Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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matrimoniales de los años veinte como un intento personal de cerrarle el camino del trono a Fernando, mientras los rotundos éxitos nupciales de su hijos se atribuyen sin más a una estrategia calculada; sin embargo, el infante Fernando tenía once años cuando murió Luis I y solo hacía otros tantos que se había cerrado una guerra de Sucesión con una paz considerada inadmisible a causa de la cual la inestabilidad en Europa era extrema.

      La reina Isabel debía pensar en las cortes europeas para asegurar el futuro de la dinastía, exactamente igual que hacía el resto de Europa. Con una prole tan nutrida, las estrategias matrimoniales empezaron incluso antes del reinado de Luis I y, contra lo esperado, con una intensa dedicación del rey Felipe V, pues, a pesar de lo que se ha divulgado, el rey pensó seriamente en asegurar a sus primeros hijos. El primer intento data de 1721 aunque no prosperó. Se trataba de lograr una triple boda, significativamente política, pues Luis y Fernando casarían con dos archiduquesas y la infantita María Ana Victoria, Marianina, con Luis XV.

      La infanta española, una niña de cuatro añitos, fue enviada a Versalles en enero de 1722, de donde fue devuelta a los tres años al haber sido reemplazada por María Leszcynska; los reyes, humillados, hacían lo mismo con las princesas de Orleans, mademoiselle de Beaujolais, propuesta para casar con el infante Carlos, y la esposa del ya difunto Luis I, Luisa Isabel de Orleans, a las que ponían en la frontera acompañadas del embajador. Se llegó a pensar en el matrimonio de Marianina con el zar, pero la idea fue pronto abandonada. Cuando en septiembre de 1725 se divulgó el tratado secreto de Viena, firmado el 15 de abril, y se anunció que los infantes Carlos y Felipe se casarían con las dos archiduquesas, Europa se preparaba para la guerra. Francia había sido humillada con la reversión de alianzas.

      Poco después llegó la oferta de bodas al rey de Portugal, una nueva maniobra política efecto de aquel cambio de alianzas entre amigos y enemigos que había conmocionado a Europa. En las conversaciones secretas de Viena salía mal parado Fernando pues quedaba relegado; ahora era su turno, al acceder Juan V al compromiso del príncipe de Asturias con su hija Bárbara. La política matrimonial era, en definitiva, una pieza más de la política exterior, aunque la boda portuguesa acrecentó los juicios negativos contra la «casamentera», de la que se decía que esta vez no había apuntado tan alto como lo haría para buscar esposas para sus verdaderos hijos. El papel de víctima de una madrastra dominante que acompañaba desde el primer día a Fernando incluirá desde ahora a Bárbara, una niña de quince años.

      De infante a Príncipe de Asturias

      El niño Fernando en la corte

      Hay información rutinaria sobre la niñez de Fernando, pero no reviste interés salvo para ilustrar, con una más, las escenas típicas de la corte española del XVIII: robustas nodrizas de procedencia norteña, dueñas de honor, ceremonias bautismales, actos de presentación, primeras mercedes regias a niños recién destetados, primeras letras... La abundante documentación del Archivo del Palacio Real permite reconstruir su alimentación, su vestido, las decisiones del médico sobre la lactancia, los gastos de crianza, detalles que, desde luego, obligan a aceptar que un rígido protocolo dirige todo en la corte y que lo que llamaríamos educación de príncipes es más bien un asunto trivial al que los reyes dedican poca atención.

      Los maestros enseñan muy poco del mundo, son hombres de corte, es decir, de un mundo aparte en el que cuenta sobre todo la imitación de gestos, de actos rígidamente pautados. El arte cortesano por excelencia, la conversación, se aprende oyendo y callando mucho; el mundo se vislumbra a través de las noticias que los embajadores hacen llegar, vía ministro de Estado, a la real familia, a cuyos miembros se destinan siempre las primeras líneas sobre la salud de las lejanas familias regias —casi todas con algún miembro emparentado—, los primeros chismes sobre los compromisos matrimoniales y los nacimientos.

      Las primeras letras de los niños son cartas con copias de fórmulas protocolarias, con las que, de paso, se va aprendiendo francés, el idioma en que se escriben los infantes, el rey y la reina y, prácticamente, toda la realeza y la diplomacia europeas. Por supuesto, ya tempranamente, los Borbones españoles se hablan de caza. Así lo hace el niño Fernando, con bastante mejor caligrafía que su hermanastro Carlos, por cierto. «Mon chere frere —escribe con grandes letras—. Vostre belle chasse m’a tant fait de plaisir que si j’y avois eu moi mesme la plus grande part»...

      También pescan. Menos Fernando que el segundo Luis, por ejemplo, mucho más aficionado a la vida rústica, a disfrutar de la naturaleza, y el más alborotador y vulgar. La enseñanza de la religión, en manos de confesores personales y de los muchos eclesiásticos de la Casa, y la rutina diaria de la corte que se aprende con la práctica, con la presencia en segundo término en muchos actos, siempre al lado del ayo y de otros cortesanos de su familia —así se llama al personal cortesano a su servicio— conforman la vida diaria del infante. Había pasado el tiempo de los specula princeps del Renacimiento y de los preceptores humanistas.

      Como sus hermanos, Fernando vivió con normalidad la pobre formación que proporcionaba esta rutina cortesana. Sus tardías aficiones melómanas, que remotamente recordaban las de Luis XIV, gran aficionado a la ópera, y que solo se manifestaron al lado de Bárbara, no parece que se inculcaran de niño; llegaron cuando espontáneamente el joven acompañaba a los músicos de palacio para compartir con su mujer el «pasto ordinario» que empezó a proporcionar Carlo Broschi, Farinelli (1705-1782), desde que en 1737 llegó a España llamado por Isabel de Farnesio. Bárbara, sin embargo, tenía grandes dotes para la música y una buena formación, cantaba y tocaba muy bien el clave y disfrutó —así se lo hacía saber a su familia en Lisboa— tanto con Farinelli como con su maestro Scarlatti (1685-1757). Fernando llegó a acompañar a su mujer ante las teclas. No hay más destrezas del futuro rey probadas salvo su afición a los relojes, de los que se dice que llegó a entender algo, aunque lo que consta es que daba cuerda a los muchos que llegó a poseer.

      El primer acto protocolario relevante en la vida del infante Fernando es el nombramiento de su «cuarto» en 1721. Entre el personal aparecen ya dos personas de enorme influencia en su futuro, Carlos Arizaga, un oscuro cortesano que llegó a ser compensado con el nombramiento de capitán general en 1754, y el conde de Salazar, que moriría en 1736. Todavía cuando Fernando llegó al trono se mantenía la tutela del ayo Arizaga, hombre servicial cuyo oficio rutinario parecía consistir en mantenerle en una dorada ingenuidad, supeditado en todo a los reyes padres, lo que a Bárbara le acabaría resultando insoportable.

      La tutela a través de ese primer cuarto infantil se amplió cuando se formó el que le correspondía como Príncipe de Asturias, una vez muerto Luis I. El día 25 de noviembre de 1724 se celebró en San Jerónimo la ceremonia de jura de Fernando como Príncipe de Asturias ante las Cortes convocadas a tal fin y poco después se nombraba al personal de su Casa con el duque de Béjar (1680-1747) a la cabeza. El nuevo mayordomo acompañará a Fernando hasta el trono en 1746; murió al año siguiente, pero su heredero en la casa de Béjar seguiría en la intimidad del rey hasta el lecho de muerte. Como sumiller de corps de la Casa se nombraba al antiguo ayo, el conde de Salazar, y como primer caballerizo a Carlos Arizaga, el que había sido teniente del ayo desde 1721; estaban también el conde de Santisteban (1714-1782), el marqués de los Balbases (1696-1757), que sería su «casamentero» en Lisboa (en 1728 pasaría al servicio de Bárbara), y otros gentileshombres, además de un nuevo confesor, el padre Bermúdez, pues el padre Marín había muerto.

      Era natural que el siguiente acto, tan pautado como los anteriores, fuera la elección de una esposa para el príncipe. Cuando se llevaba con normalidad, el asunto suponía la discreta movilización de embajadores y la apertura de un largo proceso de selección de candidatas. Pero, en el caso de Fernando, los hechos se precipitaron a causa de la reciente reversión de alianzas. España tenía que abordar de nuevo las siempre difíciles negociaciones con Portugal y solicitaba «alguna alianza que la afirme y radique más por medio de algunos casamientos». Así lo comunicaba Grimaldi, secretario de Estado de Felipe V al embajador español en Lisboa,


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