Poetas de color. Calcagno Francisco

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Poetas de color - Calcagno Francisco


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por medio de copias manuscritas, y puede decirse que se publicaban sin imprimirse: ¿qué cubano de su época no se sabia de memoria los sonetos A Celia, A la Fatalidad, A Holofernes? Su nombre ha sido despues uno de los pocos que traspasando los límites de Cuba han ido á resonar con honra en el estrangero, gracias á repetidas traducciones; y quizá no ha habido escritor alguno que se haya ocupado de Cuba y sus letras, que no haya destinado una página de honor á Plácido, y no haya consagrado un lamento al triste fin de su sangrienta historia. Salas y Quiroga dice en su obra Viages «es un hombre de genio por cuyas venas corre sangre europea y sangre africana, un hombre humillado que en sus cantos medio salvages tiene los destellos más sublimes y generosos que hombre ninguno puede comprender; al través de su incorreccion, hay chispas que deslumbran y no conozco poeta ninguno americano que le aventaje en ingenio, en inspiracion, en hidalguía y en dignidad.»

      Salas y Quiroga, llevado del entusiasmo exageró algo; pero no hay duda que la entonacion homérica de Plácido, la sostenida nobleza de conceptos que no alcanzan á afear las frecuentes incorrecciones del lenguage, la no preparada flexibilidad de su genio, todo se alcanzó á ver desde aquella primera coleccion que en solo veinte y seis piezas ofrece apólogos que La Fontaine hubiera prohijado, sonetos que hubieran satisfecho al descontentadizo Boileau, é idilios que rivalizan en gracia y frescura con los más bellos trozos de Anacreonte.

      En el año de 1839 se casó Plácido con la Fela (Rafaela) cantada en sus versos: nunca tuvo hijos. Tres dias ántes de su boda escribe á un amigo una carta que se ha conservado inédita6 pidiéndole recursos, porque se hallaba sin blanca y no podia convertir los sonetos y décimas en sustancia alimenticia. Mas en el año 44 y cuando tal vez, gracias á su talento, iban á brillar para el pobre mulato dias más serenos, fué preso y traido á juicio por la comision militar. Se le supuso cómplice, y aun gefe, en la conspiracion de los de color que debia estallar el 4 de Abril de aquel año y que se llamó de la Escalera.

      ¡La conspiracion de la Escalera! Sin duda el lector se ha estremecido de horror al leer ese nombre; quizá creyó que íbamos á detener la mirada en esa nefanda série de dolores ocultos, de quejidos ahogados, de misteriosos crímenes: mas, ¿para qué? La historia de las desgracias instruye, pero las escenas de oprobio y perversidad no pueden sino causar horror. No tratamos de arrojar baldon sobre nadie, sino sobre la época: casi todos los fiscales de la Comision eran antiguos en el pais: estaban habituados á ver el sufrimiento de la raza negra: estaban endurecidos sus corazones. Ensalcemos á la época actual que reprueba aquellos horrores y quiere alzar del polvo al oprimido. Hoy que alhaga nuestros corazones la esperanza de mejores dias, hoy que nos alienta el deseo de reformar, de aniquilar una institucion inícua, causa única de tantos males, olvidemos aquellos dias de infamias, no corramos el tupido velo que cubre ese sangriento cuadro, el más sombrío, el más monstruoso que pueda presentar el pasado despotismo á la execracion de las edades futuras. Pocos de sus episodios han sido escritos, pero esa tragedia es de la actual generacion. Muchos hay que la recuerdan, que se preguntan con espanto ¿fué la ambicion, fué la cobardía, el miedo á fantasmas imaginarias lo que suscitó hombres tan feroces y escenas tan repugnantes?

       Reinaba en Cuba el proconsul O’Donnell, hombre de alguna ilustracion, pero que, víctima de las prácticas administrativas de entónces, tiranizó por mandato, fué déspota por órden superior, y dejó en esta Antilla recuerdos tan indelebles como el inmortal Tacon. Aunque hubiera algo cierto en el fondo7 los trámites de aquel procedimiento inquisitorial fueron abominables; la imaginacion se confunde y duda de la escelencia humana al recordar aquellos caníbales ó fiscales, sedientos de sangre africana, aquellas falsas delaciones arrancadas por el restallante látigo de puntas aceradas, á los que no tenian el ánimo de morir bajo el tormento; aquellas víctimas, quizás porque poseian, acaso por venganzas personales, arrebatadas de sus pacíficos hogares y llevadas inocentes al sacrificio! Dias de ignominia! al mirar ese cuadro la imaginacion del Dante parece deficiente en los horrores de su infierno; Torquemada palidece; Neron se rehabilita.

      ¿Y qué haciamos los insulares y peninsulares, mientras se desenvolvia á nuestros ojos ese drama cruento que deshonraba á España y escarnecia á Cuba?.. ¡callábamos! El déspota tenia asida á la desgraciada colonia con una mano de hierro y solo papeles de la vecina república, demostró alguno su desaprobacion.

      Lo demás todo fué misterios, tinieblas…

      Pero sigamos la historia del poeta mártir.

      III

      Las pruebas contra Plácido no pasaban de gratuitas delaciones arrancadas por el dolor, ó dictadas tal vez por la envidia que despertaba su talento: mientras su condicion de hombre de color, y aquellas populares décimas que comenzaban: «Ese cometa que veis» no dejaron de considerarse argumento incontrovertible: era demasiado prominente para poder sustraerse, á aquel huracan contra la verdad y la justicia que se desencadenó contra una raza indefensa. No se necesitaba la delacion del inmundo José de la O: la prevencion que ya existia contra él hubiera bastado: habia sido preso por Tacon diez años ántes, se sabia su carácter independiente y liberal, se habia atrevido á cantar á Guillermo Tell y llorar la humillacion de Polonia: ¿quien no tenia copia de su Juramento y de su décima improvisada Habaneros libertad? sus versos, tachados por el lápiz rojo se repetian de boca en boca: cuando oprimido por la venal justicia humana, un epigrama le resarcia, una fábula le vengaba: una de las más bellas que compuso fué en ocasion de una demanda que su solo color le hizo perder: nos convirtió al juez en vívora y así se desquitó ó se consoló. Todo esto era más de lo que se necesitaba para enviar á un ciudadano libre á la Escalera.

      Dice la historia, ó más bien la tradicion, pues nada de él se permitió escribir (y ni aun hoy (1867) se ha dejado al Liceo hablar de sus composiciones) que la Comision Militar le probó culpable, y en su consecuencia, fué puesto en capilla el 28 de Junio, para ser con otros 19 de su color, pasado por las armas á las seis de la mañana del dia siguiente.

      Allí, despues de oida su sentencia, el sinventura poeta que no tenia á quien volver los ojos para hallar un rostro amigo y protector, se arrojó en brazos de la Religion, y como el cisne moribundo, compuso sus mejores cantos, para oprobio de la sociedad que apagaba estólidamente tan lucida antorcha: allí la Plegaria á Dios, reproducida en varias lenguas; la misma que iba recitando cuando marchaba al patíbulo, con frente serena8 como de quien sentia venir la historia á justificarle algun dia: allí su Despedida á mi madre; allí su Adiós á mi lira último y lastimero gemido de su agobiada musa.

      Pero observemos un momento á Plácido en capilla; arriesguemos una mirada al oscuro calabozo para revelar un misterio que avergüenza á nuestro siglo: indaguemos lo que pasa en la mente del pobre desheredado de los bienes del mundo, á quien el mundo tan despiadadamente oprime.

      Su imaginación de poeta se exalta, mas no puede por eso exagerar los horrores de su situacion: no hay más allá: sin duda en momento de angustioso delirio, se levanta, y se pasea convulso, y esclama con infinita amargura:

      – ¿En qué pais estamos?.. ¿en qué desgraciados tiempos me tocó vivir?.. ¡Dios mio! ¡la sociedad me niega educacion, me deshecha, mata mi fé; me escluye á todos los derechos de hombre, y ahora me pide estrecha cuenta de mis acciones! ¡y me llevan á un suplicio! ¡y no hay una ley que me proteja, no hay un ángel que me salve á mí de la muerte, á mi patria de una mancha!

      Quizá en otro momento veia aparecer en la húmeda mazmorra, al soberano de su nacion que benévolo y sonriente, le dice:

      – «Te van á matar por conspirador y la voz pública te declara inocente. Yo quiero suponer que eres culpable; pero escucha, desgraciado: no hay delito que echarte en cara; una institucion sacrílega que yo voy á destruir, te disculpa; la misma sociedad en que vives te escusa: ella te habia colocado tan bajo que fueras un miserable si fueras inocente. Te perdono… no, tú no aceptarias mi perdon, que no tiene derecho á perdonar quien no lo tiene para castigar. Yo te pido perdon, á nombre de la Sociedad, por lo que has sufrido: ella lavará ese delito que hemos heredado de nuestros padres. Ven, poeta, yo te llevaré


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Posteriormente la hemos visto impresa en el Mundo Nuevo de Nueva York, en una bella biografía de Plácido por E. Guiteras: tambien inserta el autor nota de su entrada en la Casa Cuna.

<p>7</p>

Muchos han negado que existiera el más leve indicio de conspiracion y han temido que la vindicta divina viniera á pedir cuenta de ese crímen social: entre estos, La Luz, á quien tocó de cerca, siempre sostuvo que en la conspiracion de la Escalera no hubo negros criminales sino negros poseedores, ó amos que tendrian que rescatarlos. Dos delaciones, siempre arrancadas por el tormento, bastaban para caer en las garras de la despiadada Comision, y numerosos fueron los casos de personas libres que al saberse solicitadas, se suicidaron ántes que entregarse: sabian que la inocencia no los garantizaba y que una vez en manos del horrible tribunal, serian llevados á la escalera donde el látigo funcionaria hasta arrancarles algunos nombres. En Güines se dió el tristísimo caso de un hijo, forzado por el dolor, delatando á su padre, sastre honrado y director de orquesta, que murió bajo el tormento sin hablar palabra: todavía se recuerda allí con dolor al Maestro Pepé. En Matanzas, una muger que á parte de ser mulata cubana era señorita, delató, inducida por el terror, á sus dos hermanos; fué despues concubina de uno de los fiscales y murió demente en San Dionisio, mucho ántes de la traslacion del hospicio á Mazorra; algun dia con más datos escribirá alguno la triste historia de Hortensia Lopez la Matancera. Cuenta un autor peninsular que cuando la prision de Plácido ya se habian dictado 3000 sentencias sin pruebas: necesitaríamos un volúmen para narrar los tenebrosos episodios que no han sido escritos. Jamás en Inglaterra contra católicos, ni en Francia contra hugonotes, ni en España contra moros ó judíos se desplegó una saña tan friamente cruel como la que esterminó á esa raza indefensa. «Más de mil negros, dice la Revista de Boston. (North American Review, tomo 68, 1849) murieron bajo el látigo.» El comisionado británico Kennedy testigo presencial, dice que pasaron de tres mil, á más de centenares muertos por las balas ó de hambre en los bosques en que se escondieron. La confiscacion de bienes era consecuencia inmediata de la prision, y las hijas en la miseria, se vieron como Hortensia la Matancera, forzadas á la prostitucion.» Otro autor peninsular cuya moderacion es notoria dice: «De que no hubo la legalidad é imparcialidad que exige un pueblo culto son pruebas manifiestas los castigos que tuvo que dictar la primera autoridad contra muchos fiscales por su venalidad y sus escesos; el suicidio de dos de ellos y la fuga de otro al ver descubiertas sus infamias.» El lector sabe además, pues es voz comun en Cuba, que el fiscal de Plácido, murió arrepentido gritando en su postrera agonía. «Plácido, perdóname.» El mismo Salazar, delator gratuito de La Luz, de Delmonte y tambien de Martinez Serrano y de José Noy que murieron en bartolina, fué condenado á presidio y conducido al de Ceuta, de donde le sacó el mismo La Luz, como se verá en la biografía de éste señor. Las personas que Plácido citó ante el tribunal divino se dice que fueron Francisco H. M. y Ramon Gonzalez. Se le comparaba con el mulato Ogé, primera víctima de las turbulencias en Haity, de los de color contra blancos «pero la criminalidad de aquel agrega alguno fué manifiesta, y la de Plácido aparece solamente en una sentencia de fundamentos no esplicados.» Nosotros añadirémos que Ogé fué un hombre erudito y murió en el tormento de la rueda sin denunciar á nadie. Su muerte, culpa de la época más que de los hombres responde á la de Plácido, como el suplicio de la princesa Anacaona por Ovando responde al de Atuey por Velazquez.

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Pero no «con el aire de un conquistador» como dijo la Revista Norte Americana de Boston 1849: Plácido murió con el aire de un justo: como morian sin duda los mártires del cristianismo.