El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
Читать онлайн книгу.grandezas humanas! ¿Por qué han seguido los caminos de la perdición y de la soberbia, desviándose de la senda humilde y segura que les señaló nuestro padre común? Por su desenfreno acabamos de perder la Tierra Santa, y ya será preciso pasar el arado sobre aquel alcázar a cuyo abrigo descansaba alegre la cristiandad entera; pero se ha convertido ya en templo de abominación.
Don Álvaro no pudo menos de sonreirse con desdén, y dijo:
—Mucho será que a tanto alcancen vuestras máquinas de guerra.
El abad le miró severamente, y sin hablar palabra le asió del brazo y le llevó a una ventana. Desde ella se divisaba una colina muy hermosa, sombreadas sus faldas de viñedo al pie de la cual corría el Cúa, y cuya cumbre remataba no en punta, sino en una hermosa explanada con el azul del cielo por fondo. Un montón confuso de ruinas la adornaba: algunas columnas estaban en pie, aunque las más sin capiteles: en otras partes se alcanzaba a descubrir algún lienzo grande de edificio, cubierto de yedra, y todo el recinto estaba rodeado aún de una muralla por donde trepaban las vides y zarzas. Aquel «campo de soledad mustio collado» había sido el Bergidum romano.
Bien lo sabía don Álvaro; pero el ademán del abad y la ocasión en que le ponía delante aquel ejemplo de las humanas vanidades y soberbias le dejó confuso y silencioso.
—Miradlo bien—le dijo el monje—, mirad bien uno de los grandes y muchos sepulcros que encierran los esqueletos de aquel pueblo de gigantes. También ellos en su orgullo e injusticia se volvieron contra Dios como vuestros templarios. Id, pues, id como yo he ido en medio del silencio de la noche, y preguntad a aquellas ruinas por la grandeza de sus señores; id, que no dejarán de daros respuesta los silbidos del viento y el aullido del lobo.
El señor de Bembibre, antes confuso, quedó ahora como anonadado y sin contestar palabra.
—Hijo mío—añadió el monje—, pensadlo bien y apartaos, que aún es tiempo; apartaos de esos desventurados, sin volver la vista atrás, como el profeta que salía huyendo de Gomorra.
—Cuando vea lo que me decís—respondió don Álvaro con reposada firmeza—, entonces tomaré vuestros consejos. Los templarios serán tal vez altaneros y destemplados, pero es porque la injusticia ha agriado su noble carácter. Ellos responderán ante el soberano pontífice y su inocencia quedará limpia como el sol. Pero en suma, padre mío, vos que veis la hidalguía de mis intenciones, ¿no haréis algo por el bien de mi alma y por doña Beatriz, a quien tanto amáis?
—Nada—contestó el monje—: yo no contribuiré a consolidar el alcázar de la maldad y del orgullo.
El caballero se levantó entonces y le dijo:
—Vos sois testigo de que me cerráis todos los caminos de paz. ¡Quiera Dios que no os lo echéis en cara alguna vez!
—El cielo os guarde, buen caballero—contestó el abad—y os abra los ojos del alma.—En seguida le fué acompañando hasta el patio del monasterio y después de despedirle se volvió a su celda, donde se entregó a tristes reflexiones.
CAPÍTULO V
Aunque don Álvaro no fundase grandes esperanzas en su entrevista con el abad, todavía le causó sorpresa el resultado: flaqueza irremediable del pobre corazón humano, que sólo a vista de la realidad inexorable y fría, acierta a separarse del talismán que hermosea y dulcifica la vida: la esperanza. El maestre por su parte conocía harto bien el fondo de fanatismo que en el alma del abad de Carracedo sofocaba un sin fin de nobles cualidades para no prever el éxito; pero así para consuelo de su sobrino como por obedecer a aquel generoso impulso que en las almas elevadas inclina siempre a la conciliación y a la dulzura, había dado aquel paso. Iguales motivos le determinaron a visitar al señor de Arganza, aunque la crítica situación en que se encontraba la orden por una parte, y por otra la conocida ambición de don Alonso, parecían deber retraerle de este nuevo esfuerzo; pero la ternura de aquel buen anciano por el único pariente que le quedaba, rayaba en debilidad, aunque exteriormente la dejaba asomar rara vez.
Así, pues, un día de los inmediatos al suceso que acabamos de contar, salió de la encomienda de Ponferrada con el séquito acostumbrado y se encaminó a Arganza. La visita tuvo mucho de embarazosa y violenta, porque don Alonso, deseoso de ahorrarse una explicación cordial y sincera sobre un asunto en que su conciencia era la primera a condenarle, se encerró en el coto de una cortesía fría y estudiada, y el maestre, por su parte, convencido de que su resolución era irrevocable, y harto celoso del honor de su Orden y de la dignidad de su persona para abatirse a súplicas inútiles, se despidió para siempre de aquellos umbrales que tantas veces había atravesado con el ánimo ocupado en dulces proyectos.
Comoquiera, el señor de Arganza, un tanto alarmado con la intención que parecía descubrir el afecto de don Álvaro hacia su hija, resolvió acelerar lo posible su ajustado enlace a fin de cortar de raíz todo género de zozobras. Poco temía de la resistencia de su esposa, acostumbrado como estaba a verla ceder de continuo a su voluntad; pero el carácter de la joven, que había heredado no poco de su propia firmeza, le causaba alguna inquietud. Sin embargo, como hombre de discreción, a par que de energía, contaba a un tiempo con el prestigio filial y con la fuerza de su autoridad para el logro de su propósito. Así, pues, una tarde que doña Beatriz, sentada cerca de su madre, trabajaba en bordar un paño de iglesia que pensaba regalar al monasterio de Villabuena, donde tenía una tía abadesa a la sazón, entró su padre en el aposento, y diciéndola que tenía que hablarle de un asunto de suma importancia, soltó la labor y se puso a escucharle con la mayor modestia y compostura. Caíanla por ambos lados numerosos rizos negros como el ébano, y la zozobra, que apenas podía reprimir, la hacía más interesante. Don Alonso no pudo abstenerse de un cierto movimiento de orgullo al verla tan hermosa, en tanto que a doña Blanca, por lo contrario, se le arrasaron los ojos de lágrimas, pensando que tanta hermosura y riqueza serían tal vez la causa de su desventura eterna.
—Hija mía—la dijo don Alonso—, ya sabes que Dios nos privó de tus hermanos, y que tú eres la esperanza única y postrera de nuestra casa.
—Sí, señor—respondió ella con su voz dulce y melodiosa.
—Tu posición, por consiguiente—continuó su padre—, te obliga a mirar por la honra de tu linaje.
—Sí, padre mío, y bien sabe Dios que ni por un instante he abrigado un pensamiento que no se aviniese con el honor de vuestras canas y con el sosiego de mi madre.
—No esperaba yo menos de la sangre que corre por tus venas. Quería decirte, pues, que ha llegado el caso de que vea logrado el fruto de mis afanes y coronados mis más ardientes deseos. El conde de Lemus, señor el más noble y poderoso de Galicia, favorecido del rey, y muy especialmente del infante don Juan, ha solicitado tu mano, y yo se la he concedido.
—¿No es ese conde el mismo—repuso doña Beatriz—que después de lograr de la noble reina doña María el lugar de Monforte en Galicia, abandonó sus banderas para unirse a las del infante don Juan?
—El mismo—contestó don Alonso poco satisfecho de la pregunta de su hija—; y ¿qué tenéis que decir de él?
—Que es imposible que mi padre me dé por esposo un hombre a quien no podría amar ni respetar tan siquiera.
—Hija mía—contestó don Alonso con moderación, porque conocía el enemigo con quien se las iba a haber, y no quería usar de violencia sino en el último extremo—, en tiempo de discordias civiles