Las tres eras de la imagen. José Luis Brea

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Las tres eras de la imagen -  José Luis Brea


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que ese yo se ensancha en colectividad, de la que toda imagen hace enseña– pero también y sobre todo hacia el porvenir –y sus habitantes otros–. Memorias contra el tiempo, contra su pasaje, contra la efimeridad visible e implacable del mundo que nos rodea, y la nuestra propia, incursos en ella.

      Promesas de memoria y duración que quisieran poder obedecer al imperativo fáustico –«¡detente instante, eres tan bello!»–. Máquinas para cumplirlo: dispositivos de detención, congeladores del tiempo. Acaso, sí, poblamos de imágenes el mundo para inútilmente protegernos de una certidumbre mucho más implacable y certera en su sobriedad –una que en todo, menos acaso en ellas, se dice:

      Que en nada hay permanencia…

      Que en nada hay duración, que en nada –y las imágenes en ello habrían nacido falsarias–, funda esperanza su leve y espuria promesa de eternidad.

      Máquinas de detención: la imagen estatizada

      Innecesario, casi, decir inmediatamente que esa fuerza de promesa de que hablamos se realiza en el contexto de una historicidad y una tradición cultural específicas –a nadie se le escapa que tal promesa de eternidad, por ejemplo, no podría predicarse de las imágenes en el contexto de una tradición islámica, ni aun de otra hebrea– y vinculada también a unas condiciones técnicas de producción que, al mismo tiempo, determinan en su conjunto los potenciales simbólicos –la fuerza de la promesa antropológica– que ellas van a administrar.

      Por lo que se refiere a ésta de la que hablamos, es inseparable de un régimen técnico –que durante mucho tiempo, por ser el único, ni siquiera había sido reconocible como tal–. A saber: el de la imagen-materia, el de la imagen producida como «inscrita» en su soporte, soldada a él. Indisolublemente apegada a su forma materializada, bajo este régimen técnico la imagen tiene que ocurrir sustanciada en objeto –cuadro, grabado, dibujo, bajorrelieve, escultura– del que resulta inseparable, en el que se encuentra incrustada, sin el cual no puede darse. La imagen-materia es una imagen «encarnada», digamos, que para la eternidad –o, cuando menos, «para la duración»–; vive encadenada e indisolublemente unida a su objeto-soporte, haciendo suya esa vida inerte e incambiante que acaso es más propia de lo mineral. Por supuesto que como tal materia está sujeta a deterioro, a erosión, a desgaste: pero a su alrededor se alza toda una industria, toda una institución social –la de la conservación, la de la restauración– para asegurar que esa erosión, propia del tiempo, sobre la materia misma no afecte a la imagen.

      Como tal, y gracias a ello, la imagen –bajo este particular régimen técnico regulador de su producción como incrustada en materia, cristalizada en objeto– adquiere la cualidad de la permanencia, de la fijación, de la inmutabilidad. Es el producto por excelencia de la vida del espíritu, que, frente a la experiencia generalizada del cambio, no se ve afectado –no debería verse: ahí el trabajo restaurador– por el pasaje del tiempo.

      Para ellas, en efecto, no hay tiempo, o el tiempo ha dejado de pasar. Ellas nunca atienden al presente, vienen siempre del pasado, traen memoria. La memoria de un tiempo otro –siempre hay un hic et nunc, una coordenada espacio-temporal concreta que fija la signatura de origen, sobre cuya certidumbre podemos constatar también la de su originalidad– del que ellas nos llegan como envío, atravesando eones. Sí: para estas imágenes –o quizá diría «para las imágenes producidas bajo este régimen técnico»– el tiempo se ha detenido.

      Pero ello es así porque son ellas mismas las que están detenidas, estatizadas. Ellas capturan, y retienen, un tiempo único –son todo lo contrario, por ejemplo, de un espejo, siempre dispuesto a llenarse de cualquier presente, infieles siempre los espejos– para entregarlo a lo intemporal. Y si lo logran es porque su tiempo interno –no, para ellas no hay narración, no hay secuencialidad– es precisamente uno, único, un tiempo congelado, detenido, estático.

      El tiempo de la imagen, en efecto, es un tiempo estático, único. Pero claro, es: bajo este específico modo o régimen técnico –que es el propio de la imagen-materia–. Uno que se aplica a producirlas moldeándolas en ella, en materia, produciéndolas con ella, de ella, fabricándolas como unidas indisolublemente a su soporte. De esa unión indisoluble y de la consiguiente unicidad estática de su tiempo de narración, interno, se sigue toda su potencia de promesa, la peculiar forma en que estas imágenes son –y han sido– siempre para nosotros, sobre todo, memoria, escritura de retención contra el pasaje del tiempo.

      Imágenes: memorias de archivo

      Aquí la memoria es puesta en consigna, consignación. También ello tiene que ver, desde luego, con el poner algo «en signo», hacer que un operador dado valga por algo otro que sí; pero, sobre todo, aquí se trata de un poner ese algo a resguardo, a buen recaudo, a salvo del tiempo –y su efecto de borradura–. De un guardar en consigna que representa fundamentalmente un acto de preservación, de patrimonialización, cuya vocación última es permitir el rescate, la reposición, de lo intensivo capturado de un evento –en un escenario y tiempo otro.

      Aquí y así, la memoria funciona entonces como extracción, como un poner en afuera, en exterioridad –según el modo de la hypomnene griega– un suceso de su curso. Desde ese afuera –del curso del tiempo, de los viajes mismos de la luz que hacen brotar imágenes de cada objeto a cada segundo– la imagen es fuerza de archivo que retiene lo capturado para que, fuera de su tiempo propio, pueda de nuevo recuperarse, venir de nuevo a ocurrir. Para que, en realidad, en todo momento persista ocurriendo, suspendido en el tiempo estatizado de la representación.

      Desde ese tiempo interrumpido y por estar en él, la imagen se carga de impulso mnemónico, se hace memoria, fuerza de reposición, entra en la lógica conmemorativa del monumento. Actuando como «memorial del ser» –como la mnemotecnia de la belleza definía Baudelaire al arte–, la imagen oficia entonces de disco duro del mundo: ese lugar en el que todo puede ser confiado en la esperanza de su recuperación inmodificada. La imagen –esta forma técnica particular de la imagen-materia– es una memoria ROM, de archivo rescatable, de back-up, que pone toda su potencia mnemónica al servicio de una promesa-garantía: la del –eterno quizás– retorno de lo mismo.

      Ahora: esto que se nos aparece como una cualidad –de la que se deduce toda la fuerza de un potencial simbólico– podría, en realidad, ser reconocido como la precariedad técnica de un procedimiento de producción que falla en alcanzar a relacionarse eficientemente con aquello a lo que espejea, de lo que pretende dar cuenta y hacer representación. Incapaz de retener apenas más información que la que concierne a esa minúscula coordenada espacio-temporal –ese minúsculo rinconcito del ser, ese infraleve instante cortado del tiempo–, la imagen-materia registra con enorme torpeza la desbordante energía del mundo, pierde su velocidad, su pista. Para cuando ella llega a haberse procesado del todo –y su procedimiento productivo, manual, lleva la marca de la lentitud y la limitación–, para entonces todo aquello de lo que se rinde cuenta ya ni siquiera existe: su mundo –el mundo de la imagen-materia– es siempre un mundo en delay, en diferido, el mundo que fue –un mundo de antepasados.

      Demasiado incapaces acaso de olvidar –de vaciarse de memoria, como hacen los espejos–, estas máquinas se obcecan en recordar y devolver siempre un «lo mismo». Cada vez que volvemos sobre ellas, y haya pasado tanto tiempo como haya pasado, nos re-entregan exactamente el mismo contenido, la misma figura. ¿Qué es lo que hace que, aun así, todavía las contemplemos, volvamos una y otra vez a ellas –que siempre «narran» lo mismo, algo además tan parco, tan breve–? Que, en realidad, ellas ofician como operadores de repetición, cuyo trabajo simbólico es precisamente el de hacer volver a lo idéntico como idéntico: éste es su extraño misterio, su potencia. Y su miedo e impotencia se cifran en lo mismo: en la diferencia. Ella, la diferencia, es lo que las imágenes no son capaces de alojar. No, ellas –las imágenes– no son buenas para registrar lo distinto, la diferencia, el diferir mismo de la identidad –en cuanto al tiempo–. Pongámoslo así: que ellas son torpes, son el primer y todavía muy precario desarrollo de una tecnología de registro del acontecimiento –antropológicamente decisivo– que hace de torpeza virtud. Le pierde el respeto a la diferencia, pero, a cambio, instituye todo un entorno de garantías para la representación y, en su institución,


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