El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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      —Pues eso es lo que sucederá. Has despilfarrado todo tu dinero, y porque tu madre te quiere y es débil de carácter, te aprovechas para gastar todo lo que tiene, hasta poner en peligro su subsistencia y la de tu hermana.

      —No le pido que pague mis gastos.

      —¿No? ¿Y cuando le pides dinero, qué haces?

      —Aquí tienes las malditas veinte libras, cógelas y dáselas —dijo Felix, extrayendo y contando los billetes de su cartera—. Cuando se las pedí, no pensaba que iba a montar este escándalo por una tontería.

      Roger aceptó los billetes y se los guardó.

      —¿Has terminado? —dijo Felix.

      —No. ¿Pretendes que tu madre te mantenga y pague tu ropa durante toda tu vida?

      —Espero ser capaz de mantenerla yo, dentro de poco, y hacerlo mejor que quienes se dicen sus amigos. La verdad, Roger, es que no tienes ni idea de lo que está en juego. Si me dejas en paz, verás que no me irá nada mal.

      —No conozco a ningún joven a quien le vaya peor, ni que tenga un concepto menos moral del bien y del mal.

      —Bien, esa es tu opinión. Por supuesto, disiento. No todos compartimos las mismas ideas. Ahora, por favor, tengo que irme.

      Roger pensaba que no había dicho ni la mitad de lo que tenía que decirse, pero no sabía si valía la pena. ¿De qué serviría hablar con un joven que estaba desprovisto de compasión y de dignidad? El remedio a su conducta radicaba antes en la actitud de la madre, no en la del hijo. Si no fuera tan espantosamente débil, lady Carbury se apartaría de su hijo y dejaría que sufriera en la más abyecta pobreza. Eso le haría despertar, y cuando la agonía de la necesidad domara su espíritu indolente, entonces aceptaría su techo y sus alimentos con humildad y agradecimiento. Ahora que tenía dinero en el bolsillo, se dedicaría a comer y beber y darse a todos los lujos que le apeteciera, sin el menor inconveniente. Mientras nadara en la prosperidad, nada le conmovería.

      —Serás la ruina de tu hermana, y le romperás el corazón a tu madre —dijo Roger por fin, con un último intento que no tuvo el menor efecto en el joven holgazán.

      Cuando lady Carbury llegó al saloncito, que fue en cuanto se cerró la puerta de entrada tras su hijo, le pareció todo un éxito que Roger hubiera recuperado sus veinte libras.

      —Sabía que las devolvería, si tenía dinero —dijo.

      —Entonces, ¿por qué no te las dio antes?

      —Supongo que no quería tocar el tema. ¿Te ha dicho si está ganando dinero en las mesas de juego?

      —No, no me dijo la verdad en todo el rato que hablamos. Puedes estar segura de que así ha sido, no obstante: consigue su dinero jugando. ¿De qué otra manera puede obtenerlo? Y también te digo esto: perderá todo lo que ha ganado. Sus palabras eran las de un hombre inconsciente, sin la menor noción de la realidad. Decía que pronto será él quien proporcione un techo para Henrietta y para ti.

      —¿Ha dicho eso? ¡Mi querido niño!

      —¿Tú le crees?

      —Oh, sí. Y es cierto, es prácticamente seguro. Habrás oído hablar de la señorita Melmotte.

      —He oído hablar del gran estafador que se ha establecido en Londres, sí, y que está comprando su entrada y ascenso en la sociedad.

      —Todo el mundo visita su casa ahora, Roger.

      —Pues vergüenza debería darle a todo el mundo. ¿Qué sabemos de él, excepto que tuvo que abandonar París porque se había ganado la reputación de ser un canalla especialmente próspero? Bueno, cuéntame qué tiene que ver él en todo esto.

      —Hay quien piensa que Felix se casará con su única hija, y no es nada descabellado. Es bien parecido, ¿no crees? ¿Quién es tan guapo y agraciado como él? Y dicen que ella heredará medio millón.

      —Así que esa es la jugada, ¿eh?

      —¿No te parece bien?

      —No, en absoluto. Pero no llegaremos a ponernos de acuerdo en eso. ¿Puedo ver a Henrietta durante unos minutos?

      Capítulo 8

       Enfermos de amor

      Roger Carbury tenía razón al decir que él y su prima, una dama viuda, no se pondrían de acuerdo sobre el matrimonio y los cazadores de fortunas. Era totalmente imposible. Para lady Carbury, la perspectiva de que su hijo se uniera en matrimonio con la señorita Melmotte solamente despertaba una profunda alegría y sensación de triunfo exultante. Si Marie Melmotte fuera rica y su padre estuviera condenado por una sentencia en tribunales, quizá hubiera experimentado una ligera sombra de duda. No obstante, el dinero pesaría más en la balanza que la pérdida de respetabilidad, y lady Carbury ya se encargaría de encontrar motivos por los cuales Marie no debía cargar con los pecados de su padre, incluso mientras gozaban de los frutos de esos pecados. Además, la situación era muy diferente: el señor Melmotte no estaba mezclado en ningún proceso, sino que era el anfitrión de duquesas y príncipes en su casa de la plaza Grosvenor. La gente decía que la reputación en Europa del señor Melmotte era ciertamente la de un estafador de marca mayor, que no se detenía ante nada frente a la búsqueda deshonesta y fructífera de dinero. También se rumoreaba que no había tenido escrúpulos en organizar la caída y la ruina de los que habían confiado en él, mediante planes cuidadosamente premeditados y trampas que habían tardado mucho tiempo en cristalizar; y que se había quedado con las tierras y las propiedades de todos los que habían entrado en contacto con él. Que se alimentaba de la sangre de viudas y niños, pero, ¿qué le importaba eso a lady Carbury? Si las duquesas le aceptaban, ¿tenía ella que mostrar reparos? La gente también pronosticaba la caída futura de Melmotte, afirmando que un hombre que había hecho fortuna de la manera en que lo había hecho, estaba destinando a terminar mal. Pero quizá eso no sucedería antes de que Marie recibiera su fortuna, y Felix necesitaba ese dinero, lo necesitaba mucho. ¡Era el joven más adecuado del mundo para casarse con una heredera que recibiría medio millón de libras! A lady Carbury no se le ocurría ninguna otra forma de ver las cosas.

      Y tampoco a Roger Carbury: jamás había caído en la condonación de los antecedentes que, debido a la prisa del mundo en que vivimos, a menudo acarrea el éxito; esa creciente sensación que empuja a las personas a creer que no deben seguir las reglas establecidas para todo el mundo, y que pueden tratar con quien les apetezca, y como les apetezca. Se ceñía a la anticuada idea de que «el que toca el betún, queda manchado». Era un caballero, y se sentiría deshonrado al entrar en la casa de alguien como Augustus Melmotte. Ni todas las duquesas de Inglaterra o el dinero de la City podían alterar su opinión o inducirle a modificar su conducta. Pero también sabía que sería inútil explicárselo así a lady Carbury. Confiaba, sin embargo, en que uno de los miembros de esa familia sí apreciara la diferencia entre honor y ruina. Henrietta Carbury poseía, a su entender, mayor capacidad de entendimiento que su madre, y su carácter aún no se había estropeado. En cuanto a Felix, se había revolcado tantas veces en las alcantarillas que su alma ya estaba teñida de negro. Solamente media vida de sufrimientos prolongados le salvarían. Encontró a Henrietta en el salón.

      —¿Has podido hablar con Felix? —preguntó la joven, tan pronto como se hubieron saludado.

      —Sí, me lo encontré en la calle.

      —Nos hace tan desgraciadas.

      —Lo entiendo perfectamente, y tenéis motivos para ello. Soy de la opinión, como sabe, de que tu madre le consiente más allá de lo razonable.

      —¡Pobrecita! Adora el suelo que pisa Felix.

      —Hasta una madre no debería desperdiciar su adoración de esa manera. El hecho es que tu hermano os arrastrará a la ruina si esto sigue así.

      —¿Y qué puede hacer mamá?


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