El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco


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por ahora—respondió el labriego—tu ama habrá de perdonar, que alguna vez han de poder hacer los pobres el bien sin codicia, y sólo por el gusto de hacerlo. Con que sea madrina del primer hijo que nos dé Dios, me doy por pagado y contento.

      Dicho esto, se encaminó a la cuadra silbando una tonada del país, y se puso a enalbardar la yegua con toda diligencia, en tanto que la mujer, contagiada enteramente de la resolución de su marido, decía a su hermana con cierto aire de vanidad:

      —¡Es mucho hombre este Bruno! Por hacer bien, se echaría a volar desde el pico de la Aquiana.

      En esto ya volvía él con la yegua aderezada, y sacándola por la puerta trasera de la huerta, para meter menos ruido, montó en ella poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes de amanecer estarían ya de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga, tardaron poco en verse en la fértil ribera de Bembibre, bañada entonces por los rayos melancólicos de la luna, que rielaba en las aguas del Boeza y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al castillo, sito en una pequeña eminencia, y cuyos destruídos paredones y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del fresco paisaje que enseñorean. A la sazón todo parecía en él muerto y silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el sueño, a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

      Llegaron nuestros aventureros al foso, y, llamando al centinela, dijeron que tenían que dar a don Álvaro un mensaje importante. El comandante de la guardia, viendo que sólo era un hombre y una mujer, mandó bajar el puente y dar parte al señor de la visita. Millán, que como paje andaba más cerca de su amo, bajó al punto a recibir a los huéspedes, a quienes no conoció hasta que Martina le dió un buen pellizco, diciéndole:

      —Hola, señor bribón, ¡cómo se conoce que piensa su merced poco en las pobres reclusas, y que al que se muere le entierran!

      —Enterrada tengo yo el alma en los ojuelos de esa cara, reina mía—contestó él con un tono entre chancero y apasionado—; pero, ¿qué diablos te trae a estas horas por esta tierra?

      —Vamos, señor burlón—respondió ella—, enséñenos el camino y no quiera dar a su amo las sobras de su curiosidad.

      No fué menor la sorpresa de don Álvaro que la de su escudero, aunque su corazón présago y leal le dió un vuelco terrible. Cabalmente el día antes había recibido nuevas de la guerra civil que amagaba en Castilla, y de la cual mal podía excusarse, y la idea de una ausencia en aquella ocasión agravaba no poco sus angustias. Martina le entregó silenciosamente el papel de su señora, que leyó con una palidez mortal. Sin embargo, como hemos dicho más de una vez, no era de los que en las ocasiones de obrar se dejan abrumar por el infortunio. Repúsose, pues, lo mejor que pudo y empezó por preguntar a Martina si creía que hubiese algún medio de penetrar en el convento.

      —Sí, señor—respondió ella—, porque como más de una vez me ha ocurrido que con un señor tan testarudo como mi amo algún día tendríamos que hacer nuestra voluntad y no la suya, me he puesto a mirar todos los agujeros y resquicios y he encontrado que los barrotes de la reja por donde sale el agua de la huerta, están casi podridos, y que con un mediano esfuerzo podrían romperse.

      —Sí, pero si tu señora ha de estarse encerrada en el monasterio mientras tanto, nada adelantamos con eso.

      —¡Qué! No, señor—repuso la astuta aldeana—; porque como mi ama gusta de pasearse por la huerta hasta después de anochecer, muchas veces cojo yo la llave y se la llevo a la hortelana; pero como siempre me manda colgarla de un clavo, cualquier día puedo dejar otra en su lugar y quedarme con ella para salir a la huerta a la hora que nos acomode.

      —En ese caso—repuso don Álvaro—dí a tu señora que mañana a media noche me aguarde junto a la reja del agua. Tiempo es ya de salir de este infierno en que vivimos.

      —Dios lo haga—respondió la muchacha con un acento tal de sinceridad, que se conocía la gran parte que le alcanzaba en las penas de su señora, y un poco además del tedio de la clausura. Despidióse en seguida, porque ningún tiempo le sobraba para estar al amanecer en Villabuena, según lo reclamaba así su plan como la urgencia del recado que llevaba de don Álvaro. Así que volvió a subir en la torda con el honrado Bruno, pero en brazos de Millán, y volvieron a correr por aquellos desiertos campos, hasta que al rayar el alba se encontraron en las frescas orillas del Cúa. Cabalmente tocaban entonces a las primeras oraciones, de consiguiente no pudo llegar más a tiempo. Al punto la rodearon las monjas preguntándole, con su natural curiosidad, qué era lo que había ocurrido.

      —¿Qué había de ser, pecadora de mí—respondió ella con el mayor enojo—, sino una sandez de las muchas de Tirso? Vió caer a mi padre con el accidente que le da de tarde en tarde, y sin más ni más vino a alborotarnos aquí, y hasta a Carracedo fué sin que nadie se lo mandase. No, pues si otra vez no escogen mejor mensajero, a buen seguro que yo me mueva, aunque de cierto se muera todo el mundo.

      Diciendo esto se dirigió a la celda de su señora, dejando a las buenas monjas entregadas a sus reflexiones sobre la torpeza del pastor y lo pesado del chasco. El remiendo de Martina, aunque del mismo paño, como suele decirse, no estaba tan curiosamente echado que al cabo de algún tiempo no pudiesen verse las puntadas; pero contaba con que tanto ella como su señora estuviesen ya por entonces al abrigo de los resultados.

Adorno de fin de capítulo Adorno de principio de capítulo

       Índice

Letra D ilustrada

      Don Álvaro salió de su castillo muy poco después de Martina, y encaminándose a Ponferrada, subió el monte de Arenas, torció a la izquierda, cruzó el Boeza y sin entrar en la bailía tomó la vuelta de Cornatel. Caminaba orillas del Sil, ya entonces junto con el Boeza, y con la pura luz del alba, e iba cruzando aquellos pueblos y valles que el viajero no se cansa de mirar, y que a semejante hora estaban poblados con los cantares de infinitas aves. Ora atravesaba un soto de castaños y nogales, ora un linar cuyas azuladas flores semejaban la superficie de una laguna; ora praderas fresquísimas y de un verde delicioso, y de cuando en cuando solía encontrar un trozo de camino cubierto a manera de dosel con un rústico emparrado. Por la izquierda subían en un declive, manso a veces y a veces rápido, las montañas que forman la cordillera de la Aquiana con sus faldas cubiertas de viñedo, y por la derecha se dilataban hasta el río huertas y alamedas de gran frondosidad. Cruzaban los aires bandadas de palomas torcaces con vuelo veloz y sereno al mismo tiempo; las pomposas oropéndolas y los vistosos gayos revoloteaban entre los árboles, y pintados jilgueros y desvergonzados gorriones se columpiaban en las zarzas de los setos. Los ganados salían con sus cencerros, y un pastor jovencillo iba tocando en una flauta de corteza de castaño una tonada apacible y suave.

      Si don Álvaro llevase el ánimo desembarazado de las angustias y sinsabores que de algún tiempo atrás acibaraban sus horas, hubiera admirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado dulcemente sus sentidos en días más alegres; pero ahora su único deseo era llegar pronto al castillo de Cornatel y hablar con el comendador Saldaña, su alcaide.


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