Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi


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el contrario, el ascenso económico y social dentro de la estructura local es muy difícil. Y por más que esos elementos nuevos sean aquí más independientes con respecto a la administración virreinal, sus actitudes son esencialmente conservadoras; sólo un reducido sector del gran comercio muestra –como ya se ha visto– tendencias más innovadoras. Pero este sector, cuya debilidad a largo plazo se ha puntualizado, carece por otra parte de prestigio, y no sin motivo: está demasiado ligado a un clima de aventurerismo comercial que ya ha atraído a Buenos Aires a más de un mercader extranjero de poco claro pasado.

      Menos cómodamente que la estructura familiar, el refinado sistema de diferenciaciones sociales –dotado de plena vigencia en el Interior– se mantiene en las ciudades del Litoral pese a su desajuste con un estilo de economía más moderno. El mismo Azara descubre entre los pastores de las pampas una total indiferencia para las variedades étnicas que –reales o sólo nominales– están en la base de las diferenciaciones sociales en el resto de la comarca. Esto es inevitable, teniendo en cuenta que no es infrecuente que en ausencia del patrón la autoridad máxima en la estancia de ganados sea un capataz mulato o negro emancipado, cuando las hijas de ese capataz, habitante estable, son buscadas por los peones conchabados con un afán provocado a la vez por la escasez y por el prestigio social que las rodea. Pero la estancia no fija la única jerarquía social válida en esta región en progreso tumultuoso; estructuras de comercialización que se continúan con frecuencia en modos de comercio ilícito y aun en actividades de bandidaje crean otras aún menos institucionalizadas. En esta zona que es a la vez la más moderna y la más primitiva de la región rioplatense, la riqueza, el prestigio personal, superan a las consideraciones de linaje.

      Las zonas cerealeras y de pequeña ganadería aparecen a la vez mucho más ordenadas y más tradicionales. La agricultura litoral es, por su origen, derivación de la del Interior; el estilo de los cultivos, las dimensiones de la explotación, repiten en estas vastas extensiones desiertas el modelo elaborado en los estrechos oasis regados de las provincias de arriba. Hay razones decisivas para ello: la primera es la dificultad de cercar los campos, la dificultad aún mayor de defenderlos de otro modo de las devastaciones del ganado que obligaban a reducir las dimensiones de la explotación. La carestía de la mano de obra asalariada incidía en el mismo sentido; su costo era lo bastante alto y su rendimiento lo bastante bajo como para que, aun pocos años antes de la revolución, los propietarios que poseían los recursos para comprarlos prefiriesen acudir a los esclavos; los pequeños cultivadores cerealeros sólo podían en esta situación reducir al mínimo las necesidades de peones, reduciendo también el tamaño de la explotación.

      Aquí, como en las ciudades del Litoral, las jerarquías sociales se distribuyen sin seguir rigurosamente líneas de casta; no por esto son demasiado rápidamente afectadas por un proceso de modernización económica cuya incidencia es por otra parte muy variable: por el contrario, su persistencia misma contribuye a mantener a esa modernización en niveles superficiales. Tal como en las ciudades litorales, la crisis del orden social apoyado en la hegemonía de los grupos mercantiles sólo se dará aquí luego de que la revolución haya consolidado las consecuencias del comercio libre.

      Una división social según castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a los cambios económicos en el Litoral (salvo en la zona de ganadería nueva), parecen entonces definir el entero panorama de la comarca rioplatense. ¿Es este cuadro satisfactorio? A primera vista coincide bastante poco con los que más de una vez se han trazado para rastrear en la sociedad colonial no sólo las tensiones que llevarían a la crisis revolucionaria sino ciertos rasgos que anticiparían en ella tendencias igualitarias propias del futuro orden republicano. Y sin duda estos rasgos aparecen confirmados por testimonios particularmente sagaces acerca de los últimos tiempos coloniales. Azara ha insistido en el sentimiento de igualdad vigente entre todos los blancos del área rioplatense, al margen de sus diferencias económicas; ha subrayado la ausencia de una aristocracia titulada y aun de una clase terrateniente dotada de viejo prestigio que hiciese sus veces. Estas observaciones, referidas al Litoral, y en especial a sus zonas de más nueva población, pueden sin embargo ser integradas con otros testimonios del mismo Azara, que nos muestran las tensiones que un rígido sistema de desigualdades crea en una sociedad a primera vista igualitaria. Sin duda las nuevas tierras ganaderas conocen una igualdad más auténtica que las de colonización más antigua; sin duda en ellas las diferenciaciones de casta no cuentan y las economías no están aún institucionalizadas y son extremadamente fluidas. Pero no sólo esta zona es relativamente marginal, no sólo engloba a una parte pequeña de la población rioplatense; la igualdad que en ella rige se parece mucho a la de los parias: sus habitantes son globalmente menospreciados por los de las tierras que conocen un orden mejor consolidado. Luego de la revolución, la imagen que se difunde desde Buenos Aires de los jefes rurales del nuevo Litoral ganadero mostrará muy bien qué reservas despiertan: Artigas, hijo de un alto funcionario, heredero de tierras y ganados, es presentado como un bandolero que gusta del saqueo porque no tiene nada que perder; el entrerriano Ramírez, hacendado, hijo de hacendado y luego hijastro de un acaudalado comerciante es, según sus enemigos de la capital, un famélico ex peón de carpintería que quiere llegar a más. A través de estas fantasías denigratorias se muestra muy bien hasta qué punto las jerarquías que la riqueza y el poder están improvisando en las zonas de nueva ganadería, todavía relativamente accesibles para quienes sepan aprovechar las


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