento de los aspectos culturales, de lo que es fruto la aceptación de la importancia de los novatores y de los logros científicos de mediados de siglo según las sólidas propuestas de R. Olaechea, A. Mestre o T. Egido; también hay excelentes estudios de D. Ozanam sobre política exterior; pero no hay en paralelo avances en dos aspectos fundamentales: la historia política y la historia comparada en relación con los aspectos internacionales y con la difusión de las otras ideas, las que no atañen en exclusiva a una Ilustración estética o parisina. Quizás los recientes estudios de F. Sánchez-Blanco Parody son la mejor esperanza de un esperable cambio de óptica, que está ya muy presente en los estudios dirigidos por José Martínez Millán sobre las relaciones políticas en las cortes, junto a los de María Victoria López Cordón, Gloria Franco, o el grupo siempre en primera línea de los modernistas alicantinos, con nuestro amigo y maestro Enrique Giménez a la cabeza.

      Solo con la comparación de reyes y monarquías, ideas y realidades, en la Europa de los déspotas, saldremos del pasto del tópico —el granjero Jorge III, el ceremonioso Juan V, el frívolo Luis XV, el filósofo Federico II—, el loco Fernando VI—, de sus ministros —el incapaz Saint Contest, el asiático Pombal, el virtuoso Carvajal, el radical Macanaz, el magnificente Kaunitz—, y entraremos en el estudio de un siglo europeo con lo que es muy posible que la España del XVIII pueda tener al fin otras varas de medir que las que le proporcionaron quienes hicieron del siglo cosmopolita una antesala de los fundamentos nacionalistas, eligiendo reyes inspirados o torpes, ministros modelo o ilustrados con y sin carné. Quizás se pretendió embellecer los orígenes del régimen liberal español, que heredó más despotismo que ilustración; quizás fue más rentable enzarzarse en el pasado que acudir al reto de la realidad. En cualquier caso, Fernando VI y Bárbara de Braganza esperan una biografía a la altura de los logros historiográficos actuales. En todo caso, ha llegado ya el tiempo de hacer una historia política del XVIII desde la política.

      2

      Fernando, un heredero rodeado de infantes

      El infante Fernando y la madrastra Isabel de Farnesio

      La numerosa prole Borbón

      Once hijos tuvo Felipe V en sus dos matrimonios, a los efectos dinásticos ocho, a causa de los tres que murieron en la infancia —dos de María Luisa Gabriela de Saboya, fallecida en 1714 al poco de dar a luz a Fernando el 23 de septiembre de 1713, y uno de Isabel de Farnesio (1692-1766), la segunda esposa—. Ocho «piezas» para colocar en el tablero de las monarquías y principados europeos —demasiadas— y, ante todo, para asegurar la sucesión dinástica en España. Sorprendentemente, todos ciñeron corona y varios la transmitieron a sus descendientes. La excepción fue el infante don Luis, a quien su madre, Isabel de Farnesio, la gran artífice del futuro de la dinastía, consiguió nada menos que el capelo y el arzobispado de Toledo cuando el infante tenía 7 años de edad: mitra y riquezas, ya que no tendría un trono.

      Era imposible imaginar este rotundo éxito Borbón-Parma cuando la Farnesio llegó a España en 1714; sus retoños, cuando los hubiera, tenían por delante nada menos que a tres hijos de la Saboyana y además el rey no prometía alargarse en el trono a causa de su enfermedad. En efecto, Luis, el primogénito, llegó a reinar en 1724 y, aunque brevemente —del 10 de enero al 31 de agosto—, su temprana muerte convertía a nuestro Fernando en príncipe de Asturias.

      El infante Fernando, huérfano de madre y con solo dos hermanos que le duraron poco —a uno lo vería morir cuando él tenía seis años y al otro cuando contaba once— empezó desde el primer día a sentir la inmensa soledad que arrastró de por vida. La madrastra, Isabel de Farnesio, la parmesana, demostró desde el primer momento que era una mujer enérgica, resuelta, con clara decisión de mandar y con una ambición política que no desmerecía a la que demostró como madre afanosa por colocar a sus hijos. Los historiadores han coincidido en señalar las diferencias que la madre estableció de inmediato entre hijos e hijastros, especialmente en lo que toca a Fernando, un niño introvertido y triste que creció en el entorno de las celebraciones de los bautizos de sus muchos hermanastros y de los funerales de sus jovencísimos hermanos. Pero, como veremos, se abusó ya entonces de los efectos políticos de los lazos afectivos naturales.

      Isabel de Farnesio empezó a traer hijos al mundo, a uno por año, con una regularidad que denota la ya tópica constancia matrimonial de Felipe V y un cumplimiento de los plazos naturales asombroso por parte de la reina. El primer Borbón Farnesio fue Carlos, el que sería VII de Napoles y III de España; nació el 20 de enero de 1716; al año siguiente, también en enero, nacía Francisco, el único que moriría de niño; al siguiente —asimismo en enero, el 31—, María Ana Victoria, Marianina; al siguiente —en febrero, el 10, un leve retraso de unos días—, Felipe, «Pippo», el que sería príncipe de Parma.

      Los siguientes se dilataron un poco más: María Teresa (junio de 1726), don Luis (julio de 1727) y María Antonia Fernanda (noviembre de 1729). Esta última nació ya en Sevilla, cuando Felipe V atravesaba una de sus crisis y la corte había decidido instalarse en Andalucía tras la breve estancia en Badajoz con motivo de los festejos nupciales de los infantes Fernando con Bárbara y Marianina con el príncipe del Brasil, las bodas portuguesas. Tres hijos habían muerto ya. Fernando había perdido a su querido Luis, el hermano mayor. Pronto vendrían las despedidas de sus hermanastros que partían a la guerra de Italia


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