Las tres eras de la imagen. José Luis Brea

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Las tres eras de la imagen -  José Luis Brea


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visión y verdad

      Bajo este particular modo de producción –pero quizás habría que decir mejor:bajo este particular régimen técnico de producción– la imagen pictorializa el mundo, lo produce como cuadro. Ella educa –forma– nuestro modo de organizar la visión; en aras de unas pretensiones añadidas de veracidad que el relato que la ampara sentencia como válidas: digamos que ella nos enseña un modo de ver, de mirar, que corrige el puramente espontáneo para tornarlo producto de conocimiento, modo construido –culturalmente enriquecido– de un saber adecuado. Tanto su distribución topológica de la espacialidad –enmarcada en una lógica cartesiana de coordenadas matematizable, según el efecto de trama al que sucumbirá el cuadro– como su misma lógica de suspensión del tiempo –que decanta en una singularidad capaz de valer por la serie una totalidad de momentos del aparecer del mundo a la visión–, la imagen-cuadro organiza la arquitectura de lo visible conforme a un cierto programa, de un modelo histórico-cultural, en efecto.

      Toda esa potencia educacional, formativa, desdice la expectativa de espontaneidad de la lógica misma del ver: la deniega como arquitectura puramente «natural» –biológica, orgánica, debida a una estructura meramente sensorial o fenoménica– para invocar el reconocimiento de que su factura es el resultado de la aplicación de un modelo organizativo de las posibilidades efectivas de ver –o, diríamos, de «ver lo que vemos»–. Podríamos llamar –llamamos, ya que una tradición incipiente de análisis dedicados a estudiar esa arquitectura ha ido exitosamente sustanciando conceptos– «régimen escópico» (Jay, 2003) o acaso episteme visual a esa construcción social de un modelo general abstracto que articula como actividad «cultural» –de valor y alcance antropológico– los propios actos de ver.

      Para el que nos ocupa, acaso el esquema crucial podría formalizarse en la figura entrecruzada –en retroproyección abierta– de un cuádruple cono invertido-desplazado: el primero dibuja el envío de una pirámide de haces de luz que viaja desde el cuadro hasta el ojo de quien lo contempla; el segundo, devuelve en espejo ese mismo trazado hacia el interior del cuadro, organizando la representación alrededor de la postulación de un lugar que, allí y aun siendo ciego, opera como foco y centro nucleador que organiza como «no neutro» el propio campo escópico –construyéndolo como «lugar-para», como escopia virtual del sujeto en el mismo espacio de la representación–; el tercero saca esa pirámide hacia fuera retrazándola como envío de lo real del mundo hacia la propia pantalla que el cuadro es, garantizando así que lo que llegará a ser visto por un sujeto lo es también y antes por el cuadro –y es esto lo que lo convierte el cuadro en ventana, en porosidad del mundo a la conciencia: las máquinas de pintar usadas por los pintores pretenden esta «objetividad»–; y, finalmente, un cuarto cono que sobrescribe el primero, pero dibuja esta vez el ejercicio activo del mirar del sujeto sobre el cuadro (no aquella pirámide escrita por los haces de luz que vienen del cuadro hacia el ojo, sino el cono dibujado por la proyección inversa de la mirada del sujeto hacia la pantalla del cuadro).

      Pese a que la descripción analítica de este esquema parezca ardua y el proceso de que se habla, complejo, en realidad es una lógica instantánea que se resuelve en un solo acto psíquico –en un único golpe de vista–. Lo que en su complejidad se viene a instituir es el carácter objetivo y profundamente intelectual –trascendental, dirá ya el criticismo, después la fenomenología– de la visión como modelo generalizado del ser conciencia: la doble posición entrometida de una formación de sujeto en el campo de lo que podemos ver y, al mismo tiempo, el carácter meramente objetivo –empíricamente originado– de la construcción en que él se instituye.

      Por supuesto que toda esta específica modulación es inseparable de un marco histórica y culturalmente condicionado –justamente de eso estamos hablando–. El que en este esquema toma fuerza y asiento –pero podríamos también decirlo al revés: la constelación de creencias que hace posible darle verosimilitud, en el seno de una narrativa compartida– se instituye como «régimen escópico» dominante para una tradición que se extiende, para Occidente, a lo largo de varios siglos, entrando incluso a formar parte de distintos proyectos civilizatorios y, acaso, formaciones epistemológicas.

      En lo que concierne esencialmente a esta lógica de la visión como relativa a una teoría de la verdad, en el fondo varían poco. Su presupuesto es que, en efecto, lo visible es verdadero –y lo verdadero visible– como entrometimiento recíproco de visión objetiva y verdad interior –espacio de la conciencia–. Es lo que podemos llamar –lo que ha sido llamado– ocularcentrismo (Jay, 2000). Su enseña: que la visión produce verdad –que es fuente de conocimiento válido– siempre y cuando en su organización se articule el entrometimiento de la estructura-sujeto; que, en tanto conformada por la fuerza simbólica asignada a la imagen, se prefigura como acumulación translúcida de capas de memoria, palimpsesto sedimentado de impresiones llegadas desde el afuera, que paso a paso conforman la propia estructura en cueva del sujeto –como escenario aquietado al fondo del ojo, acaso trasunto de aquel juego de cruzamiento de conos escópicos.

      Pictorialismo: visión y ceguera

      (De la pintura como formación de imaginario por excelencia característica de la imagen-materia)

      Como en Las meninas, un pintor se asoma al mundo. No vemos lo que él ve, sino su contraplano. Como mucho, vemos que él está viendo. Claro está que ese «él» no es, en realidad, un sujeto real, sino apenas una imagen –la imagen de un pintor, al que vemos pintar, incluida dentro de un cuadro–. El cruce de conos escópicos de que hablábamos se reparte aquí entre distintas figuras, tal vez entre distintos planos y escenas. Están esos ojos del pintor –del pintor pintado, tomarlo como sujeto de conocimiento y práctica requiere dar crédito al efecto retórico propio del autorretrato, por el que aceptamos confundirlo con el pintor «real» autor del propio cuadro que vemos–, están esos ojos que nos buscan, trazando sobre su afuera, que es nuestro mundo, el dibujo incendiario de su mirada.

      Está, además, el mundo que ya no está, ese que el pintor supuestamente pintaba, ese escenario que, en un tiempo-otro, él escrutaba –los reyes, se dice, acaso más bien lo real–. Su lugar vuelve a ser dispuesto desde el cuadro –por la mirada artífice delautor, pero triangulada ahora por la del sujeto-foco de la imagen que nosotros miramos, la infanta– en el punto exacto que ocupamos, superponiendo su fantasma desvanecido al nuestro propio (que entonces, también, nos vemos mirando). Podríamos pensar que de ese mundo y de quienes estaban allí –aquí, justamente, donde nosotros nos encontramos ahora en relación al cuadro– no queda nada. Pero queda una memoria, y de ella da testimonio precisamente quien en lo real siempre carecería de ella: el espejo al fondo del cuadro. Retenido en su ver la singularidad de aquel exclusivo tiempo-ahora –porque está pintado, desde luego–, ese plano que ahí se desdibuja, neblinoso, es la única prueba y testimonio restante de que hubiera un ver objetivo del cuadro.

      En todo caso, lo que vemos aquí excede con mucho el escenario de ese ver-supuesto-verdad, propio de las imágenes-cuadro, en lo que ellas –y su realización epítome, la pintura– se nutrían de un modo de ver culturalmente aquilatado. Lo que vemos aquí es doblemente más. Por un lado, vemos la puesta en desvelamiento de toda esa mecánica abstracta; la teatralización y el desmontaje de ese conjunto de entrecruces que fabricaban, desde la prefiguración de un modo de la representación, las precondiciones mismas de todo posible ver (insisto, para una episteme cultural específica). Pero vemos también ahora la puesta en evidencia crítica –situada en el propio lienzo ciego, vuelto de espaldas a nuestra visión– de que precisamente ese carácter construido de un cierto orden escópico es lo que, para él mismo, necesariamente permanece invisible, inaccesible, siendo únicamente mostrable como señalamiento de lo que –desde él– no podemos ver.

      Testimonio doble y complejo de visión y ceguera, este cuadro pertenece entonces a dos épocas –porque realmente es dos cuadros en uno– entre las que hace gozne. El primero cuenta –mirando hacia el atrás de sus siglos– cómo opera(ba) la imagen en relación a la articulación de una episteme escópica –de la que él es, acaso, última realización, acaso la última pintura–. El segundo, en cambio, nos dice que, únicamente mostrando que la trama misma sobre la que se estructura toda construcción de un orden de la representación


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