Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi


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carreras, entre ellas la mía. Cuando ello ocurrió yo tenía una idea totalmente precisa del argumento que iba a desarrollar en el libro que hoy se reedita y había avanzado en su escritura más allá del capítulo inicial, pero la mayor parte del cuerpo de la obra lo iba a escribir en Brookline, Massachusetts, a donde me había llevado una designación como lecturer en la vecina Harvard. Iba a tardar todavía años en resignarme a que mi carrera en la Argentina había terminado para siempre, y cuando escribí Revolución y guerra me parecía estar viviendo en una suerte de limbo, en compañía de figuras del pasado y otras que sólo entonces conocí pero compartían el mismo destino; y no sé si ese temple de ánimo, que anticipaba algo de la melancolía con que iba finalmente a aceptar que en 1966 había cambiado irreversiblemente el rumbo de mi vida, se ve reflejado en sus páginas.

      Tulio Halperin Donghi

      Berkeley, California, febrero de 2013

      Este es ante todo un libro de historia política; si se abre con un examen de la economía y la sociedad rioplatenses en transición hacia la independencia, es porque pareció imposible ignorar las dimensiones mismas de la colectividad de la que se trataba de trazar esa historia. Su tema no es entonces muy diferente de algunos de los que dominaron la atención de los fundadores de nuestra tradición historiográfica: es el surgimiento de un centro de poder político autónomo, controlado por un cierto grupo de hombres, en un área en que hasta la noción misma de actividad política había permanecido desconocida por casi todos hasta poco antes. No son precisamente esos, sin embargo, los términos en que nuestros mayores historiadores prefirieron plantearse el problema; para Bartolomé Mitre el surgimiento de ese centro de poder era sólo el signo por excelencia de un cambio mucho más abarcador: la forja de una nueva nacionalidad dentro de los límites del territorio que le había sido predestinado desde el origen mismo de los tiempos. Los hombres y los grupos que sostienen ese proceso creador aparecen vinculados, más que por concretos lazos de afinidad u hostilidad –que el historiador, sin duda, no deja de tomar en cuenta–, por su común participación en la construcción de un futuro que todos ignoran y todos preparan, y que ofrece la perspectiva desde la cual su póstumo historiador los contempla y los juzga.

      Vicente Fidel López ocupa en más de un aspecto la posición opuesta: el papel de historiador de la nacionalidad le interesa menos que el de evocador nostálgico de una elite liberal de Buenos Aires cuya misión sería, más bien que la de preparar el advenimiento de una comunidad nacional más vasta, la de suplir la indefinida ausencia de ella y gobernar el área que el destino ha puesto a su cargo según las reglas de un arte político-administrativo aprendido en la escuela del mejor de todos los soberanos, don Carlos III. Para el uno como para el otro la consolidación de un muy peculiar estado nacional, limitado por fronteras de ningún modo prefijadas por el ordenamiento prerrevolucionario y puesto al servicio de objetivos con los cuales ambos se identifican apasionadamente, ofrece suficiente justificación retrospectiva para un curso histórico cuyos aspectos sombríos no se privan de subrayar.

      Este rasgo común a los mayores fundadores de nuestra tradición historiográfica se vincula desde luego con la peculiar posición de ambos en la vida nacional: aunque, cuando producen sus obras más maduras, han sido ya marginados de la facción políticamente dominante, su adhesión a los rasgos fundamentales del orden vigente en el país les parece más importante que sus disidencias frente al círculo gobernante. Y por otra parte ese orden se les aparece más frágil, menos seguramente consolidado de lo que lo juzga el observador retrospectivo; su adhesión a un cierto perfil de nación y al rumbo histórico que la preparó es menos la aprobación póstuma de un desenlace ya irrevocable que una toma de posición frente al presente y al futuro.

      Sin duda ni Mitre ni López hubieran llegado tan lejos como el alarmado José Posse, que desde su Tucumán proclamaba en 1879 el fracaso final del proyecto de construir una nación, en que se le aparecían gastados en vano sesenta años de esfuerzos; aun así, no deja de ser significativo que ambos escribieran en una época en que ese pesimismo radical era todavía posible. Si sus reiterativas profesiones de fe en el destino nacional son tan estridentes, es porque necesitan acorazarse en ella para acallar las dudas que la fragilidad del orden vigente no puede dejar de inspirarles. Del mismo modo, la hostilidad frente a quienes se identificaron con soluciones alternativas a la triunfante tiene muy poco de póstumo; la acritud con que es expresada no tendría razón de ser si estuvieran convencidos más allá de toda duda de que la derrota que les habían infligido era ya irreversible.

      Ese complejo haz de sentimientos y actitudes que inspiró a nuestros primeros historiadores es –nada sorprendentemente– incapaz de evocar comparable respuesta en los de hoy. El desenlace a partir del cual aquellos juzgaban el pasado parece hoy a la vez menos amenazado y menos admirable; a la devota peregrinación por ese camino real que siguió la nueva nación en su rumbo histórico es cada vez más frecuente preferir la afectuosa exploración de esas rutas alternativas que no fueron tomadas, pero al final de las cuales se gusta adivinar un presente muy distinto de este que la mayor parte de los estudiosos de hoy, aunque por razones a menudo opuestas, coincide en hallar insoportable.

      Estas breves indicaciones quieren anticipar que el propósito del presente estudio es mucho más limitado: seguir las vicisitudes de una elite política creada, destruida y vuelta a crear por la guerra y la revolución. Ello supone la consideración de un conjunto de problemas: ¿cuáles son, dentro del conjunto de relaciones sociales existentes antes del surgimiento de una actividad propiamente política, aquellas en cuyo cauce iba a volcarse esa nueva actividad? ¿Cuál es la relación entre la elite política surgida de ese proceso de especificación y las elites sociales y económicas cuya posición –y actitudes– no dejan de ser hondamente afectadas por los cambios mismos que hacen del área teatro y sujeto de luchas políticas? ¿Cuál es el uso que la elite política hace de su recién conquistado poder para redefinir su relación tanto con los restantes sectores de elite como con esos grupos populares sin cuya acción no habría alcanzado a encumbrarse, pero con los cuales está a menudo poco dispuesta a compartir la gravitación que ha alcanzado? He aquí un haz de problemas cuya importancia no podría discutirse; examinarlos supone avanzar sobre territorios muy desigualmente explorados por la investigación histórica previa, y esa circunstancia no deja de pesar en el presente trabajo. En algunos casos no pareció posible consagrar a aspectos no siempre menores del tema una investigación lo suficientemente detallada como para suplir de modo totalmente satisfactorio esa larga negligencia; a veces esa indagación más minuciosa pareció amenazar la estructura misma de la obra; así las finanzas del poder revolucionario han dado lugar a un estudio separado, cuyos resultados espero poder ofrecer próximamente.

      Sea permitido agregar algo sobre el origen de este libro, que no deja de tener alguna relación con lo que finalmente ha llegado a ser. En 1957 Arnaldo Orfila Reynal tuvo la ocurrencia de invitarme a escribir una historia de la Argentina de los primeros ochenta años del siglo XIX; pronto pude descubrir la imprudencia de mi efusiva aceptación. Durante más de diez años –ocupados, por otra parte, en otros trabajos, a la vez que en una actividad universitaria tan absorbente y agitada como la que podía ofrecer la desorientada Argentina de esos años– traté de cumplir ese compromiso nacido de mi incauta ignorancia; finalmente me pareció evidente que, tal como la había encarado, la tarea era imposible: no tenía ni el tiempo ni los recursos necesarios para afrontar las preguntas que me parecía indispensable responder para alcanzar una historia de esa etapa nacional organizada en torno de una problemática unificada. El presente volumen es entonces uno de los imprevistos frutos de ese esfuerzo prolongado y perplejo; al presentarlo quisiera reiterar a don Arnaldo Orfila Reynal todo mi reconocimiento por su confianza inicial y su prolongada paciencia. Quiero agradecer también a cuantos –a menudo sin saberlo– me ayudaron a pensar este libro; algunos que fueron mis colegas y estudiantes en la entonces sede Rosario de la Universidad Nacional del Litoral, y en las de Buenos Aires, Córdoba y La Plata, en una etapa que se me antoja casi tan remota como la aquí estudiada, y luego los que en tantos otros lugares siguieron conversando conmigo de estas cosas.

      Tulio Halperin Donghi

      El marco del proceso


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