El Idiota. Федор Достоевский
Читать онлайн книгу.no me visita nunca? ¿Es que se esconde usted o que le esconde su hijo? Usted podría visitarme sin comprometer a nadie…
–Los hijos y los padres del siglo diecinueve… —comenzó otra vez el general.
–Nastasia Filipovna, dispense por un momento a mi marido. Le buscan fuera —intervino Nina Alejendrovna en voz alta.
–¿Qué le dispense? ¡Oh, permítame! ¡Hace tanto que deseaba conocer al general! ¡He oído hablar de él tan a menudo! ¿Qué ocupaciones puede tener? ¿No está retirado? ¿Verdad que no me abandonará, general?
–Le prometo que volverá luego. Pero ahora necesita descanso.
–¡Necesita usted descanso, según dicen, Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nastasia Filipovna con el rostro descontento y enfurruñado de una niña caprichosa a la que se quita un juguete.
Pero el general no se prestó de buen grado al subterfugio e hizo todo lo posible para convertir su situación en más absurda que antes.
–¡Querida, querida! —dijo con tono de reproche y mucha solemnidad, dirigiéndose a su mujer y llevándose la mano al corazón.
–¿No se irá usted de aquí, mamá? —preguntó Bárbara Ardalionovna en voz alta.
–No, hija: me quedaré hasta el fin.
Nastasia Filipovna no pudo dejar de oír la pregunta y la respuesta, pero no le produjeron otro efecto sino el de ponerla de mejor humor. En seguida comenzó a abrumar a preguntas al general. Cinco minutos más tarde, Ardalion Alejandrovich peroraba en inmejorable disposición de ánimo entre carcajadas de los reunidos.
Kolia tiró de la manga al príncipe.
–¡Debe usted llevárselo de aquí, sea como fuere! ¡Se lo ruego! ¡Parece mentira! —Y en los ojos del pobre muchacho brillaban lágrimas de indignación—. ¡Maldito Gania! —agregó para sí.
El general seguía contestando con gran verbosidad a las preguntas de Nastasia Filipovna.
–He tenido, en efecto, mucha amistad con Ivan Fedorovich Epanchin. Él, yo y el difunto príncipe León Nicolaievich Michkin, a cuyo hijo he abrazado hace poco, después de no verle durante más de veinte años, éramos inseparables, una cosa así como los tres mosqueteros: Athos, Porthos y Aramis. Pero ¡ay!, uno yace en la tumba, muerto por una calumnia y por una bala, otro se encuentra ante usted luchando también con las calumnias y las balas…
–¿Con las balas? —exclamó Nastasia Filipovna.
–Aquí están en mi pecho, y aun me duelen cuando el tiempo cambia. Las recibí en el asedio de Kars. En los demás sentidos, vivo como un filósofo: paseo, juego a las damas en el café, como un burgués retirado de los negocios, y leo la Indépendence. En cuanto a Epanchin, nuestro Porthos, no mantengo relaciones con él desde un incidente que me sucedió hace tres años en el tren, por culpa de un falderillo…
–¿De un falderillo? ¿Qué le pasó? —dijo, con viva curiosidad, la visitante—. ¿Un incidente a propósito de un faldero? ¿Y en el tren? —añadió, como si las palabras del general le recordasen algo conocido.
–Fue un incidente tonto, que casi no merece mención. Me sucedió con la señora Schmidt, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky. Pero no vale la pena de referirlo.
–¡Sí! ¡Cuéntelo! —exclamó Nastasia Filipovna, jovial.
–Yo no había oído hablar de ello antes —observó Ferdychenko «C'est du noveau».
–¡Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nina Alejandrovna, suplicante.
–¡Papá: ahí fuera preguntan por usted! —manifestó Kolia.
–La historia es estúpida y puede ser contada en dos palabras —empezó el general, con aire de suficiencia—. Hace dos años, poco más o menos, se acababa de inaugurar la línea férrea de… Teniendo que hacer un viaje de mucha importancia relacionado con mi retiro, me puse un traje civil y fui a la estación. Tomo allí un billete de primera clase, subo al tren, me siento y empiezo a fumar. O mejor dicho, continúo fumando, porque tenía el cigarro encendido antes de subir al coche. Yo iba solo en el departamento. No está permitido fumar, pero tampoco prohibido, así que es una cosa sentida a medias. Además, estaba abierta la ventanilla. De pronto, en el momento de ir a salir el convoy, dos señoras que llevan un falderillo suben al departamento y se instalan frente a mí. La una ostenta un lujoso vestido azul celeste. La otra, de apariencia más modesta, viste un traje de seda negra, con esclavina. Las viajeras tienen un aspecto importante, miran en torno con altivez y hablan en lengua inglesa. Yo, naturalmente, continúo fumando como si tal cosa. Para ser más exacto, debo decir que vacilé un momento, pero en seguida me dije: «Puesto que la ventanilla va abierta, el humo no puede molestarlas». El faldero va sobre las rodillas de la señora de azul. Es muy pequeño, no mayor que mi puño, negro, con las patas blancas y muy raro. Luce un collar de plata con una inscripción. Yo prosigo fumando sin preocuparme de mis compañeras de viaje, aunque noto que parecen desazonadas. Sin duda es mi cigarro el que las pone de mal humor. Una de ellas me mira a través de sus impertinentes de carey. Pero yo sigo impasible. ¡Cómo no dicen nada! Si me hubiesen indicado algo, hecho una alusión, cualquier cosa… ¡Para algo se tiene lengua! Pero no; callan. De improviso, sin la menor advertencia previa, como si se volviese loca repentinamente, la dama del vestido azul me arranca el cigarro de las manos y lo tira por la ventanilla. El tren vuela. Yo la miro asombrado. Es una mujer estrafalaria, realmente estrafalaria, gruesa, de saludable aspecto, corpulenta, rubia, de mejillas rosadas (y hasta demasiado rosadas ¿saben?). Sus ojos, fijos en mí, exhalan relámpagos. Sin pronunciar una palabra, con perfecta cortesía, una cortesía casi refinada, me adelanto hacia el faldero, lo cojo por el cuello y, ¡zas!, lo envío a hacer compañía al cigarro. No tuvo tiempo más que de lanzar un ligero ladrido. Y el tren continuó su carrera…
–¡Es usted un monstruo! —exclamó Nastasia Filipovna, riendo y palmoteando como una niña.
–¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko.
Ptitzin no pudo reprimir una sonrisa, aunque le había disgustado también la aparición del general. El propio Kolia, que tan intranquilo parecía antes, acogió con aplausos y risas el relato de su padre.
–Y yo estaba en mi derecho y me sobraba la razón —prosiguió triunfalmente el general—, porque si está prohibido fumar en el tren, con mayor motivo está prohibido llevar perros.
–¡Bravo, papá! —exclamó Kolia con entusiasmo—. ¡Es magnífico! Yo habría hecho sin duda lo mismo que tú. ¡Desde luego!
–¿Y qué le pareció aquello a la señora? —preguntó Nastasia Filipovna, impaciente por conocer el desenlace de la aventura.
–Aquí es precisamente donde el incidente se convierte en desagradable —repuso el general arrugando el entrecejo—. Sin decir una palabra, sin advertencia alguna, la señora me asestó una bofetada. ¡Cuándo le digo que era una mujer estrafalaria!
–¿Y qué hizo usted entonces?
El general bajó la vista, arqueó las cejas, encogió los hombros, apretó los labios, abrió los brazos y, tras un instante de silencio, dijo bruscamente:
–No pude contenerme.
–Y, ¿le pegó duro?
–Le aseguro que no. Se produjo un escándalo, pero no le pegué con fuerza. Me limité a defenderme, a rechazar el ataque. Desgraciadamente, todo el asunto parecía organizado por el mismo demonio. La señora del vestido azul resultó ser una inglesa, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky, y la dama de negro era la mayor de las hijas de la princesa, una soltera de treinta y cinco años. Sabida es la intimidad que existe entre el general Epanchin y esa familia. Hubo lágrimas, desmayos, se vistió luto por el perrillo favorito, las seis hijas de la princesa unieron sus lágrimas a las de la institutriz… En resumen: el fin del mundo. Desde luego yo presenté excusas, escribí una carta… Pero no se me quiso recibir ni a mí ni a mi carta. De allí resulté mi ruptura con los Epanchin y finalmente mi expulsión del ejército.
–Dispénseme