El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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de que alcanzaría su objetivo no tanto escribiendo buenos libros, como logrando convencer a un determinado número de personas para que dijeran que sus libros eran buenos. Trabajaba mucho en su escritura, al menos lo bastante como para producir un buen número de páginas a un ritmo más que notable; y por naturaleza, era una mujer lista. Poseía un estilo fácil, rápido de entender, agudo, y ya dominaba la técnica de extender una idea delgada hasta convertirla en una vasta extensión de letras. No abrigaba la ambición de escribir un buen libro, sino que se dedicaba ansiosamente a pergeñar un libro que los críticos literarios calificaran de bueno. Si el señor Broune, en privado, le hubiera dicho que su libro era una porquería pero al mismo tiempo publicado una reseña elogiosa en el Breakfast Table, es dudoso que la opinión del editor hubiera herido la vanidad de la dama. Era una mujer falsa, de pies a cabeza, pero con muchas y buenas intenciones, pese a lo mendaz de su persona.

      ¿Quién sabe, en lo que se refiere a sir Felix, si se había convertido en lo que era después de mucho empeño, o había nacido con tendencia al vicio? Es más que probable que no fuera mejor persona si le hubieran apartado de sus padres y sometido a un régimen moral más duro, de la mano de maestros dotados de una brillante ética. Y aun así, también resulta increíble que la educación, o la falta de ella, fueran responsables de un corazón tan absolutamente privado de sentir compasión por los demás, como el suyo. Ni siquiera era capaz de sentir nada ante su propia desgracia, a menos que afectaran a las comodidades de las que disfrutaba en ese preciso momento. Era como si le faltara la suficiente imaginación como para comprender que vendrían tiempos más míseros y empobrecidos, aunque el futuro estuviera solamente a un mes, una semana o una única noche de distancia. Le gustaba que le trataran con amabilidad, que le alabaran y le trataran con deferencia, que le alimentaran y le acariciaran; y a los que lo hacían, los consideraba sus amigos. En esto, poseía el mismo instinto que los caballos, sin llegar a la simpatía exuberante de los perros. Pero no se puede decir que amara a nadie hasta el punto de negarse el más breve instante de gratificación personal. Su corazón era una piedra. Era guapo, ingenioso e inteligente. Tenía la tez oscura, con ese tono oliváceo, que da a los jóvenes aspecto de pertenecer a una alcurnia aristocrática. Su pelo, que jamás se había dejado largo, era casi negro, suave y sedoso sin llegar al tacto grasiento tan habitual en los que gozan de esa textura en sus melenas. Sus ojos eran grandes, marrones, y perfectamente delineados por el arco de sus cejas también perfectas. Pero quizá lo más glorioso de su rostro se debía más al acabado de sus facciones, a la fina simetría de su nariz y su boca que al resto de sus rasgos. Llevaba un bigote en el labio superior, tan cincelado y fino como sus cejas, pero no tenía barba. La forma de su barbilla también era perfecta, aunque carecía de la suavidad y la dulzura de expresión que transmiten los hoyuelos y que indican un corazón amable. Medía casi un metro ochenta, y su figura era tan excelente como su faz. Los hombres admitían y las mujeres proclamaban vigorosamente que no había existido un caballero más guapo que Felix Carbury. También se daba por sabido que nunca se había mostrado consciente de su propia belleza. Se daba aires por un puñado de motivos: por su dinero, pobre tonto, mientras lo tuvo; por su título, por su comisión militar, hasta que tuvo que venderla; y especialmente, por la superioridad de su intelecto. Pero era lo bastante listo como para vestirse de simplicidad, y evitar la apariencia de que le preocupaba su figura exterior. Por el momento, el reducido mundo de sus amigos y conocidos no había descubierto lo superficial de sus afectos, o más bien, cuán poco afecto sentía por nada ni nadie. Su actitud y su aspecto, junto a cierta agudeza, le habían protegido hasta de los vicios de su propia vida. En un instante, sin embargo, en un único momento de debilidad, había perjudicado su buen nombre más que las locuras de los tres últimos años. Se había peleado con un oficial de su compañía, agrediéndole, y cuando el corazón de un hombre debía haber mostrado una conducta honorable, primero había amenazado y luego se había comportado como un timorato. De eso hacía ya un año, y había dejado atrás el incidente, pero algunos hombres aún recordaban que llegada la hora de la verdad, Felix Carbury había agachado la cabeza, y en definitiva había demostrado ser un cobarde.

      Así que ahora debía casarse con una heredera. Lo sabía muy bien, y estaba preparado para hacer frente a su destino. No obstante, adolecía en el arte de hacer el amor. Era guapo, poseía los modales de un caballero, hablaba bien, no le faltaba audacia, y no sentía repugnancia ante la idea de declarar una pasión que no sentía. Pero sabía tan poco de pasión, que ni siquiera podía convencer a una joven de que la sentía. Cuando hablaba de amor, no solo pensaba que estaba diciendo idioteces, sino que lo dejaba traslucir. A raíz de ese defecto, ya había fracasado con una joven dama cuya herencia rondaba las cuarenta mil libras, y que le había rechazado porque, como dijo con absoluta e inocente franqueza, «en realidad no te importo». «¿Cómo no vas a importarme», le había dicho él, «si estoy pidiendo tu mano en matrimonio?». «No sé cómo, pero sé que así es», replicó ella. Y así la joven logró escapar esa trampa del destino. Ahora tenía a otra joven en su mira, a quien el lector conocerá a su debido tiempo, y sir Felix la perseguía con implacable dedicación, instigado por sus circunstancias. La cuantía de su fortuna no estaba definida con tanta precisión como las cuarenta mil libras de su antecesora, pero se sabía a ciencia cierta que superaba esa cifra con creces. Efectivamente: se suponía que era una fortuna inabarcable, sin límites, infinita. Que para el padre de la joven, la cantidad que se dedicara a gastos cotidianos, casas, sirvientes, caballos, joyas y similar le resultaba indiferente. Era un hombre que tenía otras preocupaciones, mayores y más grandes; y pagar diez o veinte mil libras por una fruslería era lo mismo, igual que a los hombres que no tienen problemas de dinero no les importa pagar seis o nueve peniques por carne que compran diariamente. Un hombre así corría el riesgo permanente de arruinarse; pero el hombre que se casara con su hija en aquel momento, en que su prosperidad era desvergonzadamente inmensa, podría disfrutar de una gran fortuna. Lady Carbury, que sabía muy bien de las adversidades que había superado su hijo, estaba decidida a que sir Felix llevara a buen puerto la intimidad que le había abierto las puertas de la casa del Creso de la temporada.

      Y ahora, dediquemos unas pocas palabras a Henrietta Carbury. Por supuesto, era infinitamente menos importante que su hermano, que era un barón, cabeza de la rama de los Carbury, y el preferido de su madre. Por eso, bastarán unas pocas palabras. También era una joven encantadora, muy parecida a su hermano, pero de facciones menos regulares y piel menos oscura. En su expresión, se leía esa dulzura que parece implicar que toda consideración del bienestar de uno mismo está supeditada al de los demás. Era una característica que su hermano no poseía, y el rostro de Henrietta era el fiel reflejo de su carácter. De nuevo, ¿cómo desentrañar el motivo por el cual, con la misma educación recibida por parte de su madre, ambos hermanos eran tan distintos entre sí? ¿Habrían salido de otra manera, si les hubieran apartado de la compañía de su familia, o las virtudes de la joven se debían a que, precisamente, sus padres no la habían mimado como a su hermano? En cualquier caso, ni los títulos, ni el dinero ni las tentaciones del gran mundo habían estropeado el carácter de Henrietta Carbury. Tenía en ese momento apenas veintiún años recién cumplidos, y no había frecuentado la sociedad londinense. Su madre no solía asistir a bailes ni cenas, y durante los dos últimos años la necesidad de ahorrar las había forzado a restringir el dispendio en guantes y vestidos de gala. Por supuesto, sir Felix sí que salía, pero Hetta Carbury se pasaba casi todo el tiempo haciendo compañía a su madre, en la calle Welbeck. Ocasionalmente, el mundo la veía, y cuando eso sucedía la declaraba una chica encantadora. Y de momento, el mundo tenía razón.

      Pero para Henrietta Carbury, el romance de la vida ya había empezado, y con vívidas emociones. La rama principal de los Carbury, ahora representada por Roger Carbury, de la casa Carbury, entrará pronto en la historia y hablaremos abundantemente de ella; baste decir que Roger Carbury estaba apasionadamente enamorado de su prima Henrietta; aunque rozaba los cuarenta años de edad. Y entre tanto, Henrietta había conocido a un tal Paul Montague.

      Capítulo 3

       El club Beargarden

      La casa de lady Carbury en la calle Welbeck era modesta, sin pretensiones de llegar a mansión, ni siquiera a residencia; pero como su dueña tenía algo de dinero cuando la adquirió, la había convertido en un hogar agradable y


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