El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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dinero casándose con su primera esposa, y que no hacía mucho de eso. Y había otros que decían que Marie no era hija de Melmotte en absoluto. El misterio era agradable, casi tanto como que el dinero existía. El dispendio cotidiano no dejaba lugar a dudas: la casa, los muebles, el carruaje, los caballos, los sirvientes con librea y peluca, y los que no llevaban más que chaquetas negras y no tenían derecho a llevar pelucas. También estaban las joyas y los regalos, y todas las cosas bonitas que se pueden comprar con dinero. Celebraban dos veladas diarias, una a las dos de la tarde, y una cena a las ocho. Los comerciantes ya tenían suficientes datos como para estar tranquilos, y en los círculos económicos de la ciudad de Londres, el nombre del señor Melmotte equivalía a un tesoro, si bien su carácter no valía demasiado.

      Hacia las diez de la noche, la gran casa en la parte sur de la plaza Grosvenor tenía todas las luces encendidas. La extensa galería se había convertido en un invernadero, cubierta con paneles que imitaban una enredadera, y se mantenía cálida con aire caliente y decorada con exóticos objetos de precio fabuloso. Desde la puerta se había erigido un paso cubierto, hasta la calle y me temo que había policías sobornados para apartar a los paseantes y convencerles de que dieran un rodeo. Una vez dentro, la residencia había sufrido tal revolución decorativa, que uno dudaba de en qué país se hallaba. El vestíbulo era un paraíso, la escalera el país de las hadas. Los recovecos de los pasillos, pequeñas grutas desde las que asomaban helechos y plantas. Había arcos nuevos y donde era menester, se habían derribado paredes. Las columnas se habían afianzado y recubierto, forrado o decorado. El baile tenía lugar en la planta baja y en el primer piso, y la casa parecía no tener fin. «Le ha costado sesenta mil libras», le dijo la marquesa de Auld Reekie a su viaje amiga, la condesa de Mid-Lothian. La marquesa había decidido asistir al baile a pesar del desgraciado final del romance de su hijo con la señorita Melmotte. Había tomado esa decisión al enterarse de que la duquesa de Stevenage estaría presente. «Y una cantidad tan malgastada nunca ha tenido mejor destino», dijo la condesa. «Por lo que se dice, también la ganó de mala manera», replicó la marquesa. Luego las dos nobles damas, una después de otra, dedicaron elaboradas declaraciones de admiración a madame Melmotte, la hebrea de Bohemia, que estaba en pie en el país de las hadas, para recibir a sus invitados, casi a punto de desmayarse ante la grandeza de la ocasión.

      Los tres salones del primer piso, o el piso destinado a los salones, estaban preparados para acoger el baile, y allí era donde se encontraba Marie. La duquesa, no obstante, había decidido que alguien debía abrir el baile y le había encargado la tarea a su sobrino Miles Grendall, un joven caballero que ahora frecuentaba las compañías de la City. La misión del muchacho consistía en dar órdenes a la banda de música y en general, ser útil a la velada. Efectivamente, las relaciones entre los Grendall —es decir, la rama de lord Alfred— y los Melmotte se habían estrechado, y no podía ser de otra manera, pues ambas partes daba y recibía mucho fruto de esa circunstancia. Lord Alfred no tenía ni un chelín a su nombre; pero su hermano era duque, y su hermana duquesa, y durante los últimos treinta años el pobre y querido Alfred había constituido una perpetua fuente de ansiedad y preocupación. Su matrimonio no le había aportado ni un centavo, se había gastado ya su propio y moderado patrimonio, tenía tres hijos y tres hijas, y llevaba mucho tiempo viviendo de las reticentes donaciones de sus parientes nobles. Melmotte podía mantener a toda su familia, con lujos y sin apenas notarlo. ¿Y por qué no hacerlo? Hubo un tiempo en que flotaba la idea de que Miles debía pedir la mano de la heredera, pero pronto se desechó tal propuesta. Miles no poseía título ni dinero, y no era suficiente para ocupar ese puesto. En todos los aspectos, era mucho mejor que las aguas de ese río regaran a toda la familia Grendall; y por eso, Miles encaminó sus pasos a la City.

      Lord Buntingford, el hijo mayor de la duquesa, abrió el baile con una cuadrilla a la que invitó a Marie. Era uno de los detalles que se había arreglado de antemano. Se podría incluso decir que formaba parte del trato. Lord Buntingford había emitido alguna que otra débil protesta, pues era un joven caballero dedicado a sus negocios, que gozaba con el orden, bastante tímido, y al que no le gustaba bailar. Pero había cedido ante la voluntad materna.

      —Por supuesto que son vulgares —había dicho la duquesa—, y lo son tanto que la cosa ya no es de mal gusto, puesto que es de todo punto absurda. Ya podemos decir lo que queramos, y que no nos gusta, pero ¿qué vamos a hacer con los niños de Alfred? Miles recibirá unas quinientas libras al año, todo lo más, y se pasa la mitad del tiempo en casa. Y entre tú y yo, tienen las facturas de Alfred, y dicen que no les importa si se quedan en la caja fuerte hasta que a tu tío le apetezca pagarlas.

      —Pues se quedarán allí durante un buen rato —observó lord Buntingford.

      —Claro, y esperan algo a cambio; así que haz el favor de bailar una vez con la muchacha —replicó su madre.

      Lord Buntingford expresó su desaprobación con un ligero gesto de incomodidad, e hizo lo que su madre le pedía.

      Todo fue bastante bien. En una de las salas de la planta baja, había tres o cuatro mesas de juego, y en una de ellas se sentaron lord Alfred Grendall y el señor Melmotte, con otros dos o tres jugadores, que entraban y salían al final de cada mano. El único logro de lord Alfred era jugar al whist, y se dedicaba casi enteramente a dicha actividad. Empezaba cada día en su club a las tres de la tarde, y seguía jugando hasta las dos de la mañana, con un intervalo de un par de horas para cenar. Lo hacía durante unos diez meses al año, y durante los otros dos frecuentaba alguna población con balnearios donde también se jugaba al whist. No jugaba grandes cantidades de dinero, sino que siempre se ceñía a la apuesta media del club. Pero sí se concentraba enteramente en la tarea, y siempre superaba a sus adversarios de juego. Pero la fortuna era tan cruel con lord Alfred que ni siquiera del whist era capaz de extraer ganancias significativas. Melmotte quería obtener acceso al club de lord Alfred, los Peripatéticos. Le gustaba ser testigo de la elegancia con la que lord Alfred perdía su dinero, y la suave intimidad con la que le llamaba Alfred. A lord Alfred aún le quedaba algo de orgullo, y le hubiera gustado propinarle una buena patada. Aunque Melmotte era un hombre más corpulento que él, y también más joven, lord Alfred no hubiera tenido la menor dificultad. A pesar de su habitual pereza y su inutilidad general, aún poseía un arrebato de vigor, y a veces pensaba que le daría el puntapié a Melmotte y terminaría de una vez por todas con el asunto. Pero luego pensaba en sus pobres hijos, y las facturas que Melmotte guardaba en su caja fuerte. Y además, Melmotte perdía con regularidad, ¡y pagaba sus apuestas con tan buen humor! «Venga y tómese una copa de champán, Alfred», decía Melmotte, cuando ambos se levantaban de la mesa de juego. A lord Alfred le gustaba el champán, y seguía a su anfitrión; pero mientras lo hacía, seguía pensando que un día le daría una lección.

      Esa noche, Marie Melmotte bailaba un vals con Felix Carbury, mientras Henrietta estaba de pie hablando con el señor Paul Montague. Lady Carbury también estaba allí. No le gustaban los bailes, ni las personas como los Melmotte; a Henrietta tampoco. Pero Felix había sugerido que para no perjudicar sus posibilidades con la heredera, todos tenían que aceptar la invitación que su proximidad con la familia Melmotte les había procurado. Así lo hicieron, y entonces Paul Montague también recibió una invitación, lo cual no le gustó demasiado a lady Carbury. Sin embargo, era una mujer capaz de cumplir con su deber, y soportar las penalidades sin quejarse.

      —Es el primer gran baile al que asisto en Londres —le dijo Hetta Carbury a Paul Montague.

      —¿Y le gusta?

      —No, en absoluto. ¿Cómo iba a gustarme? No conozco a nadie. No entiendo cómo se conocen todas estas personas, o si es que se dedican a bailar entre sí sin conocerse.

      —Precisamente. Supongo que una vez han bailado, se presentan y terminan conociéndose, y luego va todo tan rápido como les apetezca. Si desea bailar, puede hacerlo conmigo.

      —Ya hemos bailado, dos veces.

      —¿Acaso hay alguna ley que prohíba bailar tres veces?

      —Es que tampoco tengo muchas ganas de bailar —dijo Henrietta—. Creo que iré a consolar a mi pobre madre, que no tiene a nadie con quien hablar.

      Pero justo en ese momento, lady Carbury no estaba sola, sino que un amigo inesperado


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