Volando Con Jessica. Giovanni Odino
Читать онлайн книгу.buen día.
Qué conversación más rara. Verás que esta vez encuentro de verdad uno que se ha comprado un helicóptero y quiere un piloto viejo y experto para que lo lleve a dar vueltas. Quizá… ¿por qué no?
Pamela me mira con curiosidad. Me pregunta:
—¿Buenas noticias? ¿Buscan un nuevo director en Alitalia?
—Un tipo, que por ahora no quiere decir quién es, quiere verme. Mejor ir siempre y ver de qué se trata, porque en una de esas mi vida podría dar un giro.
—¿Qué giro quieres dar? ¿Quién podría tratarte tan bien como nosotros?
—Cierto. Pues entonces voy para confirmar que es mejor no cambiar nada.
Pamela es joven y yo podría ser su padre. Seguro que no le intereso, pero es una de esas mujeres que necesitan sentirse importantes continuamente. Solo se siente tranquila cuando todos los hombres con los que trata, independientemente de la edad que tengan, le demuestran que ha despertado su deseo. Por eso le gusta hacer ostentación de las abundantes formas que le ha regalado la madre naturaleza. Con un rostro amable y sonriente, con el pelo corto y negro como la Valentina de los cómics de Crepax, y dos ojos del mismo color, porta con desenfado su pecho voluminoso y unas caderas en proporción. Tras las provocaciones, y una vez conseguido el comentario esperado, se acaba todo: le basta con eso. Yo lo he comprendido y entro al trapo.
—Si me proponen un buen sueldo, la mitad la usaré para pasar una noche contigo. «Motociclettaaa… dieci accapiii… è tua se dici sììì.. » —le canto a un palmo de distancia de su nariz.
—Anda ya, tonto —dice, pero se ve que está contenta con la proposición, aunque los dos sabemos que es un juego.
—¿Vas mañana?
—Has oído bien, tengo una cita.
—¿Con quién?
—¡Eh, para ya! Por ahora he prometido ser reservado, pero te prometo que serás la primera en saberlo todo. Sabes que eres la única sacerdotisa a la que podría confesar mis secretos más ocultos.
—¿Y a quién le interesan? —me grita mientras salgo de la oficina.
II
29 de mayo
Dejo mi viejo y leal Volvo en un aparcamiento cercano al metro. Tras un trayecto de diez minutos, me bajo en la estación Duomo. En una calle tranquila, muy cerca, como me habían dicho, encuentro el número siete. Es un lujoso palacete del siglo XIX. Al lado de la puerta hay una placa de bronce brillante: “Italo Martinelli-Sonnino – Abogado”. Me parece imposible que todo este edificio tenga un solo propietario. Estaría bien como sede de un banco.
Llamo al único timbre. Tras pocos segundos de espera un hombre abre uno de los batientes de la puerta.
—¿Comandante Cavicchi, supongo? —pregunta. Pero se entiende que sabe la respuesta.
Eraldo Cavicchi. ¿Usted es el abogado Martinelli?
—El abogado Martinelli-Sonnino —me corrige—, le espera en la biblioteca. Soy el mayordomo. Ayer habló conmigo. Por favor, sígame. Se aparta lo mínimo para dejarme pasar. Vuelve a cerrar la puerta y, sin decir nada más, se dirige hacia el interior de la casa.
Lo observo desde detrás: es alto y musculoso, lleva el pelo oscuro corto y está vestido al estilo de los Men in Black. No tiene nada de un mayordomo, más bien parece un guardaespaldas.
El mobiliario y los cuadros colgados en el largo y amplio pasillo y en la habitación a la que me lleva dan una información elocuente de la sólida riqueza del dueño.
—Buenos días comandante. Siéntese —me invita un hombre en cuanto entramos en una habitación grande amueblada como una vieja biblioteca aristocrática. Lleva un elegante traje de color gris oscuro que seguro que cuesta más o menos dos sueldos míos. Tiene el pelo blanco y largo hasta los hombros. Casi se confunde con el cuello de la camisa, abierto y por encima del de la chaqueta. Me parece que es pocos años más joven que yo: andará más o menos en los sesenta.
—Buenos días, abogado —respondo dándole la mano.
—¿Quiere un café? ¿Un licor?
—No, gracias.
El abogado mira al mayordomo, sin duda en espera de una orden. Sin decir nada, sale, cerrando la puerta detrás de él.
—Por favor, sentémonos —añade, indicando uno de los dos elegantes sillones dispuestos junto a una mesa baja—. No le haré perder tiempo y le diré ahora mismo por qué le he pedido verme: necesito un piloto de helicópteros, experto, de quien me pueda fiar, que me ayude con un proyecto extremadamente secreto.
Me mira con sus ojos de color de hielo, como para medir mi reacción. Ve mi expresión interrogativa y prosigue.
—Se lo pido a usted porque un empresario con quien he trabajado en algunas cuestiones legales complicadas, y de cuya opinión no tengo ninguna duda, ha colaborado con usted durante algún tiempo y me ha asegurado que usted es la persona justa.
—Gracias. Creo que sé de quién habla.
Sigue, sin reaccionar a mi comentario:
—Si le interesa este proyecto, sigo.
—Me interesa todo lo que sea trabajo, pero si no me explica qué es lo que necesita, no podré decirle si puedo aceptar.
—¿Puedo contar con su discreción y con que nada de lo que digamos saldrá de esta habitación?
—Puede.
El abogado me vuelve a mirar de manera insistente. Observo que su boca, de corte horizontal, tiene los labios muy finos.
—Necesito que me consiga un helicóptero sin placa. Un helicóptero que sea suficientemente grande como para transportar a cuatro personas dos kilómetros. Es fundamental que nadie sepa de su existencia —interrumpe brevemente su discurso, como esperando algún comentario. Como no lo hay, continúa—. Y querría, siempre con la misma discreción, que trabajara como instructor. Por todo esto le pagaremos correctamente. ¿Qué le parece?
Ese «pagado correctamente» es la información más clara que recibo. Lo demás sigue siendo demasiado poco para saber qué quiere.
—¿Qué quiere decir con «sin placa»? ¿Que no esté matriculado?
—Que no debe tener las siglas civiles, esas que tienen todos los aviones y los helicópteros, y que no se puede saber su procedencia en caso de que hubiera un control. Pero no quiero uno de esos helicópteros ligeritos, quiero un buen aparato que pueda hacer este tipo de vuelo, y con esa carga, sin problemas.
—No se puede comprar uno sin matricularlo. Si no quiere registrarlo en Italia, podemos intentarlo en otro país. Por ejemplo, uno de los muchos paraísos fiscales. Más o menos como sucede con los barcos.
—Ninguna formalización, ni siquiera en países extranjeros. Sabe, comandante, se me había ocurrido una manera de hacerlo. Dígame si es factible.
—Cuénteme.
—He pensado que un helicóptero está constituido de muchas piezas y, si se pudiera comprar estos separadamente y montarlos en casa, tendríamos un helicóptero normal sin que nadie supiera de dónde viene.
«No puede haberlo pensado él solo». Probablemente haya hablado con otros antes de hablar conmigo.
—Teóricamente... —respondo.
—He leído que han conseguido montar una metralleta de gran calibre comprando las distintas partes por internet.
—Sí, recuerdo historias parecidas. No es fácil, pero creo que se puede hacer. El problema es hacerlo en secreto. En las sociedades en las que se hacen estos trabajos hay visitas frecuentes de los inspectores del ENAC y de muchas otras personas del mundo aeronáutico. Todos