El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
Читать онлайн книгу.tocaron a la oración matutina con regocijados sonidos, y el sacristán abrió las puertas de la iglesia, dirigiéndose a la sacristía; por manera que don Álvaro pudo salir sin ser visto. Encaminóse luego precipitadamente al monte, donde Millán había pasado la noche con los caballos, y montando en ellos, por sendas y veredas excusadas llegaron prontamente a Bembibre.
CAPÍTULO VIII
Cuantos días siguieron al encierro de doña Beatriz fueron efectivamente para el señor de Bembibre todo lo penosos y desabridos que le hemos oído decir, y aún algo más. Sin embargo, su natural violento e impetuoso mal podía avenirse con un pesar desmayado y apático, y día y noche había estado trazando proyectos a cuál más desesperados. Unas veces pensaba en forzar a mano armada el asilo pacífico de Villabuena al frente de sus hombres de armas en mitad del día y con la enseña de su casa desplegada. Otras resolvía enviar un cartel al conde de Lemus. Ya imaginaba pedir auxilio a algunos caballeros templarios, y sobre todo al comendador Saldaña, alcaide de Cornatel, que sin duda se hubieran prestado en odio del enemigo común, y ya finalmente, aunque como relámpago fugaz, parto de la tempestad que estremecía su alma, llegó a aparecérsele la idea de una alianza con un jefe de bandidos y proscritos llamado el Herrero, que de cuando en cuando se presentaba en aquellas montañas a la cabeza de una cuadrilla de gentes, restos de las disensiones domésticas que habían agitado hasta entonces la corona de Castilla.
Comoquiera, a cada una de estas quimeras salía al paso prontamente ya la noble figura de doña Beatriz, indignada de su audacia; ya el venerable semblante de su tío el maestre, que le daba en rostro con los peligros que acarreaba a la orden; ya finalmente la voz inexorable de su propio honor, que le vedaba otros caminos; y entonces el caballero volvía a su lucha y a sus angustias, temblando por su única esperanza y entregado a todos los vaivenes de la incertidumbre. En tal estado sucedió la escena de que hemos dado cuenta a nuestros lectores, y don Álvaro hubo de ceder en sus desmandados propósitos, por ventura avergonzado de que la elevación de ánimo de una sola y desamparada doncella así aleccionase su impaciencia. De todas maneras aquella conversación que había descorrido enteramente el velo y manifestado el corazón de su amante en el lleno de su virtud y belleza, contribuyó no poco a sosegar su espíritu, rodeado hasta allí de sombras y espantos.
Así se pasó algún tiempo sin que don Alonso hostigase a su hija, siguiendo en esto los consejos de su mujer y de la piadosa abadesa; y doña Beatriz, por su parte, sin quejarse de su situación y convertida en un objeto de simpatía y de ternura para aquellas buenas religiosas, que se hacían lenguas de su hermosura y apacible condición. Gozaba, como hemos dicho, de bastante libertad y paseaba por las huertas y sotos que encerraba la cerca del monasterio, y su corazón llagado se entregaba con inefable placer a aquellos indefinibles goces del espíritu que ofrece el espectáculo de una naturaleza frondosa y apacible. Su alma se fortificaba en la soledad, y aquella pasión pura en su esencia se purificaba y acendraba más y más en el crisol del sufrimiento, ahondando sus raíces a manera de un árbol místico en el campo del destierro y levantando sus ramas marchitas en busca del rocío bienhechor de los cielos.
Esta calma, sin embargo, duró muy poco. El conde de Lemus volvió a presentarse reclamando sus derechos, y don Alonso entonces intimó a su hija su última e irrevocable resolución. Como este era un suceso que forzosamente había de llegar, la joven no manifestó sorpresa ni disgusto alguno, y se contentó con rogar a su padre que le dejase hablar a solas con el conde, demanda a que no pudo menos de acceder.
Como nuestros lectores habrán de tratar un poco más de cerca a este personaje en el curso de esta historia, no llevarán a mal que les demos una ligera idea de él. Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, y señor el más poderoso de toda Galicia, era un hombre a quien venían por juro de heredad la turbulencia, el desasosiego y la rebelión, pues sus antecesores, a trueque de engrandecer su casa, no habían desperdiciado ocasión, entre las muchas que se les presentaron cuando el trono glorioso de San Fernando se deslustró en manos de su hijo y de su nieto con la sangre de las revueltas intestinas. Don Pedro, por su parte, como venido al mundo en época más acomodada a estos designios, pues alcanzó la minoría turbulenta de don Fernando el Emplazado, aumentó copiosamente sus haciendas y vasallos con la ayuda del infante don Juan, que entonces estaba apoderado del reino de León, y sin reparar en ninguna clase de medios. Por aquel tiempo fué cuando, con amenaza de pasarse al usurpador, arrancó a la reina doña María la dádiva del rico lugar de Monforte con todos sus términos, abandonándola en seguida y engrosando las filas de su enemigo. Esta ruindad, que, por su carácter público y ruidoso, de todos era conocida, tal vez no equivalía a los desafueros de que eran teatro entonces sus extendidos dominios. Frío de corazón, como la mayor parte de los ambiciosos; sediento de poder y riquezas con que allanar el camino de sus deseos; de muchos temido, de algunos solicitado y odiado del mayor número, su nombre había llegado a ser un objeto de repugnancia para todas las gentes dotadas de algún pundonor y bondad. A vueltas de tantos y tan capitales vicios no dejaba de poseer cualidades de brillo: su orgullo desmedido se convertía en valor siempre que la ocasión lo requería; sus modales eran nobles y desembarazados, y no faltaba a los deberes de la liberalidad en muchas circunstancias, aunque la vanidad y el cálculo fuesen el móvil secreto de sus acciones.
Este era el hombre con quien debía unir su suerte doña Beatriz. Cuando llegó el día de la entrevista se adornó uno de los locutorios del convento con esmero para recibir a un señor tan poderoso y presunto esposo de una parienta inmediata de la superiora. La comitiva del conde, con don Alonso y algún otro hidalguillo del país, ocupaban una pieza algo apartada, mientras él, sentado en un sillón a la orilla de la reja, aguardaba con cierta impaciencia, y aun zozobra, la aparición de doña Beatriz.
Llegó, por fin, ésta acompañada de su tía y ataviada como aquel caso lo pedía, y haciendo una ligera reverencia al conde se sentó en otro sillón destinado para ella en la parte de adentro de la reja. La abadesa, después de corresponder al cortés saludo y cumplimientos del caballero, se retiró, dejándolos solos. Doña Beatriz, entretanto, observó con cuidado el aire y facciones de aquel hombre que tantos disgustos le había acarreado y que tantos otros podía acarrearle todavía. Pasaba de treinta años, y su estatura era mediana, su semblante de cierta regularidad; carecía, sin embargo, de atractivo, o por mejor decir repulsaba por la expresión de ironía que había en sus labios delgados, revestidos de cierto gesto sardónico; por el fuego incierto y vagaroso de sus miradas, en que no asomaba ningún vislumbre de franqueza y lealtad, y, finalmente, por su frente altanera y ligeramente surcada de arrugas, rastro de pasiones interesadas y rencorosas, no de la meditación ni de los pesares. Venía cubierto de un rico vestido y traía al cuello, pendiente de una cadena de oro, la cruz de Santiago. Habíase quedado en pie y con los ojos fijos en aquella hermosa aparición, que, sin duda, encontraba superior a los encarecimientos que le habían hecho. Doña Beatriz le hizo un ademán lleno de nobleza para que se sentase.
—No haré tal, hermosa señora—respondió él cortésmente—, porque vuestro vasallo nunca querría igualarse con vos, que en todos los torneos del mundo seríais la reina de la hermosura. ¡Ojalá fuérais igualmente la de los amores!
—Galán sois—respondió doña Beatriz—y no esperaba yo menos de un caballero tal; pero ya sabéis que las reinas gustamos de ser obedecidas, y así espero que os sentéis. Tengo, además, que deciros cosas en que a entrambos nos va mucho—añadió con la mayor seriedad.
El conde se sentó no poco cuidadoso, viendo el rumbo que parecía tomar la conversación,