La desheredada. Benito Perez Galdos

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La desheredada - Benito Perez  Galdos


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que parecía un vómito de sonidos, exclamaba: «¡Abaa... jojojo el Majito!».

      «Miá este—dijo uno de los chicos del carbonero, atacando al general en jefe con el codo, así como los pollos embisten con el ala—. Dice que me ponga detrás... Si no te callas, puñales, te pego la bofetá del siglo.

      —Pega, hombre, pega—chilló Rafael preparándose a recibirle, animoso, imponente, con el puño cerrado, y presentando también el codo y antebrazo como un escudo—. Vamos, hombre...

      —No vus perdáis, muchachos; no vus perdáis—dijo en tono conciliador el del herrero, interponiéndose.

      —Ponte atrás, ¡coles!—gritó el Majito—. ¡Qué coles! Si no te pones atrás, verás...

      —Que no me da la gana, hombre...

      —Achúchale, achúchale—dijeron algunos que querían ver reñir al Majito con el hijo del carbonero.

      —No vus perdáis, muchachos—volvió a decir el otro, sin soltar de la boca sucia el caramelo largo.

      —¡Que le achuche, que le achuche!»—graznaron varios, arremolinándose.

      El Majito y Colilla, que así se llamaba el del carbonero, se sacudieron el primer golpe en los hombros.

      «¡Leña!

      —¡Atiza!».

      A los primeros golpes cayó a tierra el ros. Más pronto que la vista lo cogió Gaspar (el de las patas corvas), se lo puso, y echó a correr hacia abajo, en dirección a las Yeserías. Allí le detuvieron dos muchachos que subían del río; le quitaron la codiciada prenda, y uno de ellos se la puso. Mirose en un charco verdoso, y estalló en risa. En tanto la refriega había cesado, y el Majito, con la cara soplada, los ojos encendidos, el corazón hirviendo de rabia, se había subido a una colina de las inmediatas al barranco, y desde allí gritaba que iba a matar a uno y a reventar a seis si no le devolvían su sombrero.

      Los que subían del río eran como de doce años, descalzos, negros, vestidos de harapos. El uno traía una espuerta de arena. Los dos mostraban grandes manojos de una hierba que se cría en aquellas praderas. Es una liliácea, que algunos llaman matacandil y otros jacinto silvestre o cebolla de lagarto. Tiene un tallo o tuetanillo que se chupa, ¡y es dulce!

      «¡Matacandiles!»—chillaron muchos, arrojando las armas y saliendo a recibir a los dos individuos, conocidos en la república de las picardías con los nombres de Zarapicos y Gonzalete.

      «¿A cómo?—preguntó una voz.

      —A cinco.

      —¡Qué coles!..., a cuatro.

      —¡A cinco! El que no dé cinco no chupa.

      —Maldita sea tu madre..., ¡a cuatro!

      Y empezó un regatear febril, una disputa de contratación que retrasaba las ventas. Pero ¿qué se vendía y qué se compraba allí? Los matacandiles que en las tardes de primavera dan materia a un animado comercio infantil, ¿se cambiaban por dinero? No, porque la escasez de numerario lo vedaba. Sin embargo, no puede decirse que no fuera metálico el segundo término del cambio, porque los matacandiles se cambiaban por alfileres.

      Zarapicos y Gonzalete eran comerciantes. No daban un paso por aquellos muladares habitados, ni aun por las calles de Madrid, sin que sacaran de él alguna ganancia. ¡Bien por los hombres guapos! Vivían de sus obras y de sus manos; su casa era la capital de España, ancha y ventilada; su lecho el quicio de una puerta o cualquier rincón de casa de dormir; su vestido una serie de agujeros pegados unos a otros por medio de jirones de tela; su sombrero, el aire y el sol; sus zapatos, los adoquines y baldosas de las calles. No eran hermanos; eran amigos. Habían llegado cada uno a Madrid por distinta vía y puerta; Zarapicos, por el Norte; Gonzalete, por el Sur. Tenían padres; pero ya no se acordaban de ellos. Vinieron pidiendo limosna. Después habían visto que Madrid es un campo inmenso para la actividad humana, y a la limosna habían unido otras industrias.

      Zarapicos fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego; Gonzalete sirvió a una mujer que, al pedir en la puerta de la iglesia, le presentaba como hijo. Uno y otro se cansaron de aquella vida mercenaria y poco independiente, y ansiosos de libertad se lanzaron a trabajar por su cuenta. Entonces se conocieron, y entablaron cariñosa amistad. Ambos aspiraban a vender La Correspondencia o El Imparcial, pero ¡ay! ciertas posiciones, por humildes que parezcan, no están al alcance de todos los individuos. Eran demasiado granujas todavía, demasiado novatos, demasiado pobres, y no tenían capital para garantizar las primeras manos. Uno de ellos logró vender El Cencerro los lunes; otro merodeaba contraseñas en las puertas de los teatros. Eran dos millonarios en capullo. Zarapicos decía a Gonzalete: «Verás, verás cómo semús cualquier cosa».

      Antes de llegar a las altas posiciones comerciales tenían que pasar por humillante aprendizaje y penoso noviciado. ¡Recoger colillas! Ved aquí un empleo bastante pingüe. Pero tal comercio tiene algo de trabajo, y exige recorrer ciertas calles, instalarse en las puertas de los cafés, consagrarse al negocio con cierta formalidad. Eran niños, necesitaban juego como el pez necesita agua, y así por las tardes se iban al río a recoger matacandiles. Allí se presentaba inopinadamente algún bonito recreo, tal como cortar la cuerda de una cabra que estuviera atada en los bardales, y a veces se presentaban buenos negocios. Ocurría con frecuencia el caso de tropezar con una herradura en la carretera del Sur, y ¡cuántas veces, junto a las fábricas, podían recogerse pedazos de lingote, clavos y otras menudencias que, reunidas, se vendían en el Rastro! Con estas cosillas resultaba que tanto Zarapicos como Gonzalete pudieran tocarse el titulado pantalón para sentir sonar algo como retintín de un cuarto dando contra otro. Eran ricos; pero no gastaban un ochavo en comer. Dos veces al día la guarnición de Palacio da a los chicos las sobras del rancho, a trueque de que estos les laven los platos de latón. Esta sopa boba, a la cual los granujas llaman piri, atrae a mucha gente menuda a los alrededores del cuerpo de guardia, y se la disputan a coscorrones.

      Después de bien llena la panza, nuestros dos amigos bajaban hacia el río. Si tenían ganas de trabajar, ayudaban a las lavanderas a subir la ropa; si no, tiraban hacia las Yeserías. Aquel día cogieron tantos matacandiles, que apenas podían llevarlos. Por la mucha abundancia, Zarapicos fijó en cinco alfileres el precio de la docena de matacandiles. Hubo temporada en que se cotizaron a diez y once, manteniéndose firme este precio durante toda una semana.

      Lo mismo Zarapicos que Gonzalete tenían las solapas de sus deformes chaquetas llenas de alfileres tan bien clavados, que sólo asomaban la cabeza. El borde de la tosca tela parecía claveteado como un mueble... Las transacciones empezaron en seguida. Unos daban tallos, los otros chupaban y pagaban. Muchos tenían repuesto de alfileres; otros corrían a sus casas, encontraban a sus madres peinándose al sol, en las puertas de las casas, y les quitaban la moneda o se la robaban.

      En tanto el Majito, desde la cumbre de una eminencia formada por escombros, increpaba a la muchedumbre infantil de abajo, diciendo que iba a reventar a patadas a todos y cada uno si no le devolvían su sombrero. ¡Qué vergüenza! Zarapicos lo tenía puesto, y estaba tan contento de su adquisición, que amenazó al Majito con subir y sacarle las tripas si no se callaba. Con el viento y la bulla que el pavo metía apenas se sentían las chillonas voces provocativas. El Majito, cansado de parlamentar sin fruto ni resultado alguno, lanzó una piedra en medio de la turba de comerciantes. Al voltear, haciendo honda de su elástico brazo, parecía un gallito de veleta, obedeciendo más al viento que al coraje. Gonzalete, al recibir la piedra en un hombro, gritó: «¡Repuñales! ¡Maldita sea tu sangre!».

      Entonces Zarapicos tiró al Majito; la piedra silbó en el aire y no hirió al muchacho, que al punto disparó la segunda suya. Instantáneamente, sin que se dieran órdenes ni se concertara cosa alguna, generalizose la pelea. Muchos se pasaron al bando del Majito, sin darse la razón de ello; otros permanecieron abajo, y todos tiraban, soldados bravos, saliendo a la primera fila y desafiando el proyectil que venía. Bajarse,


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