Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado
Читать онлайн книгу.le presentó a su hermana, de la cual quedó prendado al instante. Ella aceptó su admiración, y en la pequeña cabina del barco se amaron. Volvió a Málaga, donde le esperaban dos hijos, gobernados por su augusta madre. Meses después estaba de nuevo en Melilla, desayunando con una mora preñada. Todo iba bien, sobreabundante de afecto, y a la casa de la costa norte añadió una casa en la costa sur. Hijos y madres le recibían con júbilo, hasta que el demonio de la verdad empezó a roerle el alma. Cierto día resolvió que se debía a la familia más antigua, y entre lágrimas se lo dijo a su gente de África. Cuando fue infiel a esa promesa, andando el tiempo, encontró a sus niños crecidos, a su hurí más bonita y devota que nunca. Mandó recado de que se embarcaba en una larga singladura, pero le escribieron de Málaga diciendo que se compadecían de su mentira y seguían queriéndole. Era inevitable visitarles, para llorar lo que fuere preciso, y tomó el ferry a su tierra. En mitad del Estrecho estaba cuando se le paró el corazón. Pudo pedir que le enterrasen allí, en el elemento donde había vivido, y así se hizo. A merced del mar de fondo, sus restos unas veces miran hacia una casa, otras a la de enfrente.
Ayer soñé con las últimas líneas de esta historia. Reposaba inestablemente, entero e inerte, sobre un fondo de arena. Un mar surcado por burbujas como de vino ofrecía estampas de una familia o la otra. Todos eran felices salvo mi corazón, que estallaba de amor y pena. Es una aflicción que no viene del miedo. Duele el amor mismo, quizás como duelen miembros amputados mucho después de perderse. La nostalgia mata así.
19/8
Los musulmanes, tan ajenos a costumbres republicanas, habrían esquivado la tragedia viviendo con ambas esposas. El harén evita esa lucha a muerte de las reinas en colmenas y hormigueros, solventando las pasiones del varón como un corral de gallinas solventa las del gallo. Ya me gustaría saber hasta qué punto las musulmanas así reunidas aprovechan el redil común para cooperar.
Lo inadmisible del serrallo es que sea un recinto guardado por eunucos. Evitando su involuntariedad, la institución podría hasta injertarse en sociedades libertarias, donde la principal novedad serían harenes de hombres sufragados por damas de sangre cálida y recursos económicos suficientes. Obsérvese que las trabas a tal efecto son hoy de tipo jurídico, y concretamente la normativa sobre convivencia y sucesión marital prevista por nuestros códigos civiles. Desde el punto de vista de las «buenas costumbres y moralidad reinante», el harén es cosa de niños si se compara con matrimonios homosexuales, bazares porno y el resto de licencias conquistadas por Occidente en este orden de cosas.
Algo me dice, con todo, que si las mujeres occidentales pudieran elegir entre la normativa actual sobre matrimonio y otra preferirían masivamente la monogamia, quizás reafirmadas por el cebo adicional de un lucrativo divorcio cuando el marido salga rana en un sentido u otro. Compartir un esposo les resulta más antinatura que a muchos hombres compartir una esposa, como sugiere la apacible poliandria africana. Mi admirado Carlos Moya interpreta la historia occidental como un largo proceso de domesticación de la mitad masculina por la mitad femenina. Esto matiza el discurso de Caliclés en el Protágoras platónico, tan enfáticamente asumido luego por Nietzsche; a saber: que el nervio de las sociedades consiste en una permanente conjura de los débiles para someter a los fuertes. Su símbolo es el destino de Hércules, cuya vida discurre trabajando para ociosos y enfermizos monarcas (en más de una ocasión femeninos).
Eurípides aprovechó la poligamia ateniense para tener dos esposas, si bien se dice que esto le envenenó la vida. Aspiraciones y decepciones resuenan en Bacantes, su última obra, donde las mujeres abandonan el hogar para lanzarse a caníbales orgías por los montes. Aprendiendo de la madre y de la novia —como aprendemos— la devota entrega a un ser querido, es temerario fantasear siquiera con entregarse maritalmente a más de una. Los machos animales luchan por las hembras a muerte, aunque compartir les reportaría ventajas. Las hembras animales pueden pelear o no entre ellas, pero la hembra humana luchará denodadamente para conseguirse un compañero exclusivo. Cierta inocencia astuta hace que entregue su corazón a uno solo, pues únicamente disfrutando de tanto dar y recibir entenderá el varón las reglas del tú, sólo tú. El juego consiste en amar hasta el fin, trascendiendo ocasionales apareamientos.
Menos personalizado, el imperativo biológico sugiere perpetuarse a toda costa. Dentro de esos confines, la alternativa al juego monogámico es el poligámico, antes extendido por toda la Tierra y hoy apenas vigente en feudos mahometanos, donde hasta hace poco sultanes y visires tenían centenares o docenas de esposas. Aún actualmente, para los jeques el amor puede ser una agradable sorpresa, nunca la primera condición de un vínculo. Pero están listos si creen que las amenazas de muerte preservarán mucho más tiempo sus compraventas maritales. Una actitud algo menos machista reina por estas tierras. Cierto profesor tailandés de universidad, que enseña antropología, me dice al respecto:
—Los matrimonios por amor no duran, salvo que haya complicidad mental. Un matrimonio no sobrevive si está basado en la atracción física.
Algo muy semejante pensaban mis abuelos, cuando el divorcio era imposible. Mientras su origen sea cosa distinta de una explosión amorosa, el matrimonio tolerará casi cualquier independencia práctica de los cónyuges, y por eso mismo está llamado a pervivir hasta la viudez. Si viene de amor resulta más frágil. Pero suspender la promesa de afecto conyugal añade al ánimo cambiante de cada día una sombra melancólica. Ahora miro a las parejas de viejos con envidia: mejor o peor preparados para morir, e incluso mejor o peor avenidos, haber pasado toda la vida juntos debe llenarles de ternura y confianza, incluso de orgullo. Echo de menos un mañana obligadamente rendido o previsto como alternativa, aunque el hoy esté lleno de libertad.
Samui
Los recurrentes señuelos de playas paradisíacas me pusieron sobre la pista de Koh («isla») Samui. Pude haberle dedicado mucha más atención al tema, visitando agencias y quizás preguntando en la embajada española. Pero la languidez me tenía postrado en el cuarto, con esporádicas incursiones a la piscina o a alguno de los restaurantes inmediatos, y deposité mi suerte en manos de la agencia de viajes del hotel. Me dijeron que en Samui no llovía ajora tanto como en Pukhet o Krabi, que estaba más virgen de turistas, y que tenía de todo a buen precio. La alternativa no rigurosamente selvática era Pattaya y su costa, donde se concentra el turismo sexual de todo este país, algo demasiado turbador para mi andropausia
De modo que hago por segunda vez las plomizas maletas —con libros para un año— y salgo hacia el aeropuerto. Es un día inusualmente claro y limpio en Bangkok, sin tráfico apenas, porque el cumpleaños de la reina ofrece la única vacación anual para muchos empleados. Llego en media hora, pago sin rechistar el enorme exceso de peso, y sufro con algo menos de filosofía la falta de aire acondicionado en la turbohélice de Bangkok Airways, un tipo de avión que sólo se refrigera en el aire. No recuerdo tanto calor ni dentro de una sauna, pero con buen ánimo casi cualquier cosa resulta tolerable.
El aeropuerto se revela rústico, coqueto y pequeño. Admirarlo casi hace que no vea al chófer del hotel donde la agencia me reservó dos noches, el Lamai Yatch Club. Y aunque la mención a yates —como la de un golf— intimida al viajero con pocos posibles, el sitio ofrece ventajas manifiestas sobre Bangkok. Situado junto a una pequeña playa donde alternan arena blanca y rocas, sus instalaciones se reducen a una pequeña recepción y varios bungalows espaciosos, algunos situados junto al mar y otros en segunda o tercera línea. Ningún estruendo mecánico turba un silencio rasgado ocasionalmente por el croar de ranas y grillos, salvo que el huésped ponga en marcha su aire acondicionado. El ocaso trae chubascos tímidos, y con el último resplandor del cielo enveredo hacia el restaurante, construido sobre el rincón sur de la estrecha rada, a escasos metros de una lámina marina casi inmóvil, que resulta grisácea a esa luz. No hay sombra de oleaje, sólo un minúsculo e inaudible rizo en el borde del mar que toma contacto con la tierra. El establecimiento —algo humilde para un Yatch Club— está formado por una barra ovalada, varias mesas en torno a una piscina con forma de riñón y un techo cónico de uralita transparente, cuya utilidad se demuestra ahora mismo, evitando que estemos a merced de la lluvia.
Hay una docena de pesqueros nocturnos, con poderosos reflectores apuntando hacia abajo, a escasa distancia de la playa. El