La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
Читать онлайн книгу.Recordemos en este punto que ese noble sufre una humillante derrota en Cabra al ser apresado por el Cid. En el caso del segundo destierro Lafuente exculpa al Campeador de toda responsabilidad al achacarlo a una «fatal combinación de circunstancias, y acaso mas por culpa de Alfonso que de Rodrigo, no pudo este incorporarse oportunamente al ejército cristiano». Esta coyuntura fue bien aprovechada por los enemigos del Cid para acusarlo de traidor ante su rey, «imputando su retraso á intencion de comprometer el ejército de Castilla y de proporcionar un triunfo á los sarracenos». El propio Lafuente se sorprende de la ingenuidad de Alfonso al aceptar una acusación que, a su parecer, resultaba totalmente «inverosimil e injustificable», pero encuentra una explicación al plantear que el monarca se encontraba «prevenido contra Rodrigo Diaz, ó dió ó aparentó dar crédito á los denunciadores», razón por la cual «revocó el derecho de señorío que le habia dado sobre las fortalezas que conquistára, le privó hasta de las posesiones de su propiedad, é hizo poner en prision á su esposa y sus hijos»[50].
El volumen redactado por el académico Manuel Colmeiro admite, siguiendo la visión predominante, que tras la jura el monarca «quedo tan lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia», pero en este relato no se interpreta que el primer destierro sea una consecuencia directa de la hostilidad propiciada en aquel encuentro, ni tampoco nos cuenta nada de envidias palaciegas, sino que alude más bien a razones políticas, lo cual no deja de ser un aspecto novedoso. Alfonso VI se ofende porque Rodrigo Díaz lleva sus armas hasta dar vista á la ciudad de Toledo, que estaba bajo el poder de Al Mamún, aliado del monarca castellano: «Ofendióse del atrevimiento de su vasallo, y le desterró de Castilla en castigo de su desobediencia y temeridad»[51], pero no remite nada del que hasta ese momento había sido el eje central del esquema acerca del destierro. Versión parecida es la que asume el catedrático republicano Miguel Morayta, quien explica la expulsión, por un lado, «fundándose en la libertad que el Campeador se tomó, de haber guerreado contra los granadinos sin su permiso», y, por el otro, por recriminaciones «de sus enemigos y este mismo conde, que no podía perdonarle su vencimiento, le acusaron de haberse apropiado de los presentes enviados por Motamid á Alfonso»[52]. Morayta ni siquiera cita el episodio de Gormaz, sino que explica todo en razón del rencor proveniente de la batalla de Cabra, otorgando de ese modo un papel importante al noble García Ordóñez y a la influencia que pudiese tener sobre el rey.
Como hemos visto, existe en la mayoría de historias generales una voluntad clara de exculpar al Cid de cualquier borrón que pudiese empañar una trayectoria llamada a ser ejemplar, lo cual continúa poniéndose de manifiesto si leemos lo que Colmeiro y Morayta narran, respectivamente, en relación con el segundo destierro del Campeador. Habíamos dicho ya que este último desencuentro se asocia con la tardanza de Rodrigo Díaz al llegar al sitio de Aledo. Pues bien, Colmeiro contradice a la Historia Roderici y razona que el caballero castellano no se presentó ante su señor por falta de noticias, por lo que «sus émulos le acusaron en voz alta de traición. D. Alonso, prevenido contra el Cid, dió oídos á la calumnia, revocó las mercedes que le había hecho, y llevó el enojo al extremo de privarle de los bienes heredados de sus mayores»[53]. Morayta ofrece una exégesis similar, librando al Cid de cualquier tipo de culpa porque, según él, su ausencia no había influido en el desarrollo de la batalla. Tras el éxito de Aledo, son de nuevo «los émulos» a los que aludía Colmeiro los que para Morayta «dijéronle á Alfonso, que su conducta respondía al deseo de que los muslimes hubieran logrado una victoria», palabras a las que el rey «dió crédito», confiscando todos sus bienes y encerrando en una prisión a Jimena, su mujer, y sus hijos, a los que después pondría en libertad[54].
No parece necesario, por tanto, fatigar al lector insistiendo en los mismos argumentos que machaconamente predominaron en las sucesivas historias de España. En este panorama tan homogéneo la narración no sufre variaciones sustanciales, aunque podemos destacar un autor que sí rompe el relato tradicional, no solo sobre los destierros, sino también sobre buena parte de lo que hasta ese momento se daba por cierto acerca de la vida del Cid. Se trata del jesuita expulsado Juan Francisco Masdeu, quien publicó a finales del siglo XVIII el primer tomo de su Storia critica di Spagna e della cultura spagnuola, proseguida después en castellano, donde sostenía que el examen riguroso de los documentos era la base para que cualquier historia gozase de firmeza y seguridad[55]. En efecto, la historia de la nación española se vería con Masdeu, como indica Diego Catalán, «despojada completamente del mesianismo castellano con que nació», adaptándose de ese modo «al nuevo sistema de valores de la España ilustrada»; y gracias a ello el carácter nacional «adquiere el prestigio de los datos científicos y sirve para justificar una evaluación acrónica de lo español»[56]. A ese empeño dedicó los veinte volúmenes de su Historia crítica, aunque ahora nos interesa el último de ellos.
Consideraba Masdeu que este episodio era ciertamente injurioso por basarse en romances y novelas, a lo que habría que añadir que la acción del Cid resultaría también temeraria, puesto que «movió una guerra sin orden ni autoridad, y contra un amigo de su soberano», concluyendo que «es sobrada ceguedad la de querer aprobar y elogiar todas las acciones de Don Rodrigo, por viles é infames que hayan sido»[57]. El repaso que realiza Masdeu de la vida del Campeador mantiene esta línea negativa respecto a los intereses del caballero castellano, pero el momento que marcaría un punto de inflexión en la historiografía española podríamos situarlo cuando, tras la «reprobación crítica» a la que somete la figura del Campeador, llega a la conclusión de que «no tenemos del famoso Cid ni una sola noticia, que sea segura ó fundada, ó merezca lugar en las memorias de nuestra nación», lo que lleva a Madeu a sentenciar:
Algunas cosas dixe de él en mi historia de la España Arabe, porque en los puntos generalmente bien recibidos por nuestros mas respetables historiadores, no me atreví entonces á separarme de todos, a pesar de mis muchas dudas; pero habiendo ahora examinado la materia tan prolijamente, juzgo deberme retractar aun de lo poco que dixe, y confesar con la debida ingenuidad, que de Rodrigo Diaz el Campeador (pues hubo otros castellanos con el mismo nombre y apellido) nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser ó existencia[58].
Naturalmente, el contenido de lo escrito en relación con el Cid, y sobre todo esta última afirmación, en la que negaba su existencia, le valió a Masdeu valoraciones nada favorables de, entre otros autores, Lafuente o Menéndez Pidal. El primero rechazó totalmente las palabras de Masdeu de la siguiente manera: «Sentimos que tales palabras hayan sido estampadas por un español, y más por un español erudito, y amante por otra parte de las glorias españolas, á veces hasta la exageración»[59]. En la misma línea se insertó Menéndez Pidal, que no dejó de reprobar a Masdeu por emplear en contra de uno de los mayores símbolos del ser español adjetivos como «embustero, delincuente» o «infame traidor», hasta el punto de definirlo como un ejemplo de «rabiosa cidofobia». La valoración negativa que atribuía Masdeu al Cid se debía en parte, según Pidal, a que era catalán, y por tanto «heredaba y hacía llegar a su colmo aquel ingenuo resentimiento de los cronistas del reino de Aragón contra el héroe castellano»[60].
El recurso de la envidia como matriz de este esquema se asocia con uno de los pecados que caracterizó el carácter español. En su texto Los españoles en la historia, Menéndez Pidal diferenciaba tres rasgos elementales de los españoles: la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Esta tercera cualidad va a asociarse en el imaginario colectivo como uno de los males que asoló el multisecular