Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado
Читать онлайн книгу.por el yodo salino. Lo quiero a la parrilla, con alguna salsa aparte, para poder separar sin velos cualquier espina. Sin embargo, recibo una pieza arqueológica, carbonizada por fuera y cruda hasta la frialdad por dentro, congelada y descongelada en tantas ocasiones como corresponde a un dorado de diez kilos cuando la clientela resulta escasa.
La lluvia percute sobre la uralita transparente del techo, las maletas duermen sin ser abiertas en la habitación, y el trabajo desde mañana será buscar otro acomodo. Temo que la hierba de Bangkok invoque mal rollo, con patéticos arrepentimientos, y recurro al infalible rohipnol. Hasta caer en brazos de Morfeo ojeo los Principios de economía política de Menger. Pero el libro es apasionante y me tiene en vela varias horas, demasiadas para no llegar tarde al desayuno.
21/8
Envuelta en vahos húmedos, la mañana no trae alivio. Gente fea o triste —francesa fundamentalmente— está sentada en torno al bar de la playa, con algunos niños escuálidos u obesos entrando y saliendo sin parar de la piscina. Decido catar las tibias aguas marinas, pálidamente pardas, y los pies descubren una extensión ilimitada de piedras resbaladizas a causa del limo. Reservas espartanas sugieren nadar al estilo mariposa hasta donde llegue el aliento, que es muy poco. Ya en la arena, hago incluso un conato de viriles flexiones, que preparen para los desafíos futuros. Aún alicaído, pero duchado, voy a la carretera en busca de taxi y topo con un chamizo donde venden cerveza mucho más barata que en el hotel. Bernie, un suizo alemán que me pareció de mis años (simple delirio, pues tiene quince menos), se lamentaba allí por la discriminación.
—Si uno es tailandés paga 20 bahts por viajar en un taxi colectivo, y 100 por un taxi. Si es de cualquier otra parte paga tres o seis veces más. Lo mismo pasa con hoteles, casas de alquiler y hasta cerveza.
Fue un comentario desalentador, justo antes de alquilar una especie de vespino a la propia camarera del quiosco. Se sumaba el incordio de que condujesen por la izquierda, como los ingleses, y con aparente temeridad, pues necesito un sitio con Internet para mandar dos artículos a Madrid. Ya sobre ruedas, empieza a llover y llego tiritando a una aldea, donde paso sin solución de continuidad a cierta habitación sofocante y tengo el primer contacto con la red en Asia. Pequeñas tiendas de carretera, provistas de dos o a lo sumo tres ordenadores, ofrecen conexión informática, billetes de avión y barco, alquiler de bici, moto y jeep. El enganche cuesta un cuarto de dólar por minuto, si bien hotmail tarda cinco en dar señales de vida, y quince para componer un mensaje con añadidos. Entre pantalla y pantalla discurren tiempos siderales. Como el ordenador se niega a reconocer uno de los artículos, vuelvo al hotel para rehacer el archivo en mi portátil y regreso a la tienda. Sigue sin reconocerlo, pero cuando retorno agobiado al hotel un ángel de la guarda sugiere la arbitrariedad de renombrarlo en mayúsculas. Otra vez en la tienda, logro al fin mandar ambos artículos. Ha sido apenas hora y pico de conexión.
Había caído la noche, haciéndome recelar de furgonetas y camiones que pasaban a centímetros de la moto, cuando se enciende el chivato del combustible. Tras algunas averiguaciones me dirijo a una gasolinera aparentemente moderna, como las nuestras, donde me ponen un litro de mezcla. Cuál no sería mi asombro cuando el mozo me pide 40 bahts, enmarcado su rostro por un gran cartel donde se lee: 1 liter, 17 bahts. Le flanquea otro gasolinero con cara muy seria, animados ambos al atrevimiento por mi aspecto de turista absurdo, temeroso y frágil, propiamente senil. Se conforman con 20 bahts, pero la miseria de mis tribulaciones clama venganza.
Ciertamente, nadie me ha llamado a Asia, salvo la universidad que aceptó mi proyecto de año sabático. Pero nadie llama a los millones de asiáticos que emigran a nuestro mundo. ¿No sería una buena solución aplicar a esos inmigrantes el mismo rasero, cobrando el doble o el triple por tabaco, transporte, hospedaje y otros servicios? ¿No nos proporcionaría esta reciprocidad un estupendo excedente de caja? El rencoroso ánimo abanicaba suavemente mis neuronas con amenazas diplomáticas, campañas de prensa e incluso un librito sobre agravios comparativos, que al unir ironía con buenos datos hiciese daño al negocio turístico. El principio físico y moral de acción-reacción no podía violarse tan impunemente.
Para entonces estoy otra vez en el mortecino restaurante, rodeado por soledad y chubascos, mientras la directora del hotel informa de que la tarifa convenida con el tour-operator es excepcional, y la habitación costará el doble desde mañana; concretamente, noventa euros diarios sin desayuno. Tras echarle en cara que por ese precio —equivalente al salario mínimo mensual aquí— sólo regalasen al cliente un tercio de litro de agua potable, pido arroz frito con un huevo encima (lo más barato) y hojeo el Bangkok Post. Su primera página anuncia que cuatro tailandeses han sido condenados a muerte por tres kilos y medio de metanfetamina, quizás destinados a producir MDMA o éxtasis. Chatchai Sutthiklom —zar antidroga del país— comenta: «Los jóvenes que toman éxtasis no buscan huir de la realidad, sino disfrutar experiencias a fondo, pero es definitivamente adictivo.»
Miedo y asco empieza a darme todo en general. Cuatro hombres van a ser ejecutados sin haber hecho daño demostrable a nadie, y uno más está atascado en una ciénaga de ávidos operadores turísticos. Cierto grillo bate élitros como de bambú en algún seto, un lustroso milpiés surca despacio las baldosas del bungalow, las cigarras emiten un ruido parecidísimo a sirenas de ambulancia. Sólo lo insólito rasga el telón de la noche con destellos de esperanza.
22/8
Apenas estaba al comienzo de mi mediocre peripecia. Desperté algo antes de las seis con una pesadilla. Me caía del Pan de Azúcar, esa inmensa roca pelada, y —tras tirar un poco de Freud— deduje que significaba desesperación. Llovía, por supuesto, y en vez de estar cerrado el desayuno por demasiado tarde —como ayer— estaba cerrado por demasiado pronto. Omito detalles sobre la búsqueda de taxi, tan dificultada por las imposiciones monetarias de cada conductor. Sólo diré que —a la postre— me salvó la competencia, pues dos taxistas quisieron la vuelta completa a la isla que necesitaba para estudiar mi mudanza (algo excesivo para hacerlo en velomotor), y cada uno fue rebajando las exigencias del otro hasta acabar produciendo un resultado tolerable. Mercado abierto —dijo Smith— es fomento de la baratura. Omito también detalles sobre la revista de hoteles, tan idénticos a la hora de hacer su oferta como las aeronaves comerciales al distribuir sus clientes en clase mísera, preferente y distinguida.
Reedición lánguida del hippie, que viajaba con un equipaje compuesto de modo primordial por alcaloides, topo en Samui con esos jóvenes que portan un equipaje de recetas homeopáticas y enormes mochilas como de alpinista, cuyo destino son fondas y chozas de mala muerte. También hay personas que llevan otro tipo de equipaje, con tirador y pequeñas ruedas en cada bulto, e incluso unos escasos poseedores de maletas bonitas, destinados a ocupar bungalows dignos. Sin embargo, no estoy buscando acomodo con mochileros ni con ninguna otra especie de turista. Vengo un año entero a prepararme para cumplir los sesenta, con el proyecto de escribir un libro sobre capitalismo y anarquismo que en buena medida requiere estudiar a Hayek, y necesito sencillamente una casa cómoda. Por cómoda entiendo dos habitaciones, teléfono para enchufarme a Internet, silencio circundante, tela mosquitera en todos los huecos y alguna buena playa cerca. Hasta la saciedad me habían repetido que eso lo ofrecía Tailandia a cada paso.
Y así fue que —tras algunas horas de visitar casas insufribles por no cumplir una, varias o todas las humildes condiciones recién enumeradas— caemos en el complejo de Heinz, un alemán que me dio buena espina. Dijo que acababa de jubilarse como director de un colegio en su país, cruzamos dos palabras sobre Hegel y enseña un bungalow verdaderamente encantador. Había inconvenientes, como que aún no le hubiesen puesto teléfono, o que la playa tuviera mala arena y piedras en la orilla. Pero el precio de 7.000 bahts (unos 200 euros) parecía asequible. Lo malo vino inmediatamente después, cuando traté de darle la fianza para dos meses, porque había un malentendido: la cifra no se refería a meses, sino a días.
El taxi siguió de un lugar a otro, mientras me iba reinstalando en el ánimo rencoroso. Para cuando llegaba el crepúsculo elegí el Sandy's Resort, un pequeño hotel mucho más barato que el Yatch Club. El botones se quejó del equipaje plúmbeo, mientras yo caía sobre la cama medio mareado por el bochorno. Cierto generador petardeaba demasiado cerca, uniendo sus fragores a una versión tailandesa de Macarena desde