El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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o no; claramente, era de la opinión que ganarían una fortuna, antes de que se moviera una paletada de tierra de la obra. Y a juzgar por los folletos hermosamente impresos, con mapas delicadamente dibujados, y lindas ilustraciones de trenes que se introducían en túneles bajo montañas cubiertas de nieve, y emergían al borde de lagos iluminados por el sol, el señor Fisker había realizado una encomiable labor. Pero cuando Paul examinó el material no podía dejar de preguntarse de dónde había salido el dinero para pagar todo eso. El señor Fisker había declarado que el propósito de su visita era obtener el consentimiento de su socio, pero al susodicho le parecía que se habían hecho muchas cosas sin su permiso. Y los temores de Paul en ese aspecto no se aliviaron en absoluto al descubrir que en los textos de los panfletos informativos, su nombre aparecía como uno de los representantes y directores generales de la compañía. Cada uno de los documentos ostentaba la firma de Fisker, Montague y Montague. Todas las preguntas y explicaciones acerca del proyecto las daban Fisker, Montague y Montague; y uno de los contratos declaraba que un miembro de la empresa se había instalado en Londres para ocuparse de los intereses de los inversores británicos. Daba la sensación de que Fisker estaba convencido de que su joven socio expresaría una satisfacción sin límites ante la grandeza de la responsabilidad que ahora recaía sobre él. Y si bien era cierto que una sensación de importancia, no del todo desagradable, asaltó a Paul, la verdad es que en la mente de Montague se formó la convicción, no del todo agradable, de que el dinero desaparecía o se gastaba sin que él pudiera decir nada, y que más le valía ser prudente, o de otro modo sus socios obtendrían su aquiescencia por omisión.

      —¿Qué ha pasado con el molino? —preguntó.

      —Hemos puesto un encargado al frente.

      —¿No es un poco arriesgado? ¿Cómo controlan su trabajo?

      —Nos paga una suma fija, señor. Pero, ¡por Dios! Cuando tenemos entre manos un negocio de esta magnitud, ¿qué es un simple molino? No vale la pena que perdamos el tiempo en eso.

      —Entonces, ¿no lo han vendido?

      —Bueno, no. Pero ya hemos acordado un precio de venta.

      —Pero, ¿aún no se ha cobrado?

      —Bueno, sí. Sí, ya hemos obtenido una cantidad, es cierto. Pero usted no estaba allí, de modo que los dos socios residentes actuaron en nombre de la compañía. Pero señor Montague, sin duda lo habría aprobado, de haber estado ahí. Sí, sin duda.

      —¿Y qué hay de mi parte?

      —Verá, eso es otro asunto. En cuanto hayamos avanzado un poco más en el tema del ferrocarril, no le importará gastar veinte o cuarenta mil dólares al año. Ya hemos obtenido la concesión del gobierno de Estados Unidos para pasar por esos territorios, y estamos manteniendo negociaciones con el presidente de la República de México. No me cabe duda de que ya tenemos oficinas en México, y también en Veracruz.

      —¿De quién obtendremos el dinero?

      —¿El dinero, señor? Bueno, ¿de dónde imagina usted que sale el dinero para esta iniciativa? Si logramos que las acciones incrementen su valor, el dinero entrará a manos llenas. Nosotros somos dueños de tres millones de dólares en acciones de la compañía.

      —¡Seiscientas mil libras! —exclamó Montague.

      —Por el valor equivalente, claro está. Y a medida que vayamos vendiendo, las pagaremos. Pero solamente venderemos con un buen margen. Si logramos que suban hasta ciento diez, estaríamos hablando de trescientos mil dólares, aunque seguramente será más que eso. Tengo que entrevistarme con Melmotte lo antes posible. Más vale que le escriba la carta de presentación.

      —No conozco a ese hombre.

      —No importa. Mire, la escribiré yo y solamente tendrá que firmarla.

      Sin esperar a que Paul dijera nada, el señor Fiske redactó la siguiente misiva:

      Hotel Langham, Londres

      4 de marzo de 18—

      Estimado caballero:

      Tengo el placer de informarle de que mi socio, el señor Fisker, de la compañía Fisker, Montague y Montague de San Francisco, se encuentra actualmente en Londres, con el objetivo de invitar a los inversores británicos a participar en lo que quizá sea la empresa más ambiciosa de nuestro tiempo, esto es, el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, que constituirá una vía de transporte directa entre San Francisco y el golfo de México.

      El señor Fisker desea entrevistarse con usted tan pronto como se haya instalado, y es plenamente consciente de que su contribución a nuestra empresa sería muy deseable. Estamos seguros de que, gracias a su experta trayectoria empresarial, se dará cuenta enseguida de las magníficas perspectivas de nuestra iniciativa. Si es usted tan amable de fijar un día y hora, el señor Fisker se desplazará hasta su residencia.

      Aprovecho para agradecerle a usted y a la señora Melmotte la agradable velada que pasé en su casa la semana pasada.

      El señor Fisker propone que a su regreso a Nueva York, yo permanezca en Inglaterra para supervisar los intereses de los inversores británicos que participen en nuestra compañía.

      Tengo el honor de ser su seguro servidor,

      Paul Montague

      —Pero si yo jamás he accedido a supervisar nada… —protestó Montague.

      —No pasa nada si lo dice en esa carta, porque en el fondo no significa nada. Ustedes los ingleses están tan cargados de escrúpulos y manías que pierden toda una vida en ello, y también la ocasión de ganar una fortuna.

      Después de varios minutos más de conversación y convencimiento, Paul Montague aceptó copiar la carta con su letra manuscrita, y firmarla. Lo hizo sumido en la duda, casi con renuencia. Pero se dijo que no ganaba nada, negándose a ello. Si el maldito americano, con su sombrero ladeado y los dedos cargados de anillos, había logrado convencer al tío de Paul para manejar a su voluntad los fondos de la empresa, Paul no podría detenerle. Así, a la mañana siguiente se dirigieron juntos a Londres, y durante la tarde el señor Fisker se presentó en Abchurch. La carta, escrita en Liverpool pero fechada desde el hotel Langham, se había enviado desde la estación de ferrocarril de la plaza Euston, en el momento en que Fisker había llegado. De modo que la visita empezó con la tarjeta de presentación de Fisker, y la solicitud de que esperara. Veinte minutos después, apareció en presencia del gran hombre, acompañado precisamente de Miles Grendall.

      Ya se ha dicho que el señor Melmotte era un hombre corpulento, de grandes patillas, pelo hirsuto y con expresión astuta en un rostro por lo demás vulgar. Sin duda era un hombre de aspecto repelente, a menos que uno se sintiera atraído hacia él por aspectos internos de su carácter. Gastaba con magnificencia, desplegaba un poder inexorable en sus actos, tenía éxito en los negocios, y por esa razón, el mundo que le rodeaba no le rechazaba. Por contra, Fisker era un hombre pequeño y reluciente, de unos cuarenta años de edad, con un bigote retorcido, pelo marrón y grasiento que empezaba a calvear, bien parecido pero, en conjunto, de aspecto insignificante. Iba muy bien vestido, con un chaleco de seda, reloj de cadena y un bastón. Un observador distraído afirmaría a primera vista que Fisker no era gran cosa; pero después de conversar con él, muchos concederían que poseía algo que le distinguía de los demás. No sentía timidez, ni escrúpulos ni miedo alguno. Su mente quizá no era muy aguda, pero sabía utilizarla, y conocía bien sus límites y sus fuerzas.

      Abchurch Lane no era un espacio impresionante, para ser las oficinas de un príncipe del comercio. En una pequeña casa esquinera había una escueta placa de cobre en una puerta batiente, en donde constaba el nombre Melmotte & Co, y nadie sabía quién era el Co. En cierto sentido, el señor Melmotte estaba asociado con todo el sector comercial, pues nunca se negaba a prestar su cooperación a ninguna empresa, siempre que fuera en sus términos. No obstante, jamás había aceptado la carga de un socio en la acepción habitual de la palabra. En la oficina, Fisker contó tres o cuatro administrativos instalados en sus mesas, y le acompañaron al piso de arriba por unas escaleras estrechas y retorcidas, hasta una estancia pequeña


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