El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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que a mi criado le guste levantarse tan pronto. Dice que lo hace, que entra en mi cuarto y me despierta, pero yo no me acuerdo.

      —¿Cuántos caballos tienes en Leighton, Dolly?

      —¿Cuántos? Creo que cinco, pero el tipo que los cuida vendió uno, y luego compró otro. Sé que hizo algo.

      —¿Quién los monta?

      —Él, supongo. Bueno, y yo, claro está, pero no voy mucho por ahí. Alguien me dijo que Grasslough montó a dos la semana pasada. No recuerdo haberle dado permiso. Creo que sobornó a mi cuidador; y me parece una maldita bajeza. Se lo preguntaría, pero sé que me dirá que le di permiso. Bueno, quizá lo hice cuando andaba borracho.

      —Pero si tú y Grasslough nunca habéis ido de juerga juntos.

      —No me cae nada bien. Se da muchos aires porque es un lord, y tiene una naturaleza ladina. No sé por qué quiere montar mis caballos.

      —Para no tener que gastar dinero.

      —Pero si no tiene problemas. ¿Por qué no tiene caballos propios? Te diré lo que he decidido, Carbury, vaya que sí, y por Jorge que me atendré a ello. Jamás pienso prestarle uno de mis caballos a nadie más. Si alguien quiere un caballo que se lo compre.

      —Pero hay gente que no tiene dinero, Dolly.

      —Pues que se espabilen. Yo aún no he pagado los míos esta temporada. Llegó un tipo aquí ayer…

      —¡No! ¿Aquí, en el club?

      —Sí. Me siguió y dijo que quería que le pagara no sé qué. Creo que se trataba de los caballos, por los pantalones que llevaba.

      —¿Y qué le dijiste?

      —¿Yo? Nada.

      —¿Cómo terminó la cosa?

      —Cuando acabó de hablar, le ofrecí un cigarro y mientras lo encendía me fui para arriba. Supongo que se largó cuando se cansó de esperar.

      —Mira, Dolly: ojalá me dejaras montar dos de tus caballos durante un par de días. Eso sí, mientras no vayas tú, claro está. Ahora no tienes problemas de dinero.

      —No, no los tengo —dijo Dolly, con aquiescencia melancólica.

      —Quiero decir que no me gustaría tomar prestados tus caballos sin que tú te acuerdes. Nadie sabe mejor que tú lo mal que lo estoy pasando. Sé que las cosas cambiarán, pero mientras tanto, es muy duro. No le pediría este favor a nadie más, solamente a ti.

      —Bueno, puedes montarlos durante dos días. No sé si mi cuidador te creerá. No creyó a Grasslough, y se lo dijo. Pero Grasslough fue y sacó a los caballos del establo, y se quedó tan ancho. Eso me contaron.

      —Podrías mandarle una nota al cuidador, para que esté avisado.

      —¡Menudo fastidio! No, no creo que pueda. Te creerá, porque sabe que tú y yo somos amigos. Creo que me tomaré una copita de curaçao antes de cenar. Ven y pruébalo, seguro que nos abre el apetito.

      Eran casi las siete de la tarde. Nueve horas después, los dos jóvenes, acompañados de otros dos caballeros —uno de los cuales era lord Grasslough, la peculiar aversión de Dolly Longestaffe— se levantaron de la mesa de juego de una de las salas del club. Pues aunque el Beargarden no abría antes de las tres de la tarde, la hospitalidad que no proveía durante el día se ofrecía sin restricciones durante la noche. Nadie podía desayunar en el Beargarden, pero las cenas a las tres de la mañana eran de lo más habitual. Y así había sido aquella noche, con una cena o más bien una sucesión de cenas, con sopas y caldos y tostadas calientes que habían circulado de vez en cuando entre los caballeros, primero unos y después otros. Eso sí, no habían dejado de jugar en ningún momento, desde la apertura de las salas de juego a las diez de la noche. A las cuatro de la mañana, Dolly Longestaffe se encontraba en condiciones de prestar sus caballos y no recordarlo. Trataba afectuosamente a lord Grasslough, y también a sus otros compañeros, pues su mente en estado etílico adoptaba dicha actitud afectuosa de manera natural. No estaba borracho perdido, de ninguna de las maneras, y no decía mayores estupideces que cuando estaba sobrio; pero estaba dispuesto a jugar a cualquier cosa, la entendiera o no, y apostando lo que fuera. Cuando sir Felix se levantó y dijo que no jugaría más, Dolly le imitó, satisfecho. Cuando lord Grasslough, con una expresión sombría en el rostro, dijo que no era cosa de hombres romper así la partida, cuando tanto dinero había cambiado de manos, Dolly procedió a sentarse de nuevo, amablemente. Pero no bastaba con Dolly.

      —Voy de caza mañana, así que no puedo jugar más —dijo sir Felix (aunque quería decir ese mismo día)—. Un caballero debe retirarse a descansar.

      —No estoy de acuerdo —dijo lord Grasslough—. Cuando un caballero ha ganado tanto como tú esta noche, debe quedarse.

      —¿Por cuánto tiempo? —preguntó sir Felix, en tono enfadado—. Eso es una tontería; todo tiene su final, y yo no pienso seguir jugando esta noche.

      —Bueno, como desees —dijo lord Grasslough.

      —Efectivamente, eso deseo. Buenas noches, Dolly. Arreglaremos cuentas la próxima vez que nos veamos. Lo tengo todo en la cabeza.

      La noche había sido importante para sir Felix. Se había sentado en la mesa de cartas con el triste cheque de su madre por valor de veinte libras y ahora tenía no sabía cuánto en los bolsillos. También había bebido, aunque no tanto como para ofuscar su mente. Sabía que Longestaffe le debía más de trescientas libras, y también que lord Grasslough y el otro jugador le habían entregado casi el doble de eso en dinero y cheques. El dinero de Dolly Longestaffe llegaría, sin duda, aunque Dolly se quejara de los cobradores. Mientras avanzaba por la calle Saint James en busca de un taxi, calculó que llevaba encima unas setecientas libras. Al pedirle la pequeña suma a lady Carbury, le había dicho que no podía seguir en la carrera por la mano de la señorita Melmotte sin dinero, y al salir de su casa con el cheque en el bolsillo, se consideró muy afortunado. Ahora poseía una bonita suma, que como mínimo le facilitaría la tarea de conquistar a la heredera. No se le pasó por la cabeza ni por un momento pagar sus deudas, por supuesto. Ni siquiera esa cantidad sería suficiente para un objetivo tan quijotesco; pero al menos podría acicalarse, mejorar su presencia, comprar regalos, y ser visto como un joven caballero con dinero. Es difícil cortejar a una heredera sin un centavo en el bolsillo.

      No encontró taxi, pero en su actual estado de ánimo no le importó ir andando a casa. Poseer tal cantidad de dinero le alegraba, y convertía el paseo nocturno en una excursión de lo más placentera. Entonces, de repente, recordó el gemido con el que su madre había hablado de pobreza, cuando le había pedido dinero. Quizá podría devolverle las veinte libras. Pero se le ocurrió, con un ataque de precaución muy poco propio de su carácter, que tal vez no sería aconsejable. ¿Quién sabía si volvería a necesitar esas veinte libras en poco tiempo? Y además, no podría devolverle el dinero sin contarle cómo lo había obtenido. Sería preferible no decirle nada. Mientras entraba en la casa y se dirigía a su cuarto, decidió que guardaría silencio.

      Esa mañana llegó a la estación a las nueve, y fue a cazar a Buckinghamshire, montando dos de los caballos de Dolly Longestaffe, por los cuales había pagado treinta chelines al hombre de Longestaffe.

      Capítulo 4

       El baile de madame Melmotte

      Dos noches después del intercambio monetario que tuvo lugar en el Beargarden, se celebró un gran baile en Grosvenor. Se trataba de una velada de tan magnífica escala que se hablaba de ella desde que el Parlamento se había reunido, hacía cosa de quince días. Ciertas personas habían expresado la opinión de que un baile de esas características no podía celebrarse con éxito en el mes de febrero. Otros declararon que lo que costaría —una cantidad que marcaría un hito en los anales de los bailes de la temporada— convertiría la velada en todo un éxito, por pura necesidad. Y lo cierto es que había costado mucho más que dinero. Se habían desplegado esfuerzos increíbles


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