La desheredada. Benito Perez Galdos

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La desheredada - Benito Perez  Galdos


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no les viera la gente mayor del barrio ni los del Orden Público, se corrieron al barranco de Embajadores, lugar oculto y lúgubre. Ninguna orden se dio entre ellos para este hábil movimiento, nacido, como la batalla misma, de un superior instinto. El Majito y los suyos ocupaban la altura, Zarapicos y su mesnada el llano. Piedra va, piedra viene, empezaron las abolladuras de nariz, las hinchazones de carrillos y los chichones como puños. Mientras mayor era el estrago, mayor el denuedo: «¡Leña!, ¡atiza!, ¡dale!». ¡Qué ardientes gritos de guerra! Ni las moscas se atrevían a pasar por el espacio en que se cruzaban las voladoras piedras. Una de estas alcanzó a una mujer y la detuvo en su camino, obligándola a retirarse con la mano en un ojo. Muchos chiquillos se retiraron también berraqueando, porque el dolor les enfriaba los ánimos, dando al traste en un punto con todo su coraje.

      El barranco de Embajadores, que baja del Salitre, es hoy en su primera zona una calle decente. Atraviesa la Ronda y se convierte en despeñadero, rodeado de casuchas que parecen hechas con amasada ceniza. Después no es otra cosa que una sucesión de muladares, forma intermedia entre la vivienda y la cloaca. Chozas, tinglados, construcciones que juntamente imitan el palomar y la pocilga, tienen su cimiento en el lado de la pendiente. Allí se ven paredes hechas con la muestra de una tienda o el encerado negro de una clase de Matemáticas; techos de latas claveteadas; puertas que fueron portezuelas de ómnibus, y vidrieras sin vidrios de antiquísimos balcones. Todo es allí vejez, polilla; todo está a punto de desquiciarse y caer. Es una ciudad movediza compuesta de ruinas. Al fin de aquella barriada está lo que queda de la antigua Arganzuela, un llano irregular, limitado de la parte de Madrid por lavaderos, y de la parte del campo por el arroyo propiamente dicho. Este precipita sus aguas blanquecinas entre collados de tierra que parecen montones de escombros y vertederos de derribos.

      La línea de circunvalación atraviesa esta soledad. Parte del suelo es lugar estratégico, lleno de hoyos, eminencias, escondites y burladeros, por lo que se presta al juego de los chicos y al crimen de los hombres. Aunque abierto por todos lados, es un sitio escondido. Desde él se ven las altas chimeneas y los ventrudos gasómetros de la fábrica cercana; pero apenas se ve a Madrid. Hay un recodo matizado de verde por dos o tres huertecillas de coles, el cual sirve de unión entre la plaza de las Peñuelas y la Arganzuela. En este recodo el transeúnte cree encontrarse lejos de toda vivienda humana. Sólo hay allí una choza guardada por un perro, dentro de la cual un individuo, al modo de gitano, cuida los plantíos de coles.

      Pues bien: por este paso, que se llama la Casa Blanca, los valientes muchachos se corrieron desde las Peñuelas a la Arganzuela, lugar que ni hecho de encargo fuera mejor para descalabrarse a toda satisfacción.

      ¡Zas, zas!, iban y venían los pedruscos del campo del Majito al campo de Zarapicos y viceversa. Ocupaba el primero, como hábil capitán, las alturas sinuosas, y los desalmados del bando contrario se dispersaban por el llano, al borde de los charcos verdosos. Habíalos seguido el pavo, y colocándose en lugar seguro, de donde dominar pudiera la perspectiva del campo de batalla, les animaba con sus guerreros toques a degüello. Más enfurecidos ellos cuanto mayor era el número de los que se retiraban contusos, se atacaban con creciente furor. Estaban rojos. Sus brazos, al parecer descoyuntados, elásticos, flexibles como una banda de cuero, funcionaban con aterradora prontitud. Ni Zarapicos se acordaba ya de los matacandiles, ni Gonzalete de los alfileres. Morir matando era su ilusión. Estaban ebrios, y los más intrépidos se reían de los pucheros de los desanimados...

      De improviso hubo entre los combatientes de uno y otro ejército un movimiento de sorpresa. Oyose una voz, dos, veinte, que dijeron «¡Pecado!», y cien ojos se volvieron hacia el barranco. Por él venía, descendiendo a saltos, un muchacho fornido, rechoncho, tan mal vestido como los demás, el cual a cada paso lanzaba una interjección y amenazaba con el puño. Era el gallito del barrio, el perdonavidas de la partida, capitán de gorriones, bandolero mayor de aquellos reinos de la granujería, angelón respetado y temido por su fuerza casi varonil, por su descaro, por su destreza en artes guerreras y de juego. Así no hubo en el cotarro uno solo que no temblara al oírle gritar: «¡Estarvus quietos!.., ¡vus voy a reventar!...».

      —III—

      Detuviéronse las manos ardientes que empuñaban la piedra, y todos le miraron. Fundábase la superioridad de Pecado en la fuerza, de donde venía la justicia, es decir, que solía dirimir contiendas de chicos, unas veces a trompada limpia y otras con atinadas y comedidas razones, aunque todo hace creer que el primer argumento era el que con más frecuencia usaba.

      «¿Por qué vos zurráis?»—preguntó ceñudo, tremendo.

      El Majito había salido a su encuentro. Pecado era para él más que un amigo, un protector, un maestro amado. Al verle, todo aquel valor homérico de que dio pruebas en la altura, se trocó en llanto de desconsuelo, cosa natural en chicos, cuya rabia se deshiela en lágrimas, y haciendo pucheros que desfiguraban su hermosura, exclamó:

      «Picos..., mi sombrero... Yo soy Plim.».

      En vez de llorar, el desvergonzado Zarapicos se echó a reír como un sátiro. Con inflamados ojos miró Pecado su querido ros en la cabeza de aquel monstruo de la rapacidad, y poniéndose los brazos en jarra, habló así:

      «¿Sabes lo que te digo?..., que si no sueltas el ros te reviento a patás.

      —¡Ladrón!»—chilló el Majito, sintiéndose otra vez más valiente por la presencia de Mariano.

      Al oírse llamar con nombre tan infamante, Zarapicos, que era un rapaz honrado, aunque pobre, no pudo contener el ímpetu de su ira, y echando la mano al cuello del insolente Majito, le derribó en tierra, diciendo:

      «¡Figuerero!..., ¡coles!, ¡te deslomo!».

      Pero el Majito supo reponerse, sacudirse, levantarse, y, una vez en pie, sus manos alzaron un canto tan grande como medio adoquín.

      «Suéltalo»—le dijo prontamente Pecado con voz y gesto de prudencia.

      El Majito soltó la piedra refunfuñando feroces amenazas de asesinato. Volviéndose a los desvergonzados comerciantes, Pecado les dijo con imperioso ademán, en que había tanta energía como orgullo:

      «Dirvos.

      —No nos da la gana.

      —Dirvos, digo.... y venga mi sombrero.

      —Miale, miale... ¿Te quieres callar? El sombrero es mío».

      Al oír Pecado una afirmación tan contraria a los sagrados derechos de propiedad, no se pudo contener más. Huyó de su corazón la generosidad, de su espíritu la prudencia, y arremetió a Zarapicos con tal empuje que este dio algunos pasos atrás, y habría caído en tierra si no fuera también un muchachote robusto. Lucharon, ¡ay!, con varonil fiereza. Las bofetadas se sucedían a las bofetadas, los porrazos a los porrazos. De cada golpe se inflaba un carrillo. Trabados al fin de manos y brazos, cayeron rodando. Zarapicos debajo, Pecado encima. Pecado vencía, y machacó sobre su víctima con ferocidad. El niño rabioso supera en barbarie al hombre. ¿Habéis visto reñir a dos pájaros? El tigre es un animal blando al lado de ellos.

      Bien molido estaba Zarapicos, cuando acercó a coger entre sus dientes un dedo de Pecado. ¡Oh! ¡Con qué inefable delicia apretó las quijadas! Mariano dio agudísimo grito, y saltó como gallo herido. El otro se levantó. Su rostro era un conjunto de dolor, de vergüenza, totalmente embadurnado de fango y lágrimas. Al mismo tiempo reía y lloraba. Pecado se cegó; no veía nada; llevó la mano a la cuerda que sujetaba sus calzones a la cintura. La última injuria que cambiaron fue referente a sus respectivas madres. Cuando nada inmundo les queda por decir, arrojan aquel postrer salivazo de ignominia sobre la cuna que poco antes les ha mecido.

      «Tu madre es una acá y una allá.

      —Tu madre es esto o lo otro».

      Pecado no dijo ni oyó más; sacó de la cintura una navajilla, cortaplumas o cosa parecida, un pedazo de acero que hasta entonces había sido juguete, y con él atacó


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