Las tres eras de la imagen. José Luis Brea

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Las tres eras de la imagen -  José Luis Brea


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de la amistad, bien entendida–, acaso él mismo supo llevarla a todas sus consecuencias, en lo que se refiere al análisis de la memoria en relación con la constitución del ser del sujeto, algo después –viaje de ida y vuelta–, esta vez en Mal de archivo (Derrida, 1996).

      ¡Y tanto que mal, que fiebre, que enfermedad� la más profunda y lúgubre del alma y la cultura!

      Corolario 2. Sería, en cambio, un error situar la imagen, toda la imagen, del lado de una gramatología, de alguna arqueoescritura, del lado de «lo que resiste a las pretensiones de estabilidad de las economías del sentido» (Derrida, 2001). Acaso ciertos movimientos –muy específicos– del arte, que tardaron aún mucho en llegar a la historia de las prácticas culturales, sí que desempeñaron sus modulaciones enunciativas en ese cuestionamiento de las pretensiones de regulación cognitiva asignadas a la representación por el sistema de la metafísica occidental. Pero, en general, y como hemos visto, lejos de constituir la imagen –y su apoderamiento de las fuerzas de la simbolicidad– cuestionamiento alguno del orden ontoteológico, constituye más bien su mejor apoyatura y aval: el modelo por excelencia capaz de figurar el proceso de adquisición de un valor estabilizado, y aquietado en la forma-memoria del archivo-monumento, que se potencia para ejercer de regulador «gnoseológico-moral» –no se olvide que el archivo es siempre una estructura nomotética, en tanto que práctica «clasificadora»– de la aparición de la diferencia. La única que produce valor de conocimiento es aquella que se somete a la identidad –puesta en juego por la representación–. Para este sistema de la ontoteología, de la metafísica occidental, conocer es «reconocer» –es anamnesis–, es encontrar y destilar lo idéntico en lo distinto (el nomos de la serie de particulares, la «idea» platónica en el torbellino desbordante de los flujos de la diferencia). La imagen actúa en ese sistema como la prueba de carga por excelencia que evidencia que lo más volátil de la impresión puede ser retenido y sustanciado en mismidad fijada –incluso materialmente, en modo monumento–, en representación, capaz entonces de obrar en lo que sigue como variable de control, como instancia de cotejo.

      El ocularcentrismo –decididamente– es un logocentrismo.

      Corolario 3. Siendo así que la forma de conocimiento que esta institución de la imagen como memoria técnica promueve es, en efecto, la de la metafísica, la de una verdad –«loca ilusión de la verdad», dirá Adorno– concebida como sometimiento de lo distinto a lo idéntico en la representación, se sigue que la forma propia de los estudios que pudieran (pudieron, de hecho) ocuparse de ellas, de las imágenes –en esta específica forma de su desarrollo técnico, antropológico, epistémico–, no habría de ser otra que la de una estética metafísica, guiada preferentemente por el interés de elucidar la relación de ésta con la verdad del ser (o, acaso, con la verdad y el ser) –una tradición de la estética que, retomada y acaso urbanizada por Heidegger y Gadamer, llega plena de vitalidad hasta nuestros días (bueno.� casi hasta nuestros días), si bien cumple circunscribir su alcance al estudio de unos muy determinados usos antropológicos de las imágenes, en el espacio de un programa epistemológico muy específico del que tanto la práctica de representación –y la asignación de un orden de valor simbólico a sus resultantes producciones de imaginario– como la disciplina analítica (la estética filosófica) que se ocupa de dar cuenta de ellos son, ambas, parte alícuota, estrellas recíprocamente orientadas de una misma constelación.

      Corolario 4. Movido por ese «loco afán» de la verdad y entregando como prioritarios valores simbólicos las promesas conjugadas de eternidad e individuación, no parece que debiéramos situar el horizonte de ese «programa epistemológico muy específico» –en que se mueven las prácticas de producción de imaginario realizadas en base al desarrollo de la imagen-materia– sino en la órbita de la ontoteología, y para un programa de carácter dogmático-teológico. Si todo lo que venimos diciendo acerca de la forma en que en su entorno se instituye un modelo epistémico-crítico que pone el valor de conocimiento en la regulación de la diferencia por lo idéntico a lo ya consignado en la representación, y que ese modelo fija unas muy determinadas expectativas de rendimiento de un valor de verdad –de verdad ontológica, metafísica, de la verdad del ser– en la relación con las imágenes, parece que la caracterización como dogmático-teológico que le proponemos puede, sin duda, ser la más adecuada. Que su desarrollo, además, se diera con la mayor potencia en la herencia que de la conceptualización platónica del alma y su potencia de alcanzar la verdad restituye el cristianismo, no deja de tener su lógica. Máxime si pensamos en cómo la doble promesa –de individuación y eternidad– para la que, por sus rasgos técnicos, es particularmente potente la imagen-materia, configura seguramente el núcleo más propio del dogma teológico del cristianismo.

      Siendo obvio que, en todo caso, no es el objeto de este ensayo entrar a pormenorizar los detalles históricos de esa relación intensa que vincula entonces al cristianismo con la imagen-materia, querría terminar este capítulo recordando en apéndice algo que me parece enormemente indicativo al respecto: que la fuerza de creencia que en la tradición occidental han llegado a tener las imágenes jamás podría desvincularse –como ya sugirió Benjamin (1936)– de su origen en los usos religiosos.

      Apéndice

      Visión y creencia: el efecto de verdad de las imágenes

      En sus «Prolegómenos para una historia de la mentira», Derrida (1995) invitaba a iniciar el análisis de los regímenes de creencia que disfrutan los objetos que comparecen en las prácticas culturales –narrativas, simbólicas o de representación–. Podríamos aceptar que, en cierta forma, eso –un estudio de los regímenes de creencia– es lo que viene a tener lugar en los análisis de la visualidad occidental moderna que desde enfoques relativamente cercanos han desarrollado Jonathan Crary (2007, 2008) y Martin Jay (2008), cada uno por su lado. Pero, y sin infravalorar la importancia de ambos intentos de historizar y hacer la arqueología de las construcciones socioculturales de la visión, del ver, me atrevería a decir que la tarea efectiva de genealogizar la fuerza de creencia que reside en las imágenes está todavía por hacer. Abordarla aquí resultaría imposible por múltiples razones –la principal, una de competencia o, para ser más exactos, de lo contrario–, pero podemos hacer al menos un último apunte rápido, desatando una pequeña tormenta de argumentos para intentar situar el origen de esa fuerza de creencia que se asienta en la imagen por su inscripción principal –para nuestra tradición occidental– en sus remotos usos religiosos, de los que obtendrá una fuerza que ya hemos descrito como de orden teológico, cultual.

      Es, en efecto, característico de la forma religiosa que va a constituirse en dominante en el seno de esa tradición occidental –la cristiana– el darse justamente bajo el patrón de lo figural, en el dominio de lo icónico. Tanto su contenido de revelación teológica más específico como su modelo de transmisión de enseñanza –que se resume en una pura invocación a ver: «el que tenga ojos que vea»– fijan su expectativa de éxito en la elección de la imagen como dispositivo, mediación y operador de verdad. Lo icónico-jeroglífico será incluso utilizado como herramienta de reconocimiento de la pertenencia a la comunidad y la iniciación ritual: en todo el tiempo de la propagación y persecuciones, los usos de la emblemática resultaron claves para la supervivencia y constitución de la comunidad de creyentes, de hermanados en una misma fe. El lenguaje de las imágenes, cargadas entonces de potencial alegórico, operaba al mismo tiempo como un lenguaje de subversión política desde la clandestinidad y como el lenguaje mismo de la revelación constitutiva del saber de la comunidad: ese saber es de un orden que se trasmite y propaga propiamente a través de un tipo de discurso figural que, aun estando perfectamente a la vista –de quien sabe ver–, permanece, sin embargo, oculto a la vista del poder que vigila, como la carta robada de Poe.

      De hecho, podríamos afirmar que todo el saber que constituye el conocimiento religioso en la tradición cristiana tiende efectivamente a formularse en un orden visual: incluso la narrativa de la vida del Cristo y sus enseñanzas se prefigura en forma parabólica (acaso el tropo más figural del discurso oratorio), siendo, por tanto, mostrada a través de «escenas». El contenido propio de revelación del dogma cristiano no viene soportado en un orden principalmente textual, sino que, sobre todo, es objeto de mostración, de llamada al reconocimiento de


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