El Idiota. Федор Достоевский

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El Idiota - Федор Достоевский


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a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía cortaplumas. Empezó con un kopec y ahora posee sesenta mil rublos. Pero ¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos particulares, que soy un hombre corriente… Usted me ha hecho el honor de no considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico, entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que me propongo. «Rira bien qui rira le dernier». ¿Por qué cree usted que Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego… En fin, ya hemos hablado bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos. Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría convertido en su enemigo?

      Michkin reflexionó un momento y luego rompió a reír.

      –Sí, se habría convertido en ello, sin duda; pero no por mucho tiempo. Más adelante, le hubiera sido imposible conservar semejante sentimiento y me habría perdonado.

      –¡Hola! ¡Con usted hay que ser prudente! ¿Quién sabe si no es usted ya enemigo mío? A propósito —y rio—, ya olvidaba preguntárselo… Me parece que Nastasia Filipovna le ha gustado mucho. ¿Es cierto?

      –Sí, me gusta.

      –¿Está usted enamorado de ella?

      –No… no.

      –Vaya, se pone usted encarnado y se siente inquieto… No importa, no importa… ¿Ve? Ya no me río. Hasta luego… Escuche: ¿sabe que Nastasia Filipovna es una mujer virtuosa? ¿No le parece increíble? ¿Se figura que mantiene relaciones íntimas con Totsky? ¡Nada de eso! Hace mucho tiempo que no. ¿Y ha notado también que a veces es muy poco dueña de sí, y que hoy ha perdido la serenidad en algunos momentos? Eso es indudable. Así son siempre las personas amigas de dominar a los demás. Ea, adiós…

      Gania salió con mucha más animación que había entrado y ya en la plenitud de su buen humor. Michkin permaneció inmóvil y pensativo durante diez minutos.

      Kolia entreabrió la puerta otra vez y asomó apenas la cabeza.

      –No tengo ganas de comer, Kolia. He almorzado muy fuerte con los Epanchin.

      Kolia penetró en la habitación y tendió al príncipe un pliego doblado y cerrado. Era una nota escrita por el general. En el rostro del muchacho se notaba lo ingrato que le era encargarse de semejante comisión. Una vez leído el mensaje, Michkin se levantó y cogió su sombrero.

      –Es a dos pasos de aquí —dijo Kolia, confuso—. Papá está bebiendo. Cómo se ha podido arreglar para abrirse crédito en ese establecimiento, es cosa que no acierto a comprender. Querido príncipe, le ruego que no diga a mi familia que le he traído esa nota. He jurado mil veces que no aceptaría tales comisiones, poro no tengo luego el valor de negarme. Le ruego que no haga cumplidos con papá. Déle unas pocas monedas, lo que tenga suelto, y asunto terminado…

      –Tengo interés en ver a su padre, Kolia. Quiero hablarle de un asunto… Vamos…

      XII

      Kolia condujo a Michkin a la Litinaya. Allí, en un café con billar anexo, situado en un piso bajo, Ardalion Alejandrovich se hallaba en un reservado del rincón derecho, con el aire de un parroquiano habitual. Tenía una botella ante sí y leía un ejemplar de la «Indépendence Beige», mientras esperaba al príncipe. Viéndole entrar, dejó el periódico y se entregó a una explicación prolija y verbosa de la que Michkin no comprendió casi nada, porque el general distaba mucho de hallarse sereno.

      –No llevo diez rublos sueltos —atajó Michkin—. Tome este billete de veinticinco, cámbielo y déme los quince que sobran, porque si no me quedo sin un groch.

      –Por supuesto. Ahora mismo…

      –Aparte eso quiero pedirle un favor… ¿No ha estado usted nunca en casa de Nastasia Filipovna?

      Ardalion Alejandrovich sonrió con irónica y triunfal fatuidad.

      –¿Qué si no he estado en su casa? ¿Es posible que me lo pregunte? ¡Varias veces, querido, varias veces! Pero finalmente he dejado de visitarla porque no quiero formar una unión inadmisible. Usted mismo lo ha visto y ha sido testigo de ello esta mañana. He hecho cuanto debe hacer un padre… pero un padre indulgente y benigno. Ahora va usted a saber cómo obra un padre deferente, y entonces veremos si un militar veterano y benemérito de su patria triunfa de la intriga o si una desvergonzada mujerzuela entra a viva fuerza en una familia noble.

      –Quería preguntarle si, como conocido, podía usted presentarme esta noche en casa de Nastasia Filipovna. Es absolutamente preciso que la vea hoy, porque necesito hablarle. Pero no sé cómo hacerme presentar en su casa. Cierto que ya me conoce; mas no he sido invitado a la reunión de hoy, y hoy precisamente la reunión es privada. Desde luego estoy dispuesto a prescindir de ciertas conveniencias… Si logro entrar en la casa, me tiene sin cuidado que luego se burlen de mí.

      –Su idea, joven amigo, coincide en todos los puntos con la mía —exclamó el general, encantado—. No ha sido sólo con motivo de esta pequeñez por lo que le he llamado —añadió, sin dejar por eso de embolsarse el billete—. Precisamente le quería proponer una expedición a casa de Nastasia Filipovna, o, mejor dicho, contra Nastasia Filipovna. ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Habrá que ver el efecto que le causa! Con el pretexto de una atención, la visitaré hoy, día de su cumpleaños, y entonces le haré saber mi voluntad… Indirectamente, claro, pero para el caso será lo mismo. Entonces Gania comprenderá cuál es su deber, y veremos si un padre anciano, encanecido al servicio de la patria y… y todo eso… impone la razón, o si… En fin: lo que haya de ser, será. Ha tenido usted una idea luminosa. Iremos a las nueve; nos sobra, pues, mucho tiempo.

      –¿Dónde vive Nastasia Filipovna?

      –Bastante lejos. En la casa Mitovtzov, cerca del Gran Teatro, en el primer piso. A pesar de ser el día de su cumpleaños, no habrá mucha gente y todos se retirarán pronto.

      Había anochecido hacía rato y aún continuaba el príncipe allí, escuchando la charla del general, quien iniciaba infinitos relatos sin terminar ninguno. Al llegar Michkin, Ivolguin había encargado una botella más, que bebió en una hora. Luego pidió otra, que vació igualmente. Era presumible que en el curso de sus libaciones el general habría tenido tiempo de narrar toda su historia.

      Al fin, el príncipe se levantó diciendo que no podía esperar más. Ardalion Alejandrovich bebió las últimas gotas restantes en la botella y salió, tambaleándose, de la habitación.

      Michkin se sentía desesperado. No acertaba a comprender cómo había tenido la necia ocurrencia de confiar en el general. En el fondo nunca aguardó de éste sino que le introdujera en casa de Nastasia Filipovna, aunque fuese a costa de cierto escándalo, pero el escándalo amenazaba sobrepasar las calculadas previsiones de Michkin. Ardalion Alejandrovich, perfectamente ebrio, dirigía a su compañero toda clase de discursos facundiosos y sentimentales, desbordándose en recriminaciones


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