Cuentos de la Alhambra. Washington Irving

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Cuentos de la Alhambra - Washington Irving


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y jovial; tan fecundo en chistes y refranes como aquel modelo de escuderos, el célebre Sancho, cuyo nombre le dimos: verdadero español en los momentos de su mayor alegria; mas á pesar de la familiaridad con que le tratábamos, no pasó jamas los límites de un respetuoso decoro.

      Equipados en estos términos nos pusimos en camino, resueltos á sacar todo el partido posible de nuestro viage; y con tales disposiciones, ¡cuán delicioso era el pais que íbamos á recorrer! La venta mas infeliz de España es mas fecunda de aventuras que un castillo encantado, y cada comida que se efectua puede mirarse como una especie de hazaña. Ensalcen otros enhorabuena los caminos resguardados de parapetos, las suntuosas fondas de un pais cultivado y civilizado hasta el punto de no ofrecer sino superficies planas; en cuanto á mí, solo la España con sus agrestes montes y francas costumbres puede saciar mi imaginacion.

      Desde la primera noche disfrutamos ya uno de los placeres novelescos del pais. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos á una villa muy grande, cansados por haber cruzado una llanura inmensa y desierta, y calados de agua, en razon de la copiosa lluvia que habia caido sobre nosotros. Apeamos en un meson, en donde se alojaba una compañía de fusileros, ocupada entonces en persecucion de los ladrones que infestaban la comarca; y como unos estrangeros de nuestra clase eran un objeto de admiracion en aquel pueblo estraviado, el huésped, ayudado de dos ó tres vecinos embozados en sus capas pardas, examinaba nuestros pasaportes en un rincon de la pieza, mientras un alguacil con su capita negra, tomaba apuntaciones á la débil luz de un farol. Unos pasaportes en lengua estrangera les daban mucha grima; mas acudió á su socorro nuestro escudero Sancho, y nos dió aun mayor importancia con la pomposa elocuencia de un español. Al mismo tiempo la distribucion de algunos cigarros nos ganó todos los corazones, y á poco rato ya estaba el pueblo entero en movimiento para obsequiarnos. Visitónos el alcalde en persona, y la misma huéspeda llevó con gran ceremonia á nuestro cuarto un gran sillon de juncos para que el ilustre viagero pudiese sentarse con mayor comodidad. Hicimos cenar con nosotros al comandante de los fusileros, el cual nos divirtió sobremanera con la animada relacion de una campaña que habia hecho en la América del Sur, y otras hazañas amorosas y guerreras, que debian todo su interes á sus ampulosas frases y multiplicados ademanes, y sobre todo á cierto movimiento de los ojos, que sin duda queria decir mucho. Pretendia saber el nombre y señas de todos los bandidos de la provincia, y se prometia ojearlos y prenderlos uno á uno. El buen oficial se empeñó en que nos habia de dar algunos hombres para nuestra escolta. «Mas uno solo bastará, añadió, porque los ladrones nos conocen, y la vista sola de uno de mis muchachos derramará el espanto por toda la sierra.» Le agradecimos su ofrecimiento y buena voluntad, asegurándole en el mismo tono, que con el formidable escudero Sancho no temeríamos haberlas con todos los bandoleros de Andalucía.

      Mientras estábamos cenando con el amable perdonavidas, llegó á nuestros oidos el sonido de una guitarra, acompañado de un repiqueteo de castañuelas, y poco despues un coro de bien concertadas voces que cantaba una tonada popular. Era un obsequio del huésped, que para divertirnos habia reunido aquellos músicos aficionados y á las hermosas de la vecindad, y cuando salimos al patio vimos una verdadera escena de alegria española. Nos colocamos bajo el soportal con los huéspedes y el comandante, y pasando la guitarra de mano en mano, vino á parar en las de un alegre zapatero, que nos pareció el Orfeo de la tierra. Era un jóven de aspecto agradable, patilla negra, y las mangas de la camisa arremangadas hasta encima del codo. Sus dedos recorrian el instrumento con estraordinaria ligereza y habilidad, cantando al mismo tiempo algunas seguidillas amorosas, acompañadas de espresivas miradas á las mozas, con las que al parecer estaba en gran favor. En seguida bailó el fandango con una graciosa andaluza, causando gran placer á los espectadores. Pero ninguna de las mugeres que se hallaban presentes podia compararse á la linda Pepita, hija del huésped, que aunque con mucha prisa, se habia prendido con la mayor gracia para el baile improvisado, entrelazando con frescas rosas las trenzas de sus hermosos cabellos: esta lució su habilidad con un bolero que bailó, acompañada de un gallardo dragon. Habíamos nosotros dispuesto que se sirviese á discrecion vino, dulces y otras frioleras; y sin embargo de que la reunion se componia de soldados, arrieros y paisanos de todas clases, nadie se escedió de los límites de una diversion honesta; y en verdad que cualquier pintor se hubiera tenido por dichoso de poder contemplar aquella escena. El elegante grupo de los bailadores, los soldados de á caballo de medio uniforme, los paisanos envueltos en sus capas, y en fin, hasta el amojamado alguacil, digno de los tiempos de D. Quijote, á quien se veía escribir con gran diligencia á la moribunda luz de una gran lámpara de cobre, sin cuidarse de lo que pasaba en su derredor, todo esto formaba un conjunto verdaderamente pintoresco.

      No daré aquí la historia exacta de los acontecimientos de esta espedicion de algunos dias por montes y valles. Viajábamos como verdaderos contrabandistas, abandonándonos al azar en todas las cosas, y tomándolas buenas ó malas segun las deparaba la suerte. Este es el mejor modo de viajar por España, mas nosotros sin embargo habíamos cuidado de llenar de buenos fiambres las alforjas de nuestro escudero, y su gran bota de esquisito vino de Valdepeñas. Como este último artículo era en verdad de mayor importancia para nuestra campaña que la misma carabina de Sancho, conjuramos á este que estuviese en continua vigilancia sobre esta parte preciosa de su carga; y debo hacerle la justicia de decir que su homónimo, tan célebre por el celo con que cuidaba de la mesa, no le escedia en nada como proveedor inteligente. Así pues, á pesar de que las alforjas y la bota eran vigorosa y frecuentemente atacadas, no parecia sino que tenian la milagrosa propiedad de no vaciarse jamas, porque nuestro ingenioso escudero nunca se olvidaba de colocar en ellas los relieves de la cena de la venta, para que sirviesen á la comida que hacíamos á campo raso al dia siguiente. ¡Con cuánta delicia almorzábamos algunas veces á la mitad de la mañana, sentados á la sombra de un árbol, á orillas de una fuente ó de un arroyo! ¡Qué siestas tan dulces no tomamos, sirviéndonos de colchon nuestras capas tendidas sobre la fresca yerba!

      En cierta ocasion hicimos alto á medio dia en una frondosa pradera, situada entre dos colinas cubiertas de olivos. Tendimos las capas bajo de un pomposo álamo que daba sombra á un bullicioso arroyuelo, y arrendados los caballos de modo que pudiesen pacer, ostentó Sancho con aire de triunfo todo el caudal de su despensa. Los sacos contenian algunas municiones recogidas en el espacio de cuatro dias; pero habian sido notablemente enriquecidos con los restos de la cena que habíamos tenido la noche anterior en una de las mejores posadas de Antequera. Sacaba nuestro escudero poco á poco el heterogeneo contenido en su zurron y yo creí que no acababa jamas. Apareció ante todo una pierna de cabrito asada, casi tan buena como cuando nos la habian servido; siguióse un gran pedazo de bacalao seco envuelto en un papel, los restos de un jamon, medio pollo, una porcion de panecillos, y en fin, un sinnúmero de naranjas, higos, pasas y nueces: la bota habia sido tambien reforzada con escelente vino de Málaga. Á cada nueva aparicion gozaba de nuestra cómica sorpresa, dejándose caer sobre el césped con grandes carcajadas. Elogiábamos estremadamente á nuestro sencillo y amable criado, comparándole en su aficion á llenar la panza, al célebre escudero de D. Quijote. Estaba él muy versado en la historia de este caballero, y como la mayor parte de las gentes de su clase, creía á pie juntillas en su realidad.

      «¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un dia con semblante interrogativo.

      – Sí, mucho tiempo, le contesté yo.

      – Yo apostaria á que ha ya mas de mil años, replicó mirándome con una espresion de duda todavía mas marcada.

      – No creo yo que haya mucho menos.» El escudero no preguntó mas.

      Mientras al compas de sus gracias esplotábamos nosotros las provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi parecia un peregrino. Su entrecana barba y el baston en que se apoyaba anunciaban vejez; mas su cuerpo muy poco inclinado, mostraba aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de carnero, calzon de correal, botin y sandalias. Sus vestidos, aunque ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó á nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles, aun de la ínfima clase. Habia en nosotros disposicion favorable para recibir semejante visita, y así, por un impulso espontáneo de caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso de buen vino de Málaga. Recibiólo todo con reconocimiento; mas sin manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego


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