Volando Con Jessica. Giovanni Odino

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Volando Con Jessica - Giovanni  Odino


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famosa lógica de Sante. Incontestable y adaptable a la situación.

      —He visto que la bodega de la cooperativa sigue abierta. ¿Sigues yendo todavía?

      —Solo para comprar vino. De helicópteros hace siglos que no se habla.

      —No se estaba mal en los tiempos del consorcio. El trabajo era difícil, pero podíamos salir adelante.

      —Y en aquellos tiempos pagaban correctamente.

      —Pero tú decidiste quedarte a vivir en el pueblo.

      —Como decía antes, todos los sitios son iguales.

      —¿Estás listo? ¿Podemos irnos inmediatamente?

      —Listísimo. ¿A dónde vamos?

      —A Moncalvo, cerca de Casale Monferrato.

      —¿Moncalvo? ¿A hacer el qué?

      —Es que allí vive Aurelio y tenemos que hablar con él.

      Salimos del pueblo en dirección a Asti. Después tomamos la carretera provincial hacia Moncalvo.

      —Me han dicho que tiene un restaurante —dice Sante.

      —No exactamente. Tiene un pequeño bar de vinos con cocina, o una taberna con enoteca. Llámalo como prefieras, las dos versiones son buenas. Su mujer en los fogones y él en la sala. Salen adelante, pero conociéndolo... no sé. Veremos.

      —¿Ya no trabaja como técnico de helicópteros?

      —Me parece que lo ha dejado hace algún tiempo, pero no conozco los detalles.

      El resto del viaje hablamos del pasado, del presente, pero no del futuro, porque me voy zafando de los intentos de Sante por saber la razón por la que he organizado esta reunión. Le pido que sea paciente, es algo importante y quiero hablar de ello cuando estemos todos presentes. Lo convenzo y dejamos pasar el tiempo con recuerdos nostálgicos de helicópteros, mujeres y vuelos más o menos temerarios.

      Tras una media hora aparco delante de local de Aurelio. Tiene una puerta con los cristales completamente satinados excepto el texto: «Lara y Aurelio – Vino y pequeña cocina», transparentes.

      Entramos en una única sala de dimensiones limitadas que transmite una agradable sensación familiar. La pared de la izquierda está completamente llena de estantes llenos de botellas de vino que rodean la pequeña puerta de acceso a los servicios. Apilados en el suelo hay, en gran cantidad, cartones y cajas de madera con más botellas de vino y de grappa. Enfrente de nosotros está la puerta de la cocina, A los lados hay dos aparadores rebosantes de platos y vasos y dos neveras con las puertas de cristal. Uno está dedicado a los vinos que hay conservar frescos, mientras que el otro contiene una serie de postres en porciones.

      La pared de la derecha está cubierta con cuadros al olio que reconozco como obras de Aurelio. Le gustaba lidiar con los lienzos y los pinceles ya en los años en los que trabajábamos juntos.

      El local tiene solo ocho mesas, más una, al lado de un aparador, que vale por una oficina minimalista. Calculadora, bloque de facturas y terminal para las tarjetas de crédito indican su finalidad.

      —¡Eraldo, Sante! —exclama Aurelio cuando sale de la cocina. Una sonrisa enorme ilumina la cara sobre la que se agita su típica mata de pelo, ahora completamente blanca. Sigue siendo el mismo, a pesar de haber cambiado el mono de mecánico por un delantal grande típico de tabernero—. No podéis imaginar qué alegría me dais con esta visita.

      Nos damos un beso y nos abrazamos.

      —Finalmente se respira ambiente de helicópteros. Hoy os invito, pero no os acostumbréis —dice cogiéndonos bajo el brazo y acompañándonos a una mesa—. Sentaos y portaos bien. Voy a buscar algo de beber.

      Cuelgo la valiosa bolsa en el respaldo de la silla y coloco encima la chaqueta, como para protegerla.

      —¿Qué tal está Lara? —pregunto, acordándome de su mujer—. Voy a saludarla.

      —No te preocupes. Ya la aviso yo.

      Desaparece tras la puerta de la cocina. Reaparece un poco después acompañado de una apuesta señora morena de unos cincuenta años, de aspecto cuidado y movimientos enérgicos. Me levanto y me dirijo hacia ella.

      —Lara, estás fenomenal.

      —Queridos. Hace diez años desde la última vez que nos vinos.

      Nos damos tres besos en las mejillas, al modo francés.

      —Hace realmente mucho tiempo. Me alegra ver que estás en forma.

      —Eres guapísima. Aurelio no te merece —confirma Sante.

      —Y vosotros seguís siendo los mismos seductores.

      —Es la verdad.

      —Gracias, gracias. ¿Qué queréis comer? —pregunta, para acabar con la situación embarazosa.

      —¿Qué aroma es este que viene de la cocina?

      —A mí me vale, sea lo que sea. Se nota que es algo especial —confirma Sante.

      —Veo que olfateáis como perros de caza: es minestrone de Monferrato. No os dejéis engañar por el nombre, es un plato completo con carne y verduras. Mientras esperáis, ¿qué os parecen unas anchoas y un salami suave?

      —Perfecto —respondo con convicción.

      —Estamos en tus manos —reitera Sante.

      —Entonces está decidido —interviene Aurelio, que deja una botella de vino en la mesa—. Y para beber: Grignolino.

      Lara, que se ha acercado a la puerta del restaurante, mira fuera, vuelve a entrar, la cierra con llave y pone el cartel de «cerrado».

      —Así puede hablar mi marido con vosotros. En los platos pienso yo.

      —Esta mujer es mi esposa —dice Aurelio, que la abraza y la besa sonoramente.

      —Vale, vale. Ahora siéntate y déjame hacer.

      —Gracias, Lara. Por tu amabilidad —digo.

      Sante le hace el gesto del pulgar para arriba como signo de aprobación.

      ***

      —¿Cómo va todo, chicos? —pregunto. Decido dar un gran rodeo.

      —Antes de nada, brindemos por nosotros y por nuestro reencuentro —responde Aurelio, mientras llena los vasos con el vino espumoso de un delicado color rosa.

      Brindamos chocando los vasos.

      —Excelente —digo sinceramente, después de haberlo probado—. Se notan bien los aromas y los sabores afrutados y especiados.

      —He abierto una botella de las buenas, y hay más. Sabes, la ocasión es especial.

      —Has hecho algo bueno y justo —le dice Sante.

      —Como decía: ¿qué tal va todo? —retomo la conversación.

      —¿Cómo quieres que vaya? Como ves no estamos mal, tenemos clientes, aunque hoy es un día tranquilo. Pero echo de menos los helicópteros.

      —Yo no tengo nada que decir —responde Sante—, salvo que más que los helicópteros lo que me falta es un salario mensual.

      —¿Y tú? Tú sigues en el ajo: trabajas para aquella pequeña compañía en Alejandría, ¿verdad? —me pregunta Aurelio.

      —Sí, trabajo, pero sólo cuando me llaman. Un poco como instructor y algún que otro vuelo. Todavía tengo el coche de aquellos tiempos. Menos mal que es un Volvo.

      Un buen comienzo. Tienen la predisposición justa para intentar convencerlos y que acepten. Por encima de todo estoy contento de que Aurelio esté en tan buena forma, porque él se llevaría la mayor parte del trabajo físico y mental.

      La comida está


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