Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi


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      Pero en las zonas de más vieja colonización el orden social está marcado por la existencia de desigualdades que alimentan tensiones crecientes. En los últimos tiempos coloniales estas tensiones llevan a una impaciencia igualmente en aumento frente a otra línea de diferenciación que, sin estar recogida en el esquema de sociedad tenido por válido, se ve gravitar de modo que comienza a parecer insoportable. Es la que opone a los españoles europeos y a los americanos; a los primeros se los acusa muy frecuentemente de monopolizar las dignidades administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los hijos del país el acceso a los niveles más altos dentro de los oficios de la República.

      Estas imputaciones iban a ser reiteradas incansablemente por los jefes de la revolución; sería sin duda peligroso recoger como conclusiones seguras sus invectivas apasionadas contra la codicia de cargos de los peninsulares; por otra parte no es seguro que, contra lo que esas protestas suponían, la parte de los peninsulares en la vida administrativa y eclesiástica de las Indias haya aumentado a lo largo del siglo XVIII. Pero era el peso mismo de la iglesia y sobre todo el de la administración el que había aumentado extraordinariamente a lo largo del siglo XVIII; las reformas carloterceristas habían creado finalmente un verdadero cuerpo de funcionarios para las Indias; entre ellos la parte correspondiente a los oriundos de la metrópoli era –aunque menor de lo que iba a afirmar la propaganda revolucionaria– preponderante.

      Al mismo tiempo el resurgimiento económico de España –limitado pero indudable– tenía como eco ultramarino el establecimiento de nuevos grupos comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al mantenimiento del lazo colonial y ubicados a poco tiempo de su llegada en situaciones económicamente hegemónicas, adquiridas y consolidadas en más de un caso gracias a los apoyos recibidos de funcionarios de origen igualmente peninsular.

      He aquí entonces muy buenos motivos para que las clases altas locales, para que el clero criollo, los funcionarios de nivel más modesto reclutados y limitados en sus posibilidades de ascenso, coincidan en un aborrecimiento creciente contra los peninsulares. Pero este sentimiento se encuentra demasiado difundido, alcanza niveles demasiado bajos dentro de la sociedad, para que basten como explicación las consecuencias reales de los privilegios que implícitamente se reconocen a los europeos. Parece ser más bien que otras formas de tensión, debidas a situaciones muy variadas, tendían a expresarse en este aborrecimiento al peninsular. En particular, el resentimiento provocado por la escasez de oportunidades que la sociedad virreinal ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos.

      Esta sociedad se vinculaba a una economía que –salvo sectores destinados a una gran expansión futura, pero por el momento aún no dominantes– se había renovado menos de lo que se hubiese podido esperar; por otra parte la ordenación de castas en el Interior, y una estructura social rígida en las ciudades del Litoral, ubicaban a grupos relativamente numerosos en niveles que no tenían cómo mantener económicamente: la gente decente pobre del Interior, ansiosa de no perder por mezcla con las castas el resto último de su superioridad; los libres pobres de las ciudades litorales, acorralados por la competencia de la mano de obra esclava, son los ejemplos más claros de una situación que se produce en forma apenas menos evidente en las demás fronteras internas de la sociedad virreinal. Y la sucesión de las generaciones ha de replantear, agudizado, el problema: no sólo los que se mantienen a duras penas en los márgenes últimos de la respetabilidad, también los comerciantes que se ubican en la cima de la sociedad porteña deben enfrentarlo para sus hijos; esas dificultades explican acaso la preferencia por la carrera del foro junto con el desapego por otras más directamente dependientes del favor oficial.

      En estas condiciones, sólo una adhesión estricta al estilo de devoción autoritaria aportado por la Contrarreforma explica que la iglesia controle la observancia de sus devociones con un rigor que el entusiasmo de sus fieles, devoto y profano a la vez, hace innecesario; de todos modos, un sabio pero no sencillo sistema de cédulas y recibos permite asegurar que todos cumplan el precepto pascual.


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