El Idiota. Федор Достоевский

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El Idiota - Федор Достоевский


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no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de sufrir ese «tormento»?

      –A mi juicio, no.

      –Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas condiciones?

      –Muy vergonzoso.

      –Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.

      –No; lo que voy a decirle no se le ha ocurrido. A mí me extraña mucho su extraordinaria certeza.

      –¿De qué?

      –De que Nastasia Filipovna no pueda dejar de casarse con usted. Su seguridad de que el asunto es cosa arreglada. Y aun admitiendo que se case con ella, me sorprende verle tan seguro de recibir los setenta y cinco mil rublos. Desde luego hay en este caso muchos detalles que ignoro…

      Gania, con un brusco movimiento, se acercó a Michkin.

      –Claro: no lo sabe usted todo —dijo—. ¿Por qué había de resignarme yo a esa carga de no mediar dinero?

      –Me parece que casos así se producen con mucha frecuencia: uno se casa por interés y el dinero queda en manos de la esposa.

      –En este caso, no… Aquí median… median circunstancias especiales —repuso Gania, tomándose pensativo y preocupado—. Y en cuanto a la contestación de ella no hay duda alguna —se apresuró a añadir—: ¿De qué saca usted en limpio que puede negarme su mano?

      –No sé sino lo que he visto. También Bárbara Ardalionovna le ha manifestado hace un momento…

      –Las palabras de mi hermana no tienen importancia. No sabe lo que dice. Y respecto a Rogochin, estoy seguro de que Nastasia Filipovna se ha burlado de él. Me he dado muy buena cuenta… Era evidente. Antes he tenido cierto temor, pero ahora lo veo todo con claridad. Acaso me objete usted que su modo de comportarse con mis padres y con Varia…

      –Y con usted.

      –Lo admito. Pero en todo esto hay un antiguo rencor femenino, y nada más. Nastasia Filipovna es una mujer terriblemente irascible, vengativa y orgullosa. ¡Parece un empleado pospuesto en el ascenso! Ella quería alardear de su desprecio por mí y por mí, no lo niego… Y sin embargo, se casará conmigo. Usted no tiene idea de las comedias que el amor propio sugiere al ser humano. Nastasia Filipovna me considera despreciable, porque me caso únicamente por el dinero con una mujer que ha sido de otro hombre, y no sabe que cualquiera en mi caso se portaría mucho más vilmente, porque se aproximaría a ella dirigiéndole discursos liberales y avanzados, explotando hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su «nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!

      –¿La amó usted antes de esto?

      –Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo.

      –Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro… Eso es lo que me extraña.

      –Hay ciertas razones… Usted no lo sabe todo, príncipe… Es que… Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio: «Quien bien te quiere, te hará llorar». Ella me considerará siempre como un bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un necio… Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte, querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted, porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en honradez a Ptitzin… ¡Figúrese! Creo que se ríe usted… Pero ¿no sabe que los granujas estiman a la gente honrada? Y yo… Aunque, por otra parte, ¿por qué he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja? ¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja también. ¡Adelante, pues, con la granujería!

      –Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—. No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado, no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta de originalidad.

      Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.

      –¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.

      –No.

      –Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿le ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía…

      Y Gania rompió en una franca carcajada.

      –¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.

      –Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría podido portarse de otro modo… Es usted, pues, capaz de hablar y proceder todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos. Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.

      –¿Y qué quiere deducir de eso?

      –Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.

      –¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto, príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría, porque soy muy débil aún


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