El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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expresaba contundentemente, pero todos los que vivían con él la conocían: el lugar de un hombre en el mundo no debería depender de su riqueza. Los Primero estaban sin duda por debajo de él en la escala social, aunque los jóvenes de la familia poseyeran cada uno tres caballos, y mataran legiones de faisanes cada año, a diez chelines la cabeza. Hepworth de Eardly era un buen tipo, que no se daba ningún aire de grandeza y comprendía perfectamente cuáles eran sus deberes como caballero de la campiña inglesa; pero estaba a la par con los Carbury de Carbury, aunque supuestamente disfrutaba de siete mil libras esterlinas al año. Los Longestaffe, en cambio, eran asfixiantes. Sus lacayos llevaban pelucas blancas, incluso en el campo. Poseían una casa en la ciudad, y era propiedad suya, no de alquiler, y vivían como magnates. La señora de la casa era lady Pomona Longestaffe. Las hijas, francamente bonitas, estaban destinadas a casarse con jóvenes poseedores de un título nobiliario. El único hijo, Dolly, poseía o había llegado a poseer una fortuna propia. La familia al completo era excesiva, para un vecindario de campo. Y por si fuera poco, además de ser insoportablemente ricos, nunca lograban pagar sus deudas a nadie. Seguían viviendo con todos los privilegios de la riqueza. Las chicas siempre montaban a caballo, tanto en Londres como en el campo. El lector ya conoce a Dolly, que era un pobre hombre aunque de natural bondadoso; su energía se agotaba en una sola dirección. Se peleaba tozudamente con su padre, que solamente cobraba una pequeña renta de sus tierras. La casa de Caversham Park estaba llena de criados durante seis o siete meses al año, cuando no de invitados, y todos los comerciantes de los pueblos de alrededor, desde Bungay a Beccles pasando por Harlestone, sabían que los Longestaffe eran la familia principal del condado. Aunque ocasionalmente se quejaban por el impago de las cuentas pendientes, siempre ejecutaban las órdenes y los pedidos de los Longestaffe con puntualidad sumisa, porque todos creían ciegamente en la solidez de la fortuna Longestaffe. Y además, al fin y al cabo el dueño de tamaña fortuna no siempre puede detenerse en todas y cada una de sus facturas pendientes.

      El señor Carbury de Carbury jamás había dejado a deber ni un chelín que no pudiera pagar, y su padre había seguido escrupulosamente la misma regla. No solía mandar pedidos excesivos a los comercios de Beccles, y se preocupaba de comprar solamente lo que le hacía falta, al precio justo. En consecuencia, a los comerciantes de Beccles no les gustaba mucho el señor Carbury; aunque tal vez uno o dos de los más ancianos aún mostraban cierta reverencia hacia la familia. El señor Roger Carbury de la casa Carbury era un Carbury de pura cepa, una distinción de la que, por naturaleza, no podían alardear ni los Longestaffe ni los Primero, y que por supuesto tampoco pertenecía a los Hepworth de Eardly. La mismísima parroquia en la que se erigía la mansión Carbury —o la Finca Carbury, como se la conocía más correctamente— era la parroquia de Carbury. Y luego estaba el coto de caza Carbury, a caballo entre Carbury y Bundlesham, pero que por desgracia pertenecía por completo a la circunscripción de Bundlesham.

      Roger Carbury estaba solo en el mundo. Sus parientes más cercanos eran sir Felix y Henrietta, pero no eran más que primos segundos. Tenía hermanas, que hacía tiempo se habían casado y se encontraban con sus maridos muy lejos de Inglaterra: una en India y otra en el lejano oeste, en Estados Unidos. Carbury no estaba lejos de los cuarenta y permanecía soltero. Era un hombre fornido y de aspecto agradable, con un rostro firme y cuadrado, facciones afiladas, una boca pequeña, buenos dientes y una barbilla contundente. Era pelirrojo y de pelo rizado, aunque empezaba a perder cabello en la coronilla. Tenía unas finísimas, casi invisibles patillas y no llevaba barba. Sus ojos eran pequeños pero brillantes, y era alegre cuando estaba de buen humor. Medía casi dos metros de altura, y exudaba fuerza y una salud de hierro. Era todo un hombre. Caía bien de entrada, en parte porque al verlo, uno llegaba a la inconsciente convicción de que sería tozudo llevarle la contraria; y en parte por la convicción igualmente fuerte de que se llevaría bien con los amigos.

      Cuando sir Patrick había vuelto inválido de India, Roger Carbury se había apresurado a viajar a Londres para visitarle, y se había portado amablemente con el anciano, invitándole a él y a sus hijos a venir al campo y pasar unos días en Carbury. A sir Patrick la residencia familiar le importaba un higo, y así se lo dijo a su primo, con esas palabras. Así pues, durante el resto de la vida de sir Patrick la relación entre él y Roger había sido más bien escasa. Pero cuando el violento y malcarado anciano murió, Roger visitó la casa por segunda vez, y volvió a ofrecer a su viuda y sus hijos la hospitalidad de su residencia. El joven barón por aquel entonces acababa de alistarse y no tenía ganas de visitar a su primo en Suffolk; pero lady Carbury y Henrietta habían ido a pasar un mes allí, y Roger se había desvivido por hacerlas felices. El esfuerzo, en lo relativo a Henrietta, había tenido éxito. En cuanto a la viuda, había que reconocer que Carbury no era precisamente del gusto de la dama, que ya apuntaba a la gloria literaria y profesional. O a una profesión de algún tipo, lo bastante provechosa como para compensarle los sinsabores de su juventud. «Mi querido primo Roger», como lady Carbury le llamaba, no tenía aspecto de estar en situación de ayudarla con ese objetivo. Además, a lady Carbury no le gustaba el campo. Había intentado charlar animadamente con el obispo, pero este era demasiado simple y sincero para ella. Los Primero eran odiosos y los Hepworth, estúpidos; los Longestaffe, arrogantes. Eso decía lady Carbury, después de intentar hacerse amiga de lady Pomona. Su conclusión, que había enunciado a Henrietta, era que «Carbury era muy aburrido».

      Pero de repente, había sucedido algo que cambió radicalmente su opinión acerca de Carbury, y sobre su dueño. Después de unas pocas semanas, este las siguió hasta Londres, y muy pragmáticamente, pidió la mano de la hija a la madre. En ese momento tenía treinta y seis años de edad, y Henrietta no había cumplido los veinte. Era un hombre tranquilo, hasta flemático en su manera de cortejar a la joven. Henrietta le dijo a su madre que no se lo esperaba en absoluto, pero Roger tenía prisa y se mostraba muy persistente. Lady Carbury se puso de su parte sin dudarlo. Aunque la Finca Carbury no era precisamente de su agrado, le parecía un lugar ideal para Henrietta. Y en cuanto a la diferencia de edad, como ella tenía más de cuarenta años, un hombre de treinta y seis se le antojaba un jovencito. Pero Henrietta exhibió opiniones propias. Su primo le gustaba pero no estaba enamorada de él. Le sorprendió la petición de su mano, e incluso se molestó un poco. Le había alabado tanto, a él y a la casa, frente a su madre —pues en su inocencia ni se le había ocurrido que quisiera casarse con ella— que ahora le resultaba difícil darle una razón para rechazarlo. Sí, había dicho que su primo era encantador, pero no quería decir encantador en ese sentido. Rechazó la oferta de plano, pero al parecer no lo hizo tajantemente. Cuando Roger sugirió que se tomara un tiempo para pensarlo, y su madre asintió vigorosamente con la cabeza, Henrietta solamente pudo decir que no creía que fuera a cambiar de opinión. Su primera visita a Carbury tuvo lugar en septiembre. Tuvo que volver el febrero siguiente, casi contra su voluntad; una vez allí se había enfriado, se había sentido impotente y hasta adormecida en presencia de su primo Roger. Antes de que se marcharan, Carbury volvió a pedir su mano en matrimonio, pero Henrietta declaró que no podía ceder a sus deseos. No era capaz de darle ninguna razón, solamente que no le quería como a un marido. Pero Roger volvió a dejar claro que no pensaba abandonar. Que la amaba verdaderamente, y que el amor era algo muy serio para él. Todo sucedió en el curso de un año, antes del principio de nuestra narración.

      También sucedió algo más. Durante la segunda visita a Carbury, se presentó allí un joven del cual Roger Carbury había hablado mucho a sus primas: Paul Montague, del cual hablaremos brevemente durante este capítulo. El caballero, pues así se llamaba siempre a Roger Carbury en su propia casa, no adivinó lo que sucedería al coincidir sus primas y Paul Montague. El resultado no podía ser más nefasto. Paul Montague se había enamorado de la prima de su anfitrión, y de ahí había brotado una gran infelicidad general.

      Lady Carbury y Henrietta llevaban casi un mes en Carbury, y Paul Montague apenas una semana, cuando Roger Carbury se dirigió como sigue a su amigo:

      —Tengo algo que decirte, Paul.

      —¿Pasa algo grave?

      —Muy grave para mí. Es lo más grave que ha sucedido nunca, en toda mi vida. —El dueño de Carbury había asumido inconscientemente la mirada determinada, que su amigo entendía bien, del que ha decidido llevar a cabo su deber, y luchar por él si es necesario. Montague lo conocía mucho, y percibió que sin querer había hecho algo para perjudicar


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