La desheredada. Benito Perez Galdos

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La desheredada - Benito Perez  Galdos


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la comprendieron, los unos echaron a correr llevados de un compasivo horror; los otros rompieron a llorar con ese clamor intenso, sonoro, dolorido, que indica en ellos la intuición de las grandes desdichas.

      Aquello no era una travesura; era algo más. Aquello de que estaba manchado Zarapicos no era el almagre de que se pintaban alguna vez para jugar; era sangre, ¡sangre! Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente... Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó.

      Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas. Salieron todas las mujeres a la calle, gritando, algunas con el cabello a medio peinar. Los hombres corrían también. La Guardia Civil, que tiene su puesto en la calle del Labrador, se puso en movimiento; y hasta un señor concejal y un comisario de Beneficencia, que a la sazón paseaban por el barrio eligiendo sitio para el emplazamiento de una escuela, corrieron al lugar del atentado. ¡Horror y escándalo!

      Las mujeres clamoreaban alzando al cielo sus manos; los hombres gruñían; la Sanguijuelera misma salió de su tienda a buen paso, medio muerta de terror y vergüenza, y por todas partes no se oía sino: «Pecado, Pecado».

      La Arganzuela se llenó de gente. Unos corrían en busca del juez; otros decían que el juez no le encontraría vivo; los más hablaban de llevarle a la Casa de Socorro, y todos decían: «¡Pecado!».

      Vino corriendo el boticario con árnica y vendajes, diciendo también: «¡Pecado!». El concejal, seguido del comisario de Beneficencia (que por ser hombre muy grueso no podía seguirle aprisa), hacía, siguiendo a la multitud, las consideraciones más sustanciosas sobre un hecho que, si bien algo extraordinario, no era nuevo en los anales de la criminalidad de Madrid.

      «Van siete casos de esta naturaleza en diez años—decía el comisario de Beneficencia, harto sofocado, por ser poco compatibles su gordura y la celeridad del paso.

      —Terrible es el matador hombre; pero el matador niño, ¿qué nombre merece?... Dicen que este tiene trece años.

      —¡Qué país!

      —¡Pero qué país!

      —En Málaga son frecuentes estos casos.

      —Y en Madrid lo van siendo también.

      —¡Y nos ocupamos de escuelas! ¡Presidios es lo que hace falta!

      —Escuelas penitenciarias, o cárceles escolares... Es mi tema».

      Cuando llegaron al sitio de la catástrofe, los dos señores, dignísimos representantes de lo más meritorio y venerable que hay en los pueblos modernos, se echaron recíprocamente el uno sobre el otro estas dramáticas exclamaciones:

      «¡Esto es espantoso!

      —Esto parte el corazón

      —Escuelas, Sr. de Lamagorza.

      —Presidios, Sr. D. Jacinto.

      —Yo digo que jardines Froebel.

      —Yo digo que maestros de hierro que no usen palmeta, sino fusil Remington.

      —Pero qué, ¿se lo llevan ya?

      —No está muerto; pero parece grave.

      —¡Golpe más bien dado!—murmuró un chulo—. Ese chico es de buten.

      —¡Vaya, que la madre que parió tal patíbulo!—apuntó una de estas que llaman del partido.

      —El asesino, el asesino, ¿dónde está?—gritó el concejal dándose gran importancia, y brujuleando en la muchedumbre con fieros ojos—. Guardias, busquen ustedes al criminal... ¡Qué País!... Pero guardias..., los del Orden Público, ¿dónde están?».

      Pero ya la Guardia Civil había comenzado sus pesquisas. Los chicos, que en estas cosas suelen ser más diligentes que los hombres, indicaban la dirección que siguió Pecado en su fuga. Las opiniones eran diversas. Unos decían que se había refugiado en la Quinta de la Esperanza; otros que había tomado por la vía férrea adelante. Un naranjero, que con su comercio portátil de naranjas, cacahuetes y caramelos largos, se había acercado al lugar de la pelea, aseguró haber visto al matador saltar la tapia de una corraliza inmediata a las huertecillas de coles y acelgas que rodean el arroyo. Fundada era la declaración del naranjero. Acercáronse hombres y mujeres a la corraliza; unos empinándose sobre la punta de los pies, otros subiéndose a una piedra, miraron por encima de las bardas de adobes, y vieron al terrible chico tratando de esconderse en un ángulo. Pecado miró con receloso espanto la hilera de cabezas que en el borde de la tapia se le aparecía, y ante aquella visión de pesadilla se sintió domeñado, aunque no cobarde. Terrible coro de amenazas e injurias brotó de aquella fila de bocas, y más de cincuenta brazos se extendían rígidos por encima de la tapia. Pero el alma de Pecado se componía de orgullo y rebeldía. Su maldad era todavía una forma especial del valor pueril, de esa arrogancia tonta que consiste en querer ser el primero. El estado casi salvaje en que aquella arrogancia crecía, trájole a tal extremo. De esta manera, un muñeco abandonado a sus instintos llega a probar el licor amargo de la maldad y a saborearlo con infernal delicia. A Pecado se le conquistaba fácilmente con hábiles ternuras. Era tan bruto, que el Majito mismo, con un poco de mimo y otro poco de esa adulación que algunos chicos manejan como nadie, le tenía por suyo. Pero de ningún modo se le conquistaba con la fuerza.

      Así, cuando vio aquel cerco de semblantes fieros; cuando se vio amenazado por tantas manos e injuriado por tantas lenguas, desde la provocativa de las mujeronas hasta la severa y comedida del guardia civil; cuando notó la saña con que le perseguía la muchedumbre, en quien de una manera confusa entreveía la imagen de la sociedad ofendida, sintió que nacían serpientes mil en su pecho, se consideró menos niño, más hombre, y aun llegó a regocijarse del crimen cometido. Cosas tan tremendas como desconocidas para él hasta entonces, la venganza, la protesta, la rebelión, la terquedad de no reconocerse culpable, penetraron en su alma. Por breve tiempo la ocupaba el miedo, y lágrimas de fuego escaldaban sus mejillas; pero pronto la ganó por entero el instinto de defensa. Entrevió, como un—ideal glorioso, el burlar a toda aquella gente, escapándose y aumentando el daño antes causado con otros daños mayores.

      Esta era la situación moral de Pecado cuando el comisario de Beneficencia, llevado de un celo que nunca será encomiado bastante, se empinó como pudo sobre una piedra, y asomando la cabeza y hombros por encima de la tapia, dirigió al criminal su autorizada y en cierto modo paternal palabra, diciendo:

      «Mequetrefe, sal pronto de ahí, o verás quién soy».

      ¡Cuánto habría dado el criminal por que cada mirada suya fuera una saeta! Quería despedir muertes por los ojos. Cogió un ladrillo, y apuntando a la por tantos títulos respetabilísima cabeza del apóstol de la Beneficencia oficial, lo disparó con tan funesta puntería, que el buen señor gordo gritó: «¡Carástolis!», y estuvo a punto de caer desvanecido. Testigos respetables dicen que en efecto cayó.

      ¡Víctima ilustre ciertamente!

      ¿Nos atrevemos a decir que la agresión inicua y casi sacrílega de que había sido objeto el señor comisario, provocó algunas sonrisas y aun risotadas entre aquella gentuza, y que hubo quien entre dientes dijo que había tenido el chico la mejor sombra del mundo?... Digámoslo, sí, para eterno baldón de la clase chulesca.

      Zarapicos fue llevado en gravísimo estado a la Casa de Socorro, y la nueva víctima pateaba y rabiaba de ira al sentir el dolor de su frente y ojo, y al verse manchada de sangre aquella mano benéfica que sólo para alivio de los menesterosos existía.

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