El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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y lord Grasslough bailó con la otra. Había otras cuatro parejas, todos dueños de un título nobiliario, como si la intención fuera que este baile en especial terminara en las páginas de sociedad, si bien quizá no en las del Evening Pulpit, sí en las de un periódico menos serio. En la residencia se encontraba un periodista, con la tarea de salir corriendo hacia la redacción con la lista de participantes en el baile del príncipe, en cuanto este hubiera concluido. El propio príncipe no sabía muy bien cuál era su papel, pero los que conducían su vida le habían llevado hasta allí. Probablemente, no sabía nada de los diamantes rescatados de la dama, o de la considerable donación que el señor Melmotte había realizado al hospital de San Jorge. La pobre Marie pensó que otra hora de penitencia era más de lo que podía soportar, y tenía aspecto de desear estar a mil millas de distancia, si ello fuera posible. Pero el apuro pasó rápidamente, y no fue realmente difícil. El príncipe pronunció una o dos frases entre movimientos, sin que diera la impresión de esperar respuesta. Le sacaba mucho partido a unas pocas palabras, pues tenía pericia en la tarea de facilitar la carga de su propia grandeza a los que la soportaban. Cuando terminó el baile, le permitieron escapar tras la ceremonia de tomarse una única copa de champán con la anfitriona. Hasta que el príncipe se marchó, hubo denostados esfuerzos para ocultarle la presencia del personaje de sangre real al propio dueño de la casa. A Melmotte le hubiera gustado servirle una copa de vino con sus propias manos, para solaz del paladar de Su Alteza Real, y la escena probablemente hubiera sido bochornosa y problemática. Miles Grendall se hacía cargo de todo esto, y había manejado la situación con mano izquierda.

      —Por Dios, ¿que Su Alteza Real se ha ido ya? —exclamó Melmotte.

      —Usted y mi padre estaban tan inmersos en la partida de whist que no he tenido valor de interrumpirles —contestó Miles.

      Melmotte no era ningún idiota, y lo captó a la perfección. No solamente que no se le había permitido hablar con el príncipe, sino que el motivo era porque se consideraba que era lo mejor. No podía tenerlo todo, al fin y al cabo. Tener a Miles Grendall a su lado le resultaba muy útil, y no pensaba pelearse con él, al menos por ahora.

      —¿Otra partida, Alfred? —le dijo al padre de Miles mientras los carruajes iban llevándose a los invitados.

      Lord Alfred había tomado mucho champán y por un momento se olvidó de las facturas guardadas en la caja fuerte, y de las cosas buenas que sus hijos sacaban del acuerdo.

      —Qué tontería —exclamó—. Debería llamar a la gente por su título.

      Y se largó de la casa sin dirigirle ni una palabra más a su dueño.

      Esa noche, antes de retirarse a dormir, Melmotte le preguntó a su cansada esposa por el baile, y especialmente, por la conducta de Marie.

      —Se ha portado bien, pero sin duda ha mostrado una clara preferencia por sir Carbury, antes que cualquier otro joven.

      Hasta ahora, el señor Melmotte apenas había oído hablar de sir Carbury, exceptuando el dato de que era un barón. Aunque sus ojos y sus orejas siempre estaban alerta, y aunque estaba siempre pendiente de todo, y era un hombre de aguda inteligencia, aún no entendía bien el significado y la importancia de los títulos nobiliarios ingleses. Sabía que para su hija tenía que conseguir un primogénito, o un joven que fuera dueño absoluto de su fortuna. Sir Felix, según había averiguado, solamente era barón; pero era dueño absoluto de sí mismo. También había descubierto que la progenie de sir Felix seguiría ostentando el título de «sir». Por lo tanto, aún no estaba dispuesto a darle órdenes concretas a su hija con respecto al joven caballero. Sin embargo, no se le había pasado por la cabeza que sir Felix se hubiera dirigido ya a su hija con las palabras que había empleado al despedirse de ella:

      —Ya sabe usted —había susurrado— quién la prefiere por encima de todas las cosas.

      —Nadie lo sabe, sir Felix.

      —Yo sí —dijo él, mientras sostenía la mano de Marie entre las suyas, durante un minuto. La miró fijamente, y ella pensó que era muy tierno. Se había aprendido las palabras de memoria, y como las repitió igual, no lo hizo mal. Lo bastante, en cualquier caso, como para enviar a la pobre chica a la cama con la dulce convicción de que por fin podría enamorarse del hombre que se había dirigido a ella.

      Capítulo 5

       Después del baile

      —Es un trabajo muy arduo —dijo sir Felix mientras subía en la berlina con su madre y su hermana.

      —Pues imagina cómo lo he pasado yo, sin nada que hacer —dijo su madre.

      —Es precisamente porque yo tenía una tarea entre manos el motivo por el cual lo califico de arduo. Por cierto, ahora que lo pienso, pasaré por el club antes de irme a casa —Y sacó la cabeza por la ventana, para detener al conductor por señas.

      —Son las dos de la madrugada, Felix —dijo su madre.

      —Pues sí, pero es que tengo hambre. Quizá tú has cenado, pero yo no.

      —¿Vas a cenar al club? ¿A esta hora?

      —Si no, me iré a dormir con hambre. Buenas noches.

      Y saltó de la berlina y llamó un taxi que le llevó al Beargarden. Se dijo que los hombres que estuvieran en el club le reprocharían que no les diera la posibilidad de recuperarse de sus pérdidas. La noche anterior había vuelto a jugar y a ganar. Dolly Longestaffe le debía ya una considerable cantidad de dinero, y lord Grasslough también. Estaba seguro de que Grasslough iría al club después del baile de los Melmotte, y estaba decidido a que no creyeran que se había rebajado a retirarse a casa, empujado por su madre y su hermana. Así reflexionaba para sus adentros, pero la verdad era que el demonio del juego había hecho mella en su pecho, y aunque temía perder dinero de verdad y era consciente de que si ganaba, tardarían en pagarle, no podía mantenerse lejos de las mesas de juego.

      Ni la madre ni la hija pronunciaron palabra hasta que llegaron a casa y subieron al piso de arriba. Entonces, lady Carbury habló de lo que más le preocupaba en ese momento:

      —¿Crees que juega?

      —Pero si no tiene dinero, mamá.

      —Me temo que eso no le detendrá. Y sí que tiene dinero, aunque no sea mucho para él y su círculo de amigos. Si se ha dado al juego, todo está perdido.

      —Supongo que todos juegan, más o menos.

      —A mí no me consta. Estoy agotada, con el corazón destrozado, por lo poco que se preocupa por mí. No es que no me obedezca; quizá una madre no debe esperar que sus hijos la obedezcan. Es que no le importa nada de lo que digo. Mis palabras caen en saco roto. No tendrá el menor escrúpulo en comportarse mal delante de mí, igual que si fuera una extraña.

      —Hace mucho tiempo que Felix hace lo que se le antoja, mamá.

      —¡Exactamente! Lo que se le antoja, sí. Pero yo soy la que tengo que pagar sus gastos, como si fuera un niño pequeño. Hetta, te has pasado toda la velada hablando con Paul Montague.

      —No, mamá. Eso no es verdad.

      —Se ha pasado toda la noche a tu lado.

      —Yo no conocía a nadie más. Y difícilmente podía pedirle que no me dirigiera la palabra. Bailé con él dos veces. —Su madre se sentó, llevándose ambas manos a la cabeza, y la sacudió con un gesto desesperado—. Si no querías que hablara con Paul, no deberías haberme llevado al baile.

      —No quiero impedirte que hables con él. Ya sabes lo que quiero.

      Henrietta se acercó y le dio un beso en la frente.

      —Buenas noches, madre.

      —Creo que soy la mujer más desgraciada de Londres —sollozó de repente lady Carbury.

      —¿Por culpa mía, mamá?

      —Podrías hacer tanto,


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