El Idiota. Федор Достоевский

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El Idiota - Федор Достоевский


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ahora mismo lo que dices. ¡No quedaría yo poco descansado si cumplieses lo que amenazas! ¿Cómo es eso, príncipe? ¿Se decide al fin a dejarnos solos? —concluyó, viendo que Michkin se incorporaba.

      En el tono de la voz de Gania se revelaba que la cólera del joven había llegado a ese extremo en el que el hombre se complace en manifestarla, si cabe la expresión, abandonándose a ella libremente sean cuales fueren sus consecuencias. Michkin, ya junto a la puerta, se volvió para contestar; pero el rostro descompuesto del que le increpaba hízole comprender que sólo faltaba una gota para desbordar el vaso y juzgó prudente salir sin responder. Cuando se hubo retirado, la discusión continuó, más enconada y ardiente que nunca.

      Para llegar a su cuarto, el príncipe debía atravesar el comedor, la antesala y el pasillo. En la antesala creyó notar que alguien hacía esfuerzos para agitar la campanilla exterior, pero seguramente estaba estropeada, porque se movía sin sonar. El príncipe descorrió el cerrojo, abrió la puerta y retrocedió. Ante él se encontraba Nastasia Filipovna. La reconoció inmediatamente, evocando su retrato. Al ver a Michkin, la cólera brilló en los ojos de la visitante. Entró vivamente en el piso, empujando al príncipe con el hombro y dijo, con voz irritada, mientras se quitaba el abrigo de piel:

      –Ya que eres tan perezoso que no arreglas la campanilla, al menos debieras estar aquí para cuando llaman. ¡Vamos! ¡Pues no ha dejado ahora caer mi abrigo! ¡Qué mastuerzo!

      En efecto, el abrigo de piel yacía en el pavimento. Nastasia Filipovna, en vez de esperar que se lo quitasen, se había despojado de él por sí sola, lanzándolo a Michkin, que no supo cogerlo al vuelo.

      –¡Mereces que te echen a la calle! ¡Anúnciame!

      El príncipe quiso hablar, pero en su turbación no acertó a proferir una palabra y, llevando en la mano el abrigo que acababa de recoger, se dirigió al salón. —Pero ¡si se lleva mi abrigo! ¿Por qué te lo llevas? ¡Ja, ja, ja! Debes haberte vuelto loco, ¿no?

      El príncipe desanduvo lo andado y miró estupefacto a Nastasia Filipovna. Viéndola reír, sonrió a su vez, pero su lengua parecía pegada al paladar. En el momento de abrir la puerta a la joven, se había puesto muy pálido, ahora toda su sangre le afluía a la cara.

      –¡Qué idiota! —exclamó Nastasia Filipovna, dando un golpe en el suelo con el pie, en su indignación—. ¿Adónde vas? ¿A quién vas a anunciar?

      –A Nastasia Filipovna —balbució el príncipe.

      –¿Me conoces? —exclamó ella vivamente—. ¡Pero si no te he visto hasta hoy! Ea, anúnciame… ¿Por qué gritan tanto ahí dentro?

      –Están disputando —respondió Michkin.

      Cuando entró en el salón, las cosas amenazaban adquirir mal sesgo. Nina Alejandrovna parecía a punto de olvidar que se «sometía a todo» y defendía a Varia con calor. Ptitzin se había guardado en el bolsillo su papel lleno de números y tomaba partido por la joven. Ésta, que no tenía nada de tímida, recibía sin pestañear las groserías, cada vez más brutales, con que su hermano intentaba abrumarla. Varia sabía que en aquellos casos le bastaba callar y mirar a Gania con persistente mofa para exasperarle.

      En aquel momento Michkin penetró en la estancia y anunció:

      –Nastasia Filipovna.

      IX

      Un silencio general siguió a aquellas palabras. Todos miraron a Michkin como si no le comprendieran y desearan no comprenderle. El espanto había paralizado a Gania. La visita de Nastasia Filipovna, y especialmente en tal ocasión, constituía para todos el hecho más extraño, inesperado e inquietante que cupiera suponer. Ante todo, era la primera vez que aquella mujer acudía a casa de los Ivolguin. Hasta entonces habíase mostrado tan desdeñosa respecto a ellos, que nunca, hablando con Gania, manifestaba el menor deseo de ser presentada a la familia del joven. Y desde hacía cierto tiempo no hablaba más de los Ivolguin que si no existieran. Por un lado, Gania celebraba que Nastasia Filipovna prescindiese de un tema de conversación tan poco grato para él; pero en el fondo de su corazón sentía un amargo rencor motivado por aquella indiferencia despectiva. En todo caso, juzgaba a Nastasia Filipovna mucho más capaz de mofarse de sus allegados que de hacerles objeto de una atención, porque ella, como Gania sabía muy bien, desde que el joven pidiera su mano, estaba perfectamente informada de cuanto sucedía en casa de los Ivolguin, y se hallaba al corriente de cómo la consideraba la familia. Su visita, pues, en este momento, es decir, después del regalo del retrato y algunas horas antes de la velada en que ella decidiría sobre la pretensión de Gabriel Ardalionovich, parecía tener un significado casi equivalente ya a la decisión en sí.

      La duda que se leía en todas las miradas, fijas aún en el príncipe, no duró mucho. Nastasia Filipovna apareció en persona a la puerta del salón y penetró en él, empujando al príncipe una vez más.

      –¡Al fin he logrado pasar! ¡No sé para qué les vale la campanilla! —dijo alegremente, tendiendo la mano a Gania, que se había precipitado hacia ella—. ¡Qué cara de asombro, amigo mío! Ea, presénteme a su familia, se lo ruego.

      El joven, desconcertado, le presentó primero a Varia. Las dos mujeres cambiaron extrañas miradas antes de estrecharse la mano. Nastasia Filipovna reía, afectando satisfacción, pero Varia no se tomó la molestia de fingir. Por el contrario, examinó largamente a la visitante con expresión sombría sin que en su rostro asomase la menor traza de la sonrisa obligada en una circunstancia como aquella. Gania se sintió desfallecer.

      Pero no era momento de súplicas. Por lo tanto, dirigió a su hermana una mirada amenazadora. La joven comprendió en el acto la trascendental importancia que el instante presente tenía para su hermano. Resolvió, pues, mostrarse más amable y sus labios esbozaron una especie de sonrisa en honor de Nastasia Filipovna. Todos los miembros de la familia Ivolguin conservaban, aun en momentos de tal tirantez, un vivo afecto mutuo.

      Después de efectuar la presentación de Varia a Nastasia Filipovna, Gania presentó ésta a su madre. En su turbación, el joven no se daba cuenta de lo que hacía. Nina Alejandrovna se mostró razonable, mas apenas había empezado a hablar del «mucho placer», etc., la visitante, sin escucharla, interpeló repentinamente a Gania mientras se instalaba —aun cuando no se la había invitado a tomar asiento— en un sofá de un rincón cercano a la ventana:

      –¿Dónde tiene usted su despacho? Y… ¿y dónde están los huéspedes? Porque creo que ustedes alquilan habitaciones, ¿no?

      Gania, enrojeciendo, tartamudeó una respuesta ininteligible.

      –Pero ¿disponen de sitio para ellos? ¿Y no tiene usted despacho? —insistió Nastasia Filipovna—. ¿Qué? ¿Da buenas ganancias el negocio? —preguntó súbitamente a Nina Alejandrovna.

      –Desde el momento en que uno acepta los naturales inconvenientes, es en espera de obtener algún beneficio —repuso la madre de Gania—. Pero nosotros acabamos de…

      Nastasia Filipovna, como resuelta a no atenderla, dirigió los ojos a Gania, rompió a reír y dijo:

      –¡Qué cara tiene usted! ¡Dios mío, qué aspecto presenta en este momento!

      Su hilaridad duró algunos instantes. Y en rigor Gania no parecía el de costumbre. Su estupefacción, su cómico abatimiento habían desaparecido de repente, pero estaba espantosamente pálido y tenía los labios contraídos, mientras fijaba, silencioso, los ojos en la visitante, que seguía riendo.

      El príncipe, incapaz aún de sacudir la especie de catalepsia en que le sumiera la llegada de Nastasia Filipovna, permanecía como petrificado en la puerta del salón. Sin embargo, la palidez y la alteración del semblante de Gania le impresionaron y, no pudiendo contenerse, avanzó hacia él:

      –Beba un poco de agua —le dijo en voz baja— y no mire de ese modo.

      Era notorio que no había por qué buscar sobrentendidos ni segundas intenciones en aquellas palabras, surgidas espontáneamente de la boca de Michkin sin que él les atribuyese significado particular alguno; pero, aun así, produjeron un efecto extraordinario. Fue como si toda la cólera de Gania se volviese de repente contra Michkin. Asióle por


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