El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
Читать онлайн книгу.68 Gaceta del Gobierno nº 30, de 10/06/1822 (citada por Neves, 2014, pp.117-118).
69 Diário do Governo n. 28, de 05/02/1823.
70 Diário do Governo, 17/03/1823. Pouco depois, no número 69, de 27 de março de 1823, o Diário do Governo publicaria uma pequena —mas perfazendo um artigo de extensão considerável para um jornal— biografia de Cochrane, oferecida por um «Indagador».
71 Diário do Governo, n. 92, de 25/03/1823.
72 Diário do Governo n. 50, de 04/03/1825.
Con la mira puesta en el Perú: exiliados peninsulares en Río de Janeiro y sus expectativas políticas, 1821-1825
Scarlett O’Phelan Godoy
Pontificia Universidad Católica del Perú
1. San Martín, su ministro Monteagudo y la campaña antipeninsular de 1821-1822
Don José de San Martín, el militar argentino que lideró al ejército libertador en Chile y participó en las batallas de Chacabuco (1817) y Maipú (1818), fue despedido en Valparaíso por Bernardo O’Higgins, Director Supremo de Chile, el 20 de agosto de 1820, cuando enrumbó hacia el Perú a cargo de la Expedición Libertadora (O’Phelan Godoy, 2010, p. 17). Desembarcó en el puerto de Huacho el 9 de noviembre de 1820, e hizo finalmente su ingreso a la capital el 14 de julio de 1821, cuando «el apoyo a la independencia era general en todo el Perú» (Lynch, 1986, p. 270). En contraposición, un año después, la animación inicial por parte de la élite limeña parecía haberse esfumado o, en todo caso, había decaído notablemente. En efecto, el viajero inglés Gilbert Mathison, quien llegó a Lima en 1822, describió una atmósfera política en la que «no se sentía el espíritu de nacionalidad y el entusiasmo patriótico». ¿Qué había sucedido en el año que siguió a la declaración de la independencia, jurada el 28 de julio de 1821 en la plaza mayor de Lima?
Tengo la impresión —como ya he señalado anteriormente— de que si fuera necesario trazar una línea divisoria entre la inicial apertura y el posterior repliegue de la élite limeña frente a la causa de la independencia, habría que plantearla en términos de un antes y un después de la álgida campaña antipeninsular que encabezó el ministro de San Martín (O’Phelan Godoy, 2001, p. 381), el abogado tucumano graduado en la universidad de Chuquisaca, Bernardo Monteagudo (Halperin Donghi, 1985, p. 154). No cabe duda de que Monteagudo se convirtió en Lima en el brazo derecho de San Martín y, al pasar el Protector del Perú largos periodos recluido en el palacio de La Magdalena, aquejado por problemas de salud, era el ministro tucumano el que tomaba las riendas del gobierno y tenía carta blanca para materializar sus medidas draconianas (Ortemberg, 2014, p. 249).
Admitamos que la alternativa de un proyecto monárquico para el Perú bien pudo haber resultado en un comienzo atractiva para la élite limeña, sobre todo si se trataba de la nobleza; pero la inesperada implacabilidad demostrada por Monteagudo contra los peninsulares generó anticuerpos en vez de propiciar un acercamiento (O’Phelan Godoy, 2001, p. 381). No en vano el ministro tucumano era descrito como un «hombre muy hábil y celosísimo patriota, pero que además de ser impopular por sus maneras, era enemigo acérrimo de toda la raza española» (Hall, 1971, p. 262). Se entiende entonces que, con ocasión de colocar la primera piedra de un monumento nacional en conmemoración de la independencia del Perú, Monteagudo enfatizara en su discurso, pronunciado en 1822, «que en el curso de unos meses esperaba desterrar del Perú a todos los tiranos y pillos españoles» (Mathison, 1971, p. 317). Y es que un factor que inquietaba profundamente al ministro de San Martín era la exagerada concentración de peninsulares que residían en el Perú y controlaban sus recursos económicos, a diferencia de su presencia menos significativa y con menor incidencia en otros espacios coloniales73. Así, en sus Memorias, Monteagudo señalaba que había empleado todos los medios que estaban a su alcance «para inflamar el odio contra los españoles; seguí medidas de severidad y siempre estuve pronto a apoyar las que tenían por objetivo disminuir su número y debilitar su influjo público y privado» (Romero & Romero, 1985, p. 168). De allí la gama de adjetivaciones que se acuñaron contra el ministro, a quien se calificaba como despótico, irreligioso, insolente, lascivo y abominable extranjero (Ortemberg, 2014, p. 282).
La férrea actitud de Monteagudo sobresaltó a criollos y extranjeros. Más aún teniendo en cuenta que San Martín había prometido que la independencia no traería, necesariamente, desastres para los peninsulares (Lynch, 2009, p. 165). Como describe Mathison, quien circunstancialmente se encontraba en Lima el 2 de mayo de 1822, las garantías que en un principio se habían otorgado a los residentes peninsulares quedaron suspendidas, siendo los españoles «arrastrados fuera de sus camas ante una advertencia inmediata, sin que se les permitiera llevar consigo ni siquiera una muda de ropa blanca. No menos de seiscientos individuos de todos los rangos, según se dice, fueron arrancados violentamente del seno de sus afligidas familias» (Mathison, 1971, p. 307). El viajero escocés Basil Hall complementa esta información destacando que los deportados «marcharon a pie hasta el Callao, rodeados por guardias y seguidos por sus esposas e hijos, de quienes no se les permitió despedirse antes de ser empujados a bordo de un barco que inmediatamente se hizo vela para Chile» (Hall, 1971, p. 262).
Ya en el mes de diciembre de 1821 era posible percibir un activo tráfico de pasajeros que se embarcaban con destino a Guayaquil para luego proseguir viaje a España. Así, el día 6 se registraron 85 individuos que iban como pasajeros en la fragata inglesa Harleston, entre los que se encontraban don Pedro Gutiérrez Cos, obispo de Huamanga, junto con su secretario, don Hermenegildo Cueto, «todos con la licencia necesaria»74. El día 11 la fragata nacional «Dolores», incluía entre sus pasajeros a don Gaspar Coello, con un sirviente; al capitán don Pedro González con su esposa y un asistente; a doña Gertrudis Coello con dos hijas y un sirviente; a doña Mariana Lemus y su hijo; entre otros75. Hubo, por otro lado, quienes siguieron la ruta vía Valparaíso o Talcahuano. Tal fue el caso de los pasajeros de la fragata norteamericana Océano, la cual sirvió de transporte a doña Nieves Ballona, con su esposo y sus ocho hijos; a doña Narcisa Quiroga y sus seis hijos y a doña Antonia Flores con dos hijas y un sirviente76. El éxodo fue, a estas alturas, de familias completas, incluyendo a los allegados como secretarios, asistentes y sirvientes. No obstante, este hecho no implica necesariamente que cada embarcación que zarpó de la costa peruana en 1822 llevara a bordo emigrados peninsulares (Anna, 1979, p. 184).
Lo cierto es que, a pesar de la salida masiva de peninsulares, desde el mes de abril de 1822 existía el temor —fundado o no— de que los realistas iban a recapturar Lima, y se expandió el rumor de que en la capital se estaba urdiendo una extensa conjura con el fin de convocar a una insurrección general que debía estallar simultáneamente al reingreso del ejército realista (Mathison, 1971, p. 292). Dentro de esta atmósfera de resquemor frente a la presencia peninsular, se entienden a cabalidad las radicales medidas decretadas que prohibían a los españoles portar armas o bastones y usar capas bajo las cuales pudiesen ocultar el rostro y las pistolas o sables con que se protegían. Además, se les ordenó permanecer recluidos en sus casas después del Ave María (Mathison, 1971, p. 292). Eventualmente se llegó a proscribir las reuniones de dos o más peninsulares en lugares públicos o privados, para prevenir que fraguaran una conspiración (Guerrero Bueno, 1994, p. 19).
Si bien la experiencia traumática de acorralamiento a la que fue sometida la élite de Lima se produjo durante la administración de Bernardo de Torre Tagle, su «ofensiva y cruel ejecución» se atribuyó exclusivamente a Bernardo de Monteagudo (Hall, 1971, p. 263). Fue la persecución sistemática que el mencionado ministro promovió y encabezó la que, de acuerdo al consenso, provocó el éxodo masivo de peninsulares, que retornaron a España directamente o haciendo escalas, pagando altas cifras por sus pasaportes, o se acantonaron en busca de resguardo en los Castillos del Callao o la fortaleza del Real Felipe (Anna, 1979; 1972, p. 660). En este sentido, es posible observar que con