El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco

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El señor de Bembibre - Enrique Gil y  Carrasco


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consiguientes a la constitución de la orden no dejaban de advertirse en nuestra patria. Por otra parte, el Temple, en último resultado, era una orden extranjera cuya cabeza residía en lejanos climas, al paso que a su lado crecían en nombre y reputación las de Calatrava, Alcántara y Santiago, plantas indígenas y espontáneas en el suelo de la caballería española y capaces de llenar el vacío que dejaran sus hermanos en los escuadrones cristianos. Toda comparación, pues, entre unas órdenes y la otra debía perjudicar a la larga a los caballeros del Temple, y, por otra parte, conociendo los estrechos vínculos de su hermandad, difícil era separarlos de la responsabilidad de las acusaciones de la corte de Francia. De manera que los Templarios españoles, algo más respetados y un poco menos aborrecidos que los de otros países, no por eso dejaban de ser objeto de la envidia y codicia para los grandes y de aversión para los pequeños, perdiendo sus fuerzas y prestigio en medio de la especie de pestilencia moral que consumía sus entrañas.

      Estas reflexiones que a riesgo de cansar a nuestros lectores hemos querido hacer para explicar la rápida grandeza y súbita ruina del orden del Temple, se habían presentado muchas veces al carácter meditabundo y grave del maestre de Castilla, y sido causa de la melancolía y abstraimiento que en él se notaba de mucho tiempo atrás; pero la mayor parte de sus súbditos lo achacaban a la piedad un poco austera que había distinguido siempre su vida. Don Álvaro, como ya hemos indicado, más ardiente y menos reflexivo, no acertaba a explicarse el desaliento de una persona tan valerosa y cuerda como su tío, y así es que al día siguiente caminaba la vuelta de Carracedo, algo más divertido en sus propias tristezas y zozobras que no preocupado de los riesgos que amenazaban a sus nobles aliados. De la plática que iba a tener con el abad de Carracedo pendían tal vez las más dulces esperanzas de su vida, porque aquel prelado, como confesor de la familia de Arganza, ejercía grande influjo en el ánimo de su jefe. Por otra parte, su poder temporal le daba no poca consideración y preponderancia, porque después de la bailía de Ponferrada, nadie gozaba de más riquezas ni regía mayor número de vasallos que aquel famoso monasterio.

      Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos, silencioso y recogido, sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba alrededor, a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de Fuentes Nuevas, con sus hermosos collados plantados de viñas que se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida orilla y adornan la falda de las sierras de la Aquiana, y al frente descollaba por entre castaños y nogales, casi cubierta con sus copas y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio fundado a la margen del Cúa por don Bernardo el Gotoso, y reedificado y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador y de su hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente y el aire fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre del día.

      ¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!

      Gracias a la velocidad de Almanzor, que don Álvaro había ganado en la campaña de Andalucía de un moro principal a quien venció, pronto se halló a la puerta del convento. Guardábanla dos como maceros, más por decoro de la casa que no por custodia o defensa, que hicieron al señor de Bembibre el homenaje correspondiente a su alcurnia; y tirando uno de ellos del cordel de una campana, avisó la llegada de tan ilustre huésped. Don Álvaro se apeó en el patio y, acompañado de dos monjes que bajaron a su encuentro, y de los cuales el más entrado en años le dió el ósculo de paz, pronunciando un versículo de la Sagrada Escritura, se encaminó a la cámara de respeto en que solía recibir el abad a los forasteros de distinción. Era ésta la misma donde la infanta doña Sancha, hermana del emperador don Alonso, había administrado justicia a los pueblos del Bierzo, derramando sobre sus infortunios los tesoros de su corazón misericordioso: gracioso aposento con ligeras columnas y arcos arabescos, con un techo de primorosos embutidos al cual se subía por una escalera de piedra adornada de un frágil pasamano. Una reducida pero elegante galería le daba entrada, y recibía luz de una cúpula bastante elevada y de algunos calados rosetones; todo lo cual, junto con los muebles ricos, pero severos, que la decoraban, le daban un aspecto majestuoso y grave.

      Los religiosos dejaron en esta sala a don Álvaro por espacio de algunos minutos, al cabo de los cuales entró el abad. Era éste un monje como de cincuenta años, calvo, de facciones muy acentuadas, pero en que se descubría más austeridad y rigor que no mansedumbre evangélica; enflaquecido por los ayunos y penitencias, pero vigoroso aún en sus movimientos. Se conocía a primera vista que su condición austera y sombría, aunque recta y sana, le inclinaba más bien a empuñar los rayos de la religión que no a cubrir con las alas de la clemencia las miserias humanas. A pesar de todo, recibió a don Álvaro con bondad y aun pudiéramos decir con efusión, atendido su carácter, porque le tenía en gran estima, y después de los indispensables cumplimientos se puso a leer la carta del maestre. A medida que la recorría iban amontonándose nubarrones en su frente dura y arrugada, tristes presagios para don Álvaro; hasta que, concluída, por último le dijo con su voz enérgica y sonora:

      —Siempre he estimado a vuestra casa: vuestro padre fué uno de los pocos amigos que Dios me concedió en mi juventud, y vuestro tío es un justo, a pesar del hábito que le cubre; pero ¿cómo queréis que yo me mezcle ahora en negocios mundanos, ajenos a mis años y carácter, ni que vaya a desconcertar un proyecto en que el señor de Arganza piensa cobrar tanta honra para su linaje?

      —Pero, padre mío—contestó don Álvaro—, la paz de vuestra hija de penitencia, el amor que la tenéis, la delicadeza de mi proceder y tal vez el sosiego de esta comarca son asuntos dignos de vuestro augusto ministerio y del sello de santidad que ponéis en cuanto tocáis. ¿Imagináis que doña Beatriz encuentre gran ventura en brazos del conde?

      —Pobre paloma sin mancilla—repuso el abad con una voz casi enternecida—: su alma es pura como el cristal del lago de Carucedo, cuando en la noche se pintan en su fondo todas las estrellas del cielo, y ese reguero de maldición acabará por enturbiar y amargar este agua limpia y serena.

      Quedáronse entrambos callados por un buen rato, hasta que el abad, como hombre que adopta una resolución inmutable, le dijo:

      —¿Seríais capaz de cualquier empresa por lograr a doña Beatriz?

      —¿Eso dudáis, padre?—contestó el caballero—; sería capaz de todo lo que no me envileciese a sus ojos.

      —Pues entonces—añadió el abad—, yo haré desistir a don Alonso de sus ambiciosos planes, con una condición: y es que os habéis de apartar de la alianza de los templarios.

      El rostro de don Álvaro se encendió en ira, y en seguida perdió el color hasta quedarse como un difunto, en cuanto oyó semejante proposición. Pudo sin embargo contenerse, y se contentó con responder, aunque en voz algo trémula y cortada:

      —Vuestro corazón está ciego, pues no ve que doña Beatriz sería la primera en despreciar a quien tan mala cuenta daba de su honra: la dicha siempre es menos que el honor. ¿Cómo queríais que faltase en la hora del riesgo a mi buen tío y a sus hermanos? ¡Otra opinión creí mereceros!

      —Nunca estuvo la honra—respondió el abad con vehemencia—en contribuir a la obra de tinieblas, ni en hacer causa común con los inicuos.

      —¿Y sois vos—le preguntó el caballero con sentido acento—, vos, un hijo de San Bernardo, el que habla en esos términos de sus hermanos? ¿Vos obscurecéis de esa manera la cruz que resplandeció en la Palestina con tan gloriosos rayos, y que ha menguado en España las lunas sarracenas? ¿Vos humilláis vuestra sabiduría hasta recoger las hablillas de un vulgo fiero y maldiciente?

      —¡Ah!—repuso el monje con el mismo calor, aunque con un acento doloroso—; ¡pluguiera al cielo que sólo en boca de la plebe anduviese el nombre del Temple! Pero el papa ve los desmanes del rey de Francia sin fulminar sobre él los rayos de su poder, y ¿pensáis que así abandonaría a sus hijos, no ha mucho tiempo de bendición, si la inocencia no los hubiera abandonado


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