El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco


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que aquel día andaba desatentado, y su criada Martina, joven aldeana, rubia, viva y linda, de ojos azules y de semblante risueño y lleno de agudeza. Como con gran placer suyo iba destinada a servir y a acompañar a su señora durante su reclusión, no sabemos decir a punto fijo si era esto lo que más influía en el malhumor del caballerizo que, a pesar de los celos y disgustos que le daba con Millán, el paje de don Álvaro, tenía la debilidad de quererla. Viendo, pues, doña Beatriz que habían entrado en conversación, dijo al montero, que por respeto caminaba un poco detrás:

      —Acércate, buen Nuño, porque tengo que hablarte. Tú eres el criado más antiguo de nuestra casa, y como a tal sabes cuánto te he apreciado siempre.

      —Sí, señora—contestó él con voz no muy segura—; ¿quién me dijera a mí cuando os llevaba a jugar con mis halcones y perros, que habían de venir días como estos?

      —Otros peores vendrán, pobre Nuño, si los que me quieren bien no me ayudan. Ya sabes de lo que se trata, y mucho me temo que la indiscreta ternura de mi padre no me fuerce a tomar por esposo un hombre de todos detestado. Si yo tuviera parientes a quienes dirigirme, sólo de ellos solicitaría amparo; pero, por desgracia, soy la última de mi linaje. Preciso será, pues, que él me proteja, me entiendes; ¿te atreverías a llevarle una carta mía?

      Nuño calló.

      —Piensa—añadió doña Beatriz—que se trata de mi felicidad en esta vida y quizá en la otra. ¿También tú serías capaz de abandonarme?

      —No, señora—respondió el criado con resolución—; venga la carta, que yo se la llevaré aunque hubiera de atravesar por medio de toda la morería. Si el amo lo llega a saber me mandará azotar y poner en la picota y me echará de casa, que es lo peor; pero don Álvaro, que es el mismo pundonor y la misma bondad, no me negará un nicho en su castillo para cuidar de sus halcones y gerifaltes. Y sobre todo, sea lo que Dios quiera, que yo a buen hacer lo hago, y él bien lo ve.

      Doña Beatriz, enternecida, le entregó la carta, y casi no tuvo tiempo para darle las gracias, porque Mendo y Martina se le incorporaron en aquel punto. Así, pues, continuaron en silencio su camino por las orillas del Cúa, en las cuales estaba situado el convento de monjas de San Bernardo, hermano en su fundación del de Carracedo, y en el cual habían sido religiosas dos princesas de sangre real. El convento ha desaparecido, pero el pueblo de Villabuena, junto al cual estaba, todavía subsiste y ocupa una alegre y risueña situación al pie de unas colinas plantadas de viñedo. Rodéanlo praderas y huertas llenas las más de higueras y toda clase de frutales, y las otras cercadas de frescos chopos y álamos blancos. El río le proporciona riego abundante y fertiliza aquella tierra, en que la naturaleza parece haber derramado una de sus más dulces sonrisas.

      Al cabo de un viaje de hora y media se apeó la cabalgata delante del monasterio, a cuya portería salió la abadesa, acompañada de la mayor parte de la comunidad, a recibir a su sobrina. Las religiosas todas la acogieron con gran amor, prendadas de su modestia y hermosura, y don Alonso, después de una larga conversación con su cuñada, se partió a escondidas de su hija, desconfiando de su energía y resolución, harto quebrantada con las escenas de aquel día. Nuño y Mendo se despidieron de su joven ama con más enternecimiento del que pudiera esperarse de su sexo y educación. Aquellos fieles criados, acostumbrados a la presencia de doña Beatriz, que como una luz de alegría y contento parecía iluminar todos los rincones más obscuros de la casa, conocían que con su ausencia, la tristeza y el desabrimiento iban a asentar en ella sus reales. Conocían que don Alonso se entregaría más frecuentemente a los accesos de su malhumor, sin el suave contrapeso y mediación de su hija; y por otra parte, no se les ocultaba que los achaques, ya habituales de doña Blanca, agravados con el nuevo golpe, acabarían de obscurecer el horizonte doméstico. Así, pues, entrambos caminaron sin hablar palabra detrás de su amo, no menos adusto y silencioso que ellos; y al llegar a Arganza, Mendo se fué a las caballerizas con el caballo de su señor y el suyo, y Nuño, después de piensar su jaca y cenar, salió cerca de media noche, con pretexto de aguardar una liebre en un sitio algo lejano, y de amaestrar un galgo nuevo de excelente traza; pero en realidad, para llegar a Bembibre a deshora y entregar con el mayor recato la carta de doña Beatriz, que poco más o menos decía así:

      «Mi padre me destierra de su presencia por vuestro amor, y yo sufro contenta este destierro; pero ni vos ni yo debemos olvidar que es mi padre, y, por lo tanto, si en algo tenéis mi cariño y alguna fe ponéis en mis promesas, espero que no adoptaréis ninguna determinación violenta. El primer domingo después del inmediato, procurad quedaros de noche en la iglesia del convento, y os diré lo que ahora no puedo deciros. Dios os guarde y os dé fuerzas para sufrir.»

      Nuño desempeñó con tanto tino como felicidad su delicado mensaje, y sólo pudo hacerle aceptar don Álvaro una cadena de plata de que colgar el cuerno de caza en los días de lujo, para memoria suya. Por lo demás, el buen montero todavía tuvo tiempo para volver a su aguardo y coger la liebre, que trajo triunfante a casa muy temprano, deshaciéndose en elogios de su galgo.

Adorno de fin de capítulo

       Índice

      El medio de que el señor de Arganza se había valido para arrancar del corazón de su hija el amor que tan firmes raíces había echado, no era a la verdad el más a propósito. Aquella alma pura y generosa, pero altiva, mal podía regirse con el freno del temor ni del castigo. Tal vez la templanza y la dulzura hubieran recabado de ella cuanto la ambición de su padre podía apetecer, porque la idea del sacrificio suele ser instintiva en semejantes caracteres, y con más gusto la acogen a medida que se presenta con más atavíos de dolor y de grandeza; pero doña Beatriz, que según la exacta comparación del abad se asemejaba a las aguas quietas y transparentes del lago azul y sosegado de Carracedo, fácilmente se embravecía cuando la azotaba su superficie el viento de la injusticia y dureza. La idea sola de pertenecer a un tan mal caballero como el conde Lemus, y de ser el juguete de una villana intriga, la humillaba en términos de arrojarse a cualquier violento extremo por apartar de sí semejante mengua.

      Por otra parte la soledad, la ausencia y la contrariedad, que bastan para apagar inclinaciones pasajeras o culpables afectos, sólo sirven de alimento y vida a las pasiones profundas y verdaderas. Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe, y por su abnegación insensiblemente llega a eslabonarse con aquellos sublimes sentimientos religiosos que en su esencia no son sino amor limpio del polvo y fragilidades de la tierra. Si por casualidad viene la persecución a adornarle con la aureola del martirio, entonces el dolor mismo lo graba profundamente en el pecho, y aquella idea querida llega a ser inseparable de todos los pensamientos, a la manera que una madre suele mostrar predilección decidida al hijo doliente y enfermo que no la dejó ni un instante de reposo.

      Esto era cabalmente lo que sucedía con doña Beatriz. En el silencio que la rodeaba se alzaba más alta y sonora la voz de su corazón, y cuando su pensamiento volaba al que tiene en su mano la voluntad de todos y escudriña con su vista lo más obscuro de la conciencia, sus labios murmuraban sin saber aquel nombre querido. Tal vez pensaba que sus oraciones se encontraban con las suyas en el cielo, mientras sus corazones volaban uno en busca del otro en esta tierra de desventuras, y entonces su imaginación se exaltaba hasta mirar sus lágrimas y tribulaciones como otras tantas coronas que la adornarían a los ojos de su amado.

      Su tía, que también había amado y visto deshojarse en flor sus esperanzas bajo la mano de la muerte, respetaba los sentimientos de su sobrina y procuraba hacerle llevadero su cautiverio, dándole la posible libertad y tratándola con el más extremado cariño, porque su femenil agudeza le daba a entender claramente que sólo este proceder podía emplearse con aquella naturaleza a un


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