Las tres eras de la imagen. José Luis Brea

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Las tres eras de la imagen -  José Luis Brea


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culminada– del orden mismo de la representación al que pertenece, en el que se hace posible, puede que en efecto, no le quede ya otro camino que mostrarse, y dejarse reconocer, como tal estructura ciega –para mostrar que, en efecto, ella no ve, no es ventana sobre el mundo, sino acaso sobre las propias condiciones en que creer que ella lo era se daban.

      Claro está que ahí se inicia el camino que en adelante seguirá el arte de vanguardia, en lo que supone el abandono programático del escenario mismo de la pintura –como epítome de la imagen-materia–. Pero lo que acaso toca recordar aquí, por ahora, es que ella, como arquitectura-paradigma, moduló la construcción misma de la imagen en tanto prefiguradora de un régimen escópico que atravesó siglos –y narrativas civilizadoras diferenciables– para llegar hasta nosotros casi intacta, concitando aún una fuerza de creencia en su potencia simbólica apenas mermada.

      Puede que sólo su creciente desadecuación al conjunto de las articulaciones del mundo con el que forma sistema-rizoma, constelación –los modos de producción, las formas de la economía, las estructuras de poder, la construcción de las formaciones de sujección, etcétera–, llegue a devaluar esa fuerza a favor de otras modulaciones de la producción de imaginario con las que, ahora ya, le toca convivir –y ciertamente (y por fin) en desventaja, por lo menos numérica.

      Memoria, visualidad y ontoteología

      Aquí, el sujeto funciona como una formación en cono, como un embudo que fuese sedimentando capas que se alejan –hacia dentro, en profundidad, definiendo el espacio del sujeto como «puesta en interioridad»– cada vez más atenuadas. Acaso ese modelo de cono sedimental –que registra las impresiones para irlas transmutando en memoria– replica el propio escópico que ha situado el lugar del sujeto en el espacio del ver, en el curso de la constitución misma del campo escópico. Para toda una tradición –evitemos cualquier pretensión trascendental– el ser del sujeto se pone básicamente en relación con una postulación autorreflexiva que se define en el espacio del ver: ser es percibir, ser percibido –y el modelo de la percepción aquí se organiza tomando siempre como modelo preferente de ella un único sentido: el de la vista, por supuesto. Como en su análisis de la función del ver –de la imago– en el proceso de constitución del yo mostrara Lacan (2002), el momento de devolución de la mirada que nos otorga lo visto –la imagen– es decisivo para poder llegar a iniciar el proceso de cualquier devenir-sujeto. La identificación del bebé con el acto de ver que atribuye a esos dos focos negros, los ojos de la madre, que en el centro de su campo escópico lo miran –y aquí la imago se convierte en primer espejo– le permite comprenderse a sí mismo como (otro del otro) también sujeto de visión –porque en lo que ve, ve un ver en el que a la vez se ve viendo–. Aquí no hay más –y en ese sentido es preciso reintroducir en los análisis de la mirada la finura analítica que ha llegado a aplicarse a los actos de lenguaje– que una retórica, una sucesión de movimientos internos –al propio acto discursivo, en este caso visivo– que recargan la fuerza de verosimilitud, de realidad, a figuras que se constituyen en el propio escenario interno al acto de ver –«intravisivo» diríamos– sin capacidad para tocar o postular un trascendental otro –dentro o fuera, espíritu o realidad– que el producido por el otorgamiento de verosimilitud añadida resultante de una cierta modulación de los juegos de «enunciación» desarrollados por una práctica –figural o de representación, de imaginario, en este caso–. Digámoslo así: que para una cierta tradición cultural, de la que somos herederos, el sujeto se constituye como efecto de verdad de una sucesión de actos de ver, en los que la imagen tiene básicamente un efecto reflexivo: de devolución de los atributos que el que mira asigna a lo visto como propio efector de mirada, de visión.

      Así, entonces, ese cono que viene a ser el sujeto puede empezar por constituirse, en la simplicidad de una primera impresión, de un primer vistazo, como una pura economía de la (retoricidad de la) mirada. Ahora: si queremos maquinizar el modelo, para hacerlo valer como estructura y dinámica cognitiva, el reto es mostrar de qué modo una impresión –aquella primera– se relaciona con la siguiente, de qué modo una arquitectura de recepción a priori pasiva –de inputs desordenados– puede llegar a instituirse como dispositivo activo capaz de realizar operaciones efectivas sobre los inputs subsiguientes, para convertir su flujo en instancia y productividad de conocimiento logrado, útil para alguna cosa en la vida y a la vez validable en la propia determinación del espacio lógico definido ahora ya como instancia –acaso, como estancia– maquínica, operacional. La dinámica es, claro está, aquella de estabilización por la que el efecto de cada entrada –de cada impresión– se mantiene vibrando como una resonancia persistente, aun cuando progresivamente atenuada en el curso del tiempo –en el curso y la cadencia de ese flujo constante de entradas, de modos de la percepción forjadora de impresiones–. Sin duda, ello postula la condición mnemónica de ese aparato, que todavía es trazado y comprendido (y avalado) bajo la forma del modelo técnico de archivación exterior, mecanizada, que representa la imagen. En tanto que memoria recuperable, de archivación-almacenaje, capaz de retener para su recuperación como idéntica lo en ella consignado, ella determina la forma en que puede ser pensado –y también efectuado– el conocimiento como tal bajo esta operativa.

      Obvio es decirlo, como anamnesis –como desatenuación recuperativa de lo previo incorporado al almacén sedimental, residuario, que se activa en oficina y maquinación cognitiva por un efecto práctico de cotejo, de filtraje comparativo de lo que ha ido deviniendo psíquico, de lo que ha ido introduciéndose –como la luz que trae imágenes de las cosas lo hace en el ojo– en el seno activado del espíritu, del alma (aquí, en efecto, concebida como cueva depósito de proyecciones, imágenes e impresiones). Ni qué decir tiene que nos encontramos en el dominio de una conceptualización del alma que bien podemos reconocer en la fábula platónica. Y que en su entorno, en el de ese modelo, llamamos conocer a algo que, hecho posible por la disposición de un aparato que retiene y coteja en su secuencia recursiva el flujo de las impresiones recibidas, significa encontrar en lo posterior, en lo diferente, la similitud y el parecido con lo anterior sedimentado y actuante allí como variable de contraste (una dialéctica que, llevada a su deducción natural, nos llevaría, en efecto, a postular la presencia exigida de las ideas innatas, sin la cual ninguna impresión habría ciertamente entrado a convertirse en –ni sedimentarse como– dispositivo actor-productor de conocimiento).

      Semejante esquematismo –no diremos, tampoco aquí, trascendental, sino puramente cultural, rendido a la efectividad simbólica de un conjunto de usos dados a un efector material en un contexto antropológico, social e históricamente bien concreto– determina la constitución misma del fiasco cognitivo de toda la metafísica occidental, para la que necesariamente el olvido de la diferencia está garantizado por la consagración del aparato mecánico que produce el conjunto de efectos que designamos como conocer: la identificación de lo semejante, de lo idéntico, en el espacio de despliegue de la diferencia, en tanto mediada ella por el ejercicio y la eficacia de la representación.

      ****

      Paralipomena

      Corolario 1. ¡Qué certero que el viaje de Europa a América –y, por ende, de la (auto)crítica filosófica a la crítica cultural–, que ese viaje de la deconstrucción se resolviera en los términos de una analítica –realizada como estudio de la retórica de la temporalidad en los usos del discurso– de la memoria! En efecto, todo el modelo ontoteológico de la metafísica occidental es escrutable como afirmación del poder de conocimiento de lo que se recuerda, de lo archivado. La incognoscibilidad de la diferencia –en tanto que «sometida a las exigencias de la representación» (Deleuze, 1987)– dice, en realidad, precisamente que la propia retoricidad de los usos de la temporalidad en el discurso, como supuesto de constitución del conocer en tanto efecto de ella –de esa pura retórica–, queda siempre sofisticadamente velada.

      Y qué acertado también que ese viaje fuera saludado por el propio Derrida en los términos de unas memorias de amigo, redactadas justamente en homenaje y reconocimiento a la lucidez de Paul de Man, que desde ella supo leer y deconstruir aún mejor la operación crítica pendiente, cuando su escenario (me refiero al propio de las humanidades) ya se había desplazado desde el cuestionamiento de la ontología metafísica al cada vez más urgente análisis crítico de unas prácticas


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