El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco


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los rayos del sol, mientras los precipicios de alrededor estaban todavía obscuros y cubiertos de vapores. Paseábase un centinela por entre las almenas, y sus armas despedían a cada paso vivos resplandores. Difícilmente se puede imaginar mudanza más repentina que la que experimenta el viajero entrando en esta profunda garganta: la naturaleza de este sitio es áspera y montaraz, y el castillo mismo, cuyas murallas se recortan sobre el fondo del cielo, parece una estrecha atalaya entre los enormes peñascos que le cercan y al lado de los cerros que le dominan. Aunque el foso se ha cegado y los aposentos interiores se han desplomado con el peso de los años, el esqueleto del castillo todavía se mantiene en pie y ofrece el mismo espectáculo que entonces ofrecía visto de lejos.

      Don Álvaro cruzó el arroyo y comenzó a trepar la empinada cuesta en que serpenteaba el camino, que después de numerosas curvas y prolongaciones acababa en las obras exteriores del castillo. Iba su ánimo combatido de deseos y esperanzas a cuál más inciertas, pero determinado a aceptar las numerosas ofertas del comendador Saldaña y ponerlas a prueba en aquella ocasión, en que se trataba de algo más que su propia vida. Resuelto a esconder su plan y los resultados de él a los ojos de todo el mundo, y seguro de que la templanza y austeridad de su tío no le permitirían prestarle su ayuda, sus imaginaciones y esperanzas sólo descansaban en el alcaide de Cornatel. Su castillo de Bembibre no le ofrecía el sigilo necesario para la empresa que meditaba, so pena de encender la guerra en aquella pacífica comarca, y por otra parte ningún velo pudiera encontrar tan tupido y espeso como el misterio temeroso y profundo que cercaba todas las cosas de aquella orden.

      El comendador, que, según su inveterada costumbre, estaba en pie al romper el día, viendo un caballero que subía la cuesta y conociéndole cuando ya estuvo más cerca, salió a recibir con un afecto casi paternal a tan ilustre huésped, mirado entre todos los templarios como el apoyo más fuerte de su orden en aquella tierra. Era don Gutierre de Saldaña, hombre ya entrado en días; de regular estatura, pelo y barba como de plata; pero ágil y fuerte en sus movimientos como un mancebo. Su semblante hubiera infundido sólo veneración, a no ser por la inquietud y desasosiego de alma que privaba a aquel noble busto romano del reposo y calma que tan naturales adornos son de la ancianidad. Eran sus ojos vivos y rasgados, de increíble fuerza, y en su frente elevada y espaciosa se pintaban como en un fiel espejo pensamientos semejantes a las nubes tormentosas que coronan las montañas, que unas veces se disipan azotadas del viento y otras veces descargan sobre la atemorizada llanura. Cualquiera al verle hubiera dicho que las pasiones habían ejecutado su estrago en aquel natural, poderoso y enérgico; pero de cuantas habían agitado su juventud, para todos desconocida y enigmática, sólo una había quedado por señora de aquel alma profunda e insondable como un abismo. Esta pasión era el amor a su orden y el deseo de acrecentar su honra y su opulencia, término cuyo logro no encontraba en él diferencia en los caminos. Su vida se había pasado en la Tierra Santa en continuas batallas con los infieles y en medio de los odios de los caballeros de San Juan y de los príncipes que tan fieros golpes dieron al poder de los cristianos en la Siria, y por último había asistido a la ruina de San Juan de Acre o Tolemaida, postrer baluarte de la cruz en aquellas regiones apartadas. Entonces dió la vuelta a España, su patria, herida su alma altiva y rebelde en lo más vivo, pensando en la Tierra Santa que perdían para siempre sus hermanos, y cargado en fin con todos los vicios que legítimamente podían atribuirse a la milicia del Temple. Parecióle que en vista de la tibieza con que Europa comenzaba a mirar la conquista de Ultramar, sólo para los templarios estaba guardada tamaña empresa, y en el desvarío de su despecho y de su orgullo llegó a imaginar a Europa entera convertida en una monarquía regida por el gran maestre, y que al son de las trompetas de la orden y alrededor del Balza se movía de nuevo y como animada de una sola voluntad en demanda del Santo Sepulcro. El ejemplo de los caballeros teutónicos en Alemania acabó de encender su fantasía volcánica, y vueltos sus ojos a Jerusalén, trabajando sin cesar por el engrandecimiento de su hermandad y codiciando para ella alianzas y apoyos en todas partes, sus amigos se habían convertido para él en hijos queridos y sus contrarios en criaturas odiosas, como si el mismo infierno las vomitara. Aquel alma sombría y tremenda, exacerbada con la desgracia, y lejos de la abnegación y la humildad, fuentes puras de la institución, se había amargado con las aguas del orgullo y de la venganza, móvil entonces el más poderoso de sus acciones. Comoquiera, la fe iluminaba todavía aquel abismo, si bien su luz hacía resaltar más sus tinieblas.

      Este hombre extraordinario quería a don Álvaro con pasión, no sólo a causa de su confederación con la Orden, sino por sus prendas hidalgas y elevado ingenio. No parecía sino que un reflejo de sus días juveniles se pintaba en aquella figura de tan noble y varonil belleza. Hasta le habían oído hablar con una mal disimulada emoción de la desdichada pasión del noble mancebo, cosa extraña en su austeridad y adusto carácter. Los recientes sucesos de Francia acababan de dar la última mano a sus extraños proyectos, porque una vez arrojado el guante por los príncipes, la poderosa Orden del Temple tendría que presentar la gran batalla, de la cual, en su entender, debía resultar la total sumisión de Europa, y tras de ella la reconquista de Jerusalén. Sin embargo, por muchas que fueran las tinieblas con que el orgullo y el error cegaban su entendimiento, de cuando en cuando la verdad le mostraba algún vislumbre que, si no bastaba para disiparlas, sobraba para introducir en su alma la inquietud y el recelo. Con esto se había llegado a hacer más ceñudo y menos tratable que de costumbre, y fuese por respeto a sus meditaciones o por motivo menos piadoso, los caballeros y aspirantes esquivaban su conversación.

      Paseábase, pues, solo en uno de los torreones que miraban hacia Poniente, cuando divisó con su vista de águila, y acostumbrada a distinguir los objetos a largas distancias en los vastos desiertos de la Siria, a nuestro caballero, que con su paje de lanza iban subiendo a buen paso el agrio repecho que conducía y conduce al castillo. Bajó, pues, a la puerta misma a recibirlo, no sólo con la cortesía propia de su clase, sino también con la sincera cordialidad que siempre le inspiraba aquel gallardo mancebo.

      —¿De dónde bueno tan temprano?—le dijo abrazándole estrechamente.

      —De mi castillo de Bembibre—respondió el caballero.

      —¡De Bembibre!—contestó el comendador como admirado—. Quiere decir que habéis andado de noche y que vuestra prisa debe de ser muy grande y ejecutiva.

      Don Álvaro hizo una señal de afirmación con la cabeza, y el anciano, después de examinarle atentamente, le dijo:

      —¡Por el Santo Sepulcro, que tenéis el mismo semblante que teníamos los templarios el día que nos embarcamos para Europa! ¿Qué os ha pasado en este mes, en que no hemos podido echaros la vista encima?

      —Ni yo mismo sabría decíroslo—respondió don Álvaro—, y sobre todo aquí—añadió echando una mirada alrededor.

      —Sí, sí, tenéis razón—contestó Saldaña; y asiéndose de su brazo, subió con él al mismo torreón en que antes estaba.

      —¿Qué es lo que pasa?—preguntó de nuevo el comendador. El joven, por única respuesta, sacó del seno la carta de doña Beatriz y se la entregó. Como era tan breve, el comendador la recorrió de una sola ojeada, y dijo frunciendo el entrecejo de una manera casi feroz, aunque en voz baja:

      —¡Ira de Dios, señores villanos! ¿conque queréis acorralarnos y destrozar además el pecho de gentes que valen algo más que vosotros? ¿Y qué habéis pensado?—repuso volviéndose a don Álvaro.

      —He pensado arrancarla de su convento, aunque hubiese de romper por medio de todas las lanzas de Castilla; pero llevarla a mi castillo ofrece muchos riesgos para ella, y venía a pediros ayuda y consejo.

      —Ni uno ni otro os faltarán. Habéis obrado como discreto, porque si a vuestro castillo os la lleváseis, o tendríais que abrir de grado sus puertas a quien fuese a buscarla, o se encendería al punto la guerra, cosa que daría gran pesar a vuestro tío y a nadie traería ventaja por ahora.

      —Si yo pudiera esconderla en las cercanías—repuso don Álvaro—hasta que pasase el primer alboroto, la pondría después en un convento de la Puebla de Sanabria, donde es abadesa una parienta mía.

      —Pues en ese caso—replicó Saldaña—traedla a Cornatel, porque


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