Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez

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Fernando VI y la España discreta - José Luis Gómez Urdáñez


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el embajador mencionaba su «buena índole, inclinación y costumbres», pero no podía ocultar que la novia elegida para Fernando «ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirman haber dicho su padre que solo sentía hubiese de salir del reino cosa tan fea». Empezaba el calvario de Bárbara. Cuando el embajador pidió un retrato de la joven —«quisiera antes de adelantarse la materia tuviesen nuestros Amos un retrato fiel», escribía previsor—, se encontró con que la princesa estaba sometida a toda clase de remedios para «igualar los hoyos de la cara y divertir el humor que destila por los ojos». No se le permitía mostrarse en público, menos ser retratada. En estas, la corte portuguesa envío un retrato de los novios a Madrid. Capiciolatro, que no estaba dispuesto a pasar por tonto, se apresuró a informar que los retratos «los vio persona de mi satisfacción, quien me asegura que el de la señora infanta no está nada semejante». Desde Madrid se le pidió un retrato fiel, pero Capiciolatro nunca lo consiguió.

      En Lisboa las bodas se publicaron por todo lo alto el 10 de octubre de 1725, pero en Madrid, donde se difundió el compromiso el 2 de octubre, las celebraciones no pasaron del marco oficial. La impresión de que la boda de Fernando era el fruto de un arreglo apresurado de la humillada Farnesio, dispuesta ante todo a reparar el desdoro de su hija Marianina y vengarse de Luis XV, mermó la habitual alegría popular ante este tipo de celebraciones regias. Antes al contrario, un amplio sector de la opinión empezó a considerar a Fernando un juguete en manos de la reina y a mostrar por el joven príncipe una mezcla de sentimientos de lástima y de admiración que el pueblo de Madrid le mantendría siempre. El ayo Salazar intervino más tarde ante los confesores de los reyes pretextando escrúpulos contra la boda por la poca edad de Fernando; como todos los cortesanos afectos al príncipe, creía que la boda era desproporcionada y que un futuro rey podía aspirar a mejor partido.

      Durante un tiempo, el asunto fue arrinconado a causa de numerosos sobresaltos políticos que mantuvieron a la corte española en tensión hasta 1727. El asunto Ripperdá, la caída de Grimaldi y, en general, la situación internacional, potencialmente bélica, además de los problemas de familia derivados de las malas relaciones con Francia, mantuvo a los reyes en permanente agitación. Al fin, la salud mental de Felipe V resultaría agravada, mientras Isabel atravesó una de las peores épocas de su reinado, constantemente preocupada por los deseos de abdicar del rey y por su estado de salud, siempre cercano a la demencia irreversible. Por el lado portugués, Juan V resistía las presiones a favor de diferentes alianzas y mantenía la neutralidad dilatando negociaciones, contento por un matrimonio que realmente creía ventajoso.

      En esa situación se activó la preparación de la boda. El marqués de los Balbases, nombrado embajador extraordinario y con el «poder» de Fernando para representarle en la boda, salía hacia Lisboa a fines de marzo de 1727, mientras Juan V nombraba para tal fin al marqués de Abrantes. Iba a empezar la carrera de demostraciones de orgullo de las dos cortes ibéricas que acabaría en rivalidades ridículas a orillas del Caya casi dos años después. Desde que el numeroso cortejo del marqués de los Balbases entró en Lisboa desplegando un lujo artificioso y desmedido, la corte de Juan V se vio obligada a hacer lo mismo. Fue muy comentado que hubo que ampliar los arcos de acceso al palacio por los que no cabía la lujosa carroza del embajador español; para colmo, este decía que los portugueses «viven embebidos en el ceremonial».

      Llegó luego el periodo de las prioridades y las disculpas. Madrid ordenaba en julio al embajador que no iniciara la ceremonia de la firma hasta que no se hubiera hecho en Madrid, mientras se solicitaba dispensa al papa por la corta edad de Marianina y las consanguinidades, que no llegó hasta septiembre. Tras varios protocolos previos y algunas quejas insulsas, el domingo 11 de enero de 1728 tuvo lugar la magna ceremonia de presentación en Lisboa y se ratificó el acuerdo de que la boda se celebraría en la ciudad de Badajoz con asistencia de los reyes. También se acordó la dote de la infanta. La novia aportaba medio millón de escudos de oro y cien mil pesos en calidad de arras y otras joyas. En la misma dinámica de ostentación, como desquite de Juan V por la exhibición del marqués de los Balbases en su propia corte, Bárbara acudiría a Badajoz cubierta de oro, perlas y brillantes, y acompañada de una numerosísima corte, de lo más descollante de la nobleza y el clero portugueses —hasta 77 canónigos— y de un número desmesurado de soldados.

      El paso siguiente era la formación de la corte de la ya princesa de Asturias. Como en el caso de Fernando, una nueva nube de personal cortesano pasaba a ejercer los tradicionales cargos, en apariencia poco relevantes pero que permitían el contacto personal, confidencial a veces, con la reina: era su «familia». Algunos de los nombramientos eran solo para las jornadas nupciales y la ceremonia, pero otros lo serían ya de por vida. Formaron la primera corte para esperar a la princesa en Badajoz la duquesa de Montellano como camarera mayor (lo había sido de la esposa de Luis I, Luisa Isabel de Orleans), las condesas de Fuensalida y de Montijo y la duquesa de Solferino como damas, varias señoras al cargo de diferentes oficios, el confesor padre Laubrussel, el duque de Gandía como mayordomo, el marqués de los Balbases que sería el encargado de hacer su entrega oficial en las bodas, el marqués de Mejorada y el conde de Valparaíso (1696-1760), primer caballerizo, el hombre fuerte en la corte de la reina, amigo de Ensenada, que luego llegaría a ministro y a secretario particular de Bárbara.

      También serían relevantes en el entorno de la reina una mujer de gran personalidad, la marquesa de Aytona, que asistiría en el lecho de muerte a Bárbara y sería llamada a Villaviciosa al del rey, y la marquesa de la Torrecilla, íntima de la reina y de don Zenón de Somodevilla (1702-1781), el apuesto «galant homme», «bien vu a la Cour chez les femmes» que decía el embajador francés La Marck del futuro marqués de la Ensenada.

      Terminados los fastos preparatorios de Lisboa, empezó la espera de la ceremonia regia de Badajoz, más que dudosa por la salud de Felipe V, que seguía provocando desazones. Los rumores de abdicación y las viruelas que pasaría Fernando ese año —la enfermedad de la que murió su hermano el rey Luis I— pusieron una nueva nota de incertidumbre. Mientras, el príncipe guardaba el retrato de Bárbara en su habitación sin enseñárselo a nadie y Juan V estaba «gozosísimo de tener ya a su hija princesa de Asturias», según decía el marqués de los Balbases.

      Las viruelas que sufrió Fernando en mayo de 1728, con la consiguiente cuarentena, le apartaron más de la vida pública. Una vez repuesto, le recibía su padre el 17 de junio y tenía una conversación con Isabel sobre las dificultades que supondrían a su edad el peso de la corona y los peligros de ser gobernado por un consejo, instrumento de intrigantes que no pertenecían ni a su familia ni a su estirpe francesa. Durante unos meses, las relaciones familiares mejoraron. La crisis parecía resuelta, pero Isabel no podía estar tranquila mientras Felipe V estuviera en riesgo de muerte. Había habido graves calumnias en los pasquines, como una que daba por hecha la partición del Reino entre Carlos y Fernando, y sabía que el influyente cardenal Fleury le había retirado el favor a la espera de un anunciado desenlace que pusiera en el trono a Fernando, con quien ya se había iniciado la política de gestos de Versalles, vía embajada en Madrid.

      La locura de Felipe V continuaba igual cuando llegó la gran noticia: Luis XV podía morir a causa de la viruela. Felipe abandonó el lecho inmediatamente y dio pruebas de una enorme energía. La posibilidad del añorado Versalles pasó de largo una vez más, pero Felipe V parecía otro: desde mediados de noviembre cazaba, visitaba Atocha y hablaba más con Fernando. Isabel no desaprovechó la ocasión y recordó el proyectado viaje a Badajoz, que parecía olvidado, y anunció que la corte partía de boda. Fernando iba a recoger a su esposa en medio de una opinión aún más contrariada por el último desdén de un Felipe V que había hecho público otro «au revoir» a las Españas. Las esperanzas puestas en Fernando, español de nacimiento —algunos, por el matrimonio portugués, todavía más ilusionados ante una posible unión ibérica—, renacían.

      Blanco de la artillería portuguesa durante cinco días durante la guerra de Sucesión, la ciudad de Badajoz, pobre y olvidada, fue elegida como punto de encuentro entre las familias de Juan V y Felipe V solo porque era la última población española en el camino más corto entre Lisboa y Madrid. Nadie pensó en su estado deplorable.


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