Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado

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Sesenta semanas en el trópico -  Antonio Escohotado


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solar se divisa un aparato rodeado por televidentes, unos pocos acomodados en sillas plegables y el resto de pie o sentado en el suelo. Deben estar al final de la primera película, o al comienzo de la segunda. Lo que ahora proyectan pertenece sin duda al género llamado de acción, con coches en llamas y grandes explosiones.

      8/8

      Nuevo encuentro con el sastre bilingüe. Al parecer, la obsesión antidroga corre pareja aquí con una enorme oferta, que añade a marihuana y a la heroína blanca (o «tailandesa») cantidades no menos formidables de estimulantes anfetamínicos, cuyo comercio se persigue con especial rigor. La televisión retransmite semanalmente ejecuciones de traficantes, un espectáculo que las autoridades consideran «disuasorio», aunque la pena capital por estos asuntos lleve medio siglo en vigor aquí. El gobierno inserta también anuncios televisivos y murales como el que dice «Las drogas nunca ayudaron a los afortunados».

      Una parcialidad semejante conduce de inmediato a la parcialidad inversa —esto es, que las drogas ayudan a los desafortunados—, confirmando la observación hegeliana de que nada real cabe en un juicio remotamente parecido al de A es B. Y aunque este año en Asia puede hacerme cambiar de idea, Tailandia pasa por ser en el Sureste lo que Colombia es en Iberoamérica: un centro de refinado, empaquetado y exportación de drogas ilícitas al resto del planeta. A juzgar por las declaraciones gubernamentales, ni la policía ni el ejército tienen la menor implicación en el tráfico, y sólo unos pobres diablos dirigidos por extranjeros (ante todo birmanos y laosianos) se dedican a mover toneladas de heroína por estos andurriales. Al mismo tiempo, es conocido el nexo entre severidad legal y contaminación institucional en lo relativo a tráfico de drogas, y buena parte de los países que lo castigan con pena de muerte no sólo son productores sino exportadores. La severidad legislativa funciona como advertencia dirigida a foráneos y a toda suerte de meros aficionados, que mejor se abstendrán de intervenir.

      9/8

      Allá por los años cincuenta, los españoles inquietos ansiábamos oír las primeras guitarras eléctricas antes que el menú habitual de Juanita Reina o Antonio Molina, si bien era muy infrecuente que esas grabaciones se escucharan por la radio y en lugares de baile, donde sonaban boleros, rancheras y pasodobles. Luego vino Presley a fundir country blanco con rythm&blues negro, y apareció un rock que pronto obtuvo difusión universal. Lo que había de música campera anterior a Elvis siguió reservado a yanquis, aunque a través de Dylan y los grandes grupos ingleses irrumpiese algo después en Europa. De modo que cuando llegué a Bangkok esperaba oír de fondo cualquier cosa, desde las campanitas disonantes para nuestro oído a productos en la línea disco o tecno. Pero el hilo musical en tiendas y ascensores, las cassettes preferidas del taxista e incluso los grupos que tocan en vivo reproducen más bien el viejo country de Hank Williams y Jimmy Rogers, sin decidirse aún a dar el salto hacia manifestaciones posteriores del fenómeno. El coffee-shop del hotel ofrece por las noches una banda de tres filipinos (dos hombres y una mujer, ayudados por una caja de ritmos) que toca como los ángeles ese senecto estilo, aunque su público sean cuatro o diez distraídos clientes. Y al escucharla —aguzado el oído por la hierba del país— uno disfruta de la nitidez y la pausa, esos elementos musicales abolidos desde el punk. Pocas notas, de diferente duración y separadas por silencios, son lo opuesto de atropellarse muchas, largas y cortas, sin mediar silencio alguno entre ellas.

      Romper con lo nítido y lo pausado puede atribuirse al rock mismo, que quiso hacerse más irresistible o abrumador con el curso de los años, sin conseguir otra cosa que un trueque de ligereza por pesantez. Pero lo heavy, a despecho de su evidente infantilismo, no está reñido con declaraciones musicales claras, e incluso cabe decir que algunos grupos de esa cuerda tocan a veces (muy pocas desde luego) con claridad. Me inclino a pensar, pues, que el gran barullo borroso, con alguien que vocifera sin pausa, viene de confundir ese compás con una filosofía vital, trasladable ad libitum sobre pentagrama mientras su adepto suba el volumen de los amplificadores y acompañe el voluntarismo con señales de autenticidad, también llamadas «alma de rock & roll». Cualquiera podía hacerlo mientras tuviese desenvoltura y ruido de fondo sostenido, como empezaron probando los Sex Pistols. Así, durante dos décadas componer y tocar se democratizó en extremo, liberándose de la tirana inspiración y la trabajosa formación. Su contrapartida sería cambiar declaraciones musicales precisas por coreografías centradas en identidades de barrio.

      El estilo campero americano empezó a parecer hortera en Europa ya a principios de los sesenta, no sin motivo. Es en realidad un vals apto para gente un tanto sencilla de espíritu, con letras que hablan de propia estima en coyunturas adversas. Su diferencia respecto de otros géneros con letras que narran des dichas está en el contrapunto de un compás sin tortura ni suspense, parecido al trote de un caballo, donde el componente melancólico no le arruina su positividad básica a quien soporta las contrariedades robustamente. Di a Laura que la quiero, la antigualla de ese tipo que más veces he oído sonar por aquí como tonada de fondo, cuenta la historia de un conductor de coches de carreras que se estrella, y quién diría que iba a sonar ahora tan bien o mejor que entonces, a tantos kilómetros de su sede. Desde esa perspectiva, hasta inspirados pioneros del rock como Chuck Berry o Jerry Lee Lewis parecen vendidos en demasía a las metas del guateque.

      Pero sospecho que el rock se merece la decadencia. Sexista, efectista y trivial, largas décadas de hegemonía no le evitan estar sumido en estado de coma o poco menos. Hoy sigue pareciendo innecesario tener inspiración o estudiar armonía, si bien ya no es forzoso cubrir la falta de declaración musical con notas que se atropellan. Ahora el DJ elige un pasaje de cualquier grupo previo —digamos la línea del bajo en una canción de Pink Floyd—, la recicla a voluntad con sintetizadores y usa ese material como soporte, complementado en vivo por manipulaciones de otros discos, un micrófono con filtros y toda suerte de elementos pregrabados, produciendo una pieza modificable a cada instante, que ofrece a su pastillero público sonoros crescendos terminados en diminuendos muy sutiles, desde los cuales el tema se reconstruye poco a poco hasta alcanzar un nuevo clímax.

      Ajeno a ambos extremos, prolifera por estas tierras un estilo en buena medida paleto —oriundo del sur norteamericano—, que a los europeos e iberoamericanos no les vende hoy ni medio CD. El cartesiano apuntará como motivo la embajada norteamericana, un sólido edificio situado en el centro de Bangkok que fue construyéndose mientras crecía la guerra de Vietnam. Pero seguir a los Estados Unidos en gustos le pasa a casi todo el mundo, especialmente cuando somos adolescentes. Le debo a mi santa madre el primer giradiscos o picú; y le debo a Bangkok que los discos de aquel picú hayan resucitado, gracias a un trío que interpreta divinamente el estilo campero de los yanquis. Esa música dulce, pausada y casi siempre ñoña, impermeable a modas, tiene la virtud de otros tantos géneros sin pretensiones: más o menos inspirada, cada canción apoya su letra mediante una melodía precisa, reforzando la nitidez del conjunto con silencios más o menos prolongados. Sin velos coreográficos, practica un orden de intervención y pausa que el rock fue olvidando progresivamente, hasta dar con sus huesos en la cárcel del barullo.

      10/8

      Thai significa «libre», un adjetivo que no tienen ni los chinos ni los indios. Para un chino, pobre o rico, lo equivalente sería «firme y correcto»; para un indio, quizás «compasivo» o «sereno». Según las guías, para el indochino —y en particular para el tailandés— ser libre es sinónimo de dignidad y contento. Obligados a luchar contra birmanos y jemeres de Camboya, los thai se sienten más orgullosos de haber sabido torear las ambiciones expansionistas de esos vecinos que de haberles derrotado en campos de batalla. Por otra parte, «libre» designa —como en Grecia y Roma— a la persona que nunca fue esclava o que obtuvo en su día una carta de manumisión. Otra cosa es el culto a la libertad como valor político supremo, tan característico de sociedades avanzadas.

      Eso sugieren los primeros datos sobre temperamento nacional, tomados de algunas guías voluminosas y del excelente Bangkok Post, un periódico con escasa tirada (en torno a 50.000 ejemplares) que recibe el papel gratis del gobierno. Albergo dudas sobre la existencia de temperamentos nacionales, pero acabo de llegar y debería parecerme lo más posible a una esponja. Paso los días sentado en la mesa de un café u otro, viendo pasar a la gente, tragando polución y comiendo los picantes alimentos que ofrecen, mientras apuro la History of Freedom


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