Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado

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Sesenta semanas en el trópico -  Antonio Escohotado


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indio. Su mediación me procuró una bolsa ni grande ni pequeña, capaz de colocar bastante pero de un material húmedo y con semillas a granel, francamente incómodo de manejo. Jamás había visto hierba tan aplastada y como mojada, que requiere deshebrarse para mezclarla con tabaco, y aun entonces tiende a apagar el pitillo sin pausa. Johnnie no quiere ni hablar de buscarme el famoso caballo blanco de estos lugares, alegando que «la clase de gente» relacionada con su uso es muy poco recomendable. Tampoco se aviene a encontrar lo que antes llamaban ice y ahora llaman iabba, que es un poderoso estimulante (dexanfetamina) consumido por camioneros, peones y el tipo de infeliz que emplea crack en los Estados Unidos. Como alternativa sugiere una cocaína muy cara, propia de «gente más recomendable». Nada podría interesarme menos.

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      Limitado así mi botiquín, pero repuesto del largo viaje, la terapia antimelancolía sugiere entregarse a masajes —reeditando las ya vetustas promesas de Emmanuelle Arsan—, mientras un sentimiento más parecido a la obligación propone echarle una ojeada a la ciudad. Conozco los alrededores del hotel, agobiantes en medida considerable por la combinación de mal olor variado, muchedumbres peatonales y conductores que intentan meterle a uno en sus sospechosos vehículos, desde triciclos con motor a limosinas. Para desbordar ese estrecho perímetro hacia alguna parte visito la Capilla del Buda Esmeralda, aunque todo tipo de templo —y especialmente los monoteístas— suela causarme fastidio e incluso ataques de alergia cutánea, como a los denostados Dracul de Transilvania. Este templo no es aparentemente monoteísta, y en realidad se dedica a un mortal tan frágil como el príncipe Sidharta, aterrado ante ciertas circunstancias —dolor, decrepitud, soledad— que otros dan por elemental lote de la vida. Ya en estado agónico, Hércules propuso abandonar con alegría un don que no pedimos, convirtiéndose en héroe del estoicismo. Sidharta Gautama, héroe del budismo, propuso el desapego mucho antes de acercarse al estado agónico, ya de joven. A Hércules apenas le erigieron santuarios, mientras al Buda siguen erigiéndole santuarios grandes y pequeños en cada casa, como al Crucificado.

      Sin embargo, es más fácil renunciar a la vida muy poco antes de perderla que casi desde el principio, cuando está en gran medida por delante. Hace falta mucho descontento para renunciar firmemente y por principio a los deseos, hasta el extremo de llamar feliz («buda») a quien logra su aniquilación («nirvana»). A los que no fueron bendecidos por el vigor ascético del Maestro ¿qué les queda sino introducir hipocresía en su «espiritualidad»? Visto desde esa perspectiva, todo lugar consagrado es un enclave del enemigo tanto como Fátima y Lourdes. Inmersos en planes de renuncia meramente verbales, sus feligreses olvidan que sería digno morir de viejo, por accidente o suicidado, en vez de haciendo cola para perpetuar miserias. Un alto grado de hipocondría quizás sea inseparable del fervor por alguna religión positiva.

      Por lo demás, la capilla del Buda Esmeralda —encuadrada dentro del complejo que llaman Grand Temple— merece visita, aunque sólo sea para comprobar hasta qué punto los amos orientales dispensan a su plebe obras de orfebrería y arquitectura, no tan lejanas al museísmo de repúblicas laicas. Allá en lo alto, como un pigmeo hecho todo de jade y sentado en un trono de oro, el Maestro corona una sala de grandes dimensiones donde ningún centímetro carece de lujosos adornos. Rodea su altar un ornamento parecido a las afiligranadas custodias de algunas catedrales europeas. El trabajo de tantos artesanos resulta especialmente apreciado por quienes hacen ofrendas, o rezan a iconos particulares con gesto de devoción intensa. Paredes, techos y suelos se adaptan al propósito de mostrar o aparentar que absolutamente todo está hecho de marfil, piedras y metales preciosos, cosa notable teniendo en cuenta que el templo celebra al más ascético de los mesías conocidos, un puro eremita. Para no mostrarse irrespetuoso con este fakir el visitante debe descalzarse y vestir con decencia, evitando manga o pantalón cortos y calzado por donde asome parte del pie (sandalias). La elección es descalzo o con zapato cerrado.

      Para el laico ambas opciones son insatisfactorias. Los pies se cuecen dentro de un zapato, o se abrasan —además de ensuciarse indeciblemente— si van al aire. Con los míos cocidos, buscando refugio para el pavoroso sol de poniente, el taxi que me trajo desde el hotel ofrece una atmósfera gélida y chorros de aire acondicionado dirigidos al pecho. Siendo él un devoto budista, pregunto si Buda es un hombre o un dios. Tras breve pausa responde que fue un hombre, y murió. Pregunto entonces por qué es tratado como si fuese un dios, y supongo que está pensando largamente su respuesta. Pero me equivoco, porque su siguiente alocución es proponer que visitemos otros templos, o la gran tienda gubernamental dedicada a vender joyas. Rechazo ambas cosas, y como el tráfico de esta ciudad resulta lento hasta la exasperación tengo tiempo de leer algunas enseñanzas del príncipe Sidharta. Según parece, su primera iluminación le puso de manifiesto que:

      De la ignorancia vienen los sankharas.

      De los sankharas viene la conciencia.

      De la conciencia vienen el número y la forma.

      Del número y la forma vienen las seis provincias.

      De las seis provincias viene el contacto.

      Del contacto viene la sensación.

      De la sensación viene la sed.

      De la sed viene el apego.

      Del apego viene la existencia.

      De la existencia viene el nacimiento.

      Del nacimiento vienen la vejez, la muerte, la tristeza, los lamentos, el dolor, el abatimiento, la desesperación.

      Mi texto no aclara qué sean los sankharas, si bien su situación —entre la ignorancia y la conciencia— ya sugiere algo. Otras páginas me desorientan por el uso meramente ordinal del número. Hay seis provincias, ocho sendas para evitar el karma o causalidad,1 treinta y cuatro residencias, trece defectos, ciento siete peligros, sesenta y ocho desviaciones. Cuando la cantidad no deriva de alguna cualidad previa se convierte para el occidental en una determinación arbitraria, mareante. Como decía Spinoza, ninguna esencia puede ser 21, 7 0 244.

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      He tenido bastante de estupas, incienso, purpurina, guardianes-dragón de grandes dimensiones y otras lindezas sacras, siquiera sea hasta hacerme con algunos conocimientos sobre antropología, historia y economía del país. De hecho, mi zozobra sentimental bien podría ser a fin de cuentas andropausia, una senilidad que llama a no practicar renuncia alguna; a escapar de la desesperación precisamente por la otra puerta del escenario. Tras recorrer un enclave de compraventa sacra toca visitar lugares de compraventa carnal, establecimientos que el credo budista define como «impropios» no sólo para el clérigo sino para el laico. Por otra parte, no puedo salir del hotel sin que se me pegue el taxista de ayer, que hoy me presenta a su obeso tío como cicerone excepcional, provisto de un coche más amplio y presto a hacer precios mínimos para cualesquiera carreras. Como en otros lugares poco industrializados, aquí se patrimonializa hasta la relación más episódica.

      Hoy me dejo llevar por ese sujeto a cierto antro lleno de turistas borrachos, la mayoría italianos, donde unas infelices abren botellas de Coca-Cola con la vagina (sólo Dios sabe materialmente cómo) y lanzan pelotas de ping-pong usando el mismo órgano. Una se mete allí muchas cuchillas de afeitar unidas por un hilo, y otra usa su genital para dar chupadas a un cigarrillo, objeto que cierto parroquiano chillón apura luego con aparente deleite. Me abochorna colaborar en la existencia de pocilgas humanas, aunque sólo sea por haber pagado entrada. El nuevo taxista es sin duda un cetáceo maligno, pero desasosiega pensar que tengo por delante muchos meses de ser un supuesto ricacho a desplumar, gracias al cual prosperan lugares así e incluso crímenes tan abyectos como la corrupción de menores.

      De vuelta al hotel, veo que en un pequeño solar muy próximo se arremolinan adolescentes de ambos sexos. Ya es medianoche pasada, y pregunto a uno de los porteros qué pasa. Contesta que es «cine privado». Viendo que no entiendo su explicación, añade:

      —Algunos comerciantes indios alquilan un televisor con vídeo, junto a paquetes de tres películas. Veinte o treinta jóvenes se reparten el precio, y pasan la noche entretenidos. Durante el día muchos trabajan por aquí, en tiendas y oficinas.

      Como el evento está a unos pocos metros (y


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