El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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condescendiendo a tocar con sus dedos la mano que Fisker le ofrecía.

      —No creo recordar —dijo— al caballero que me ha escrito acerca de usted.

      —Imagino que no, señor Melmotte. Cuando estoy en mi casa en San Francisco, recibo a muchísima gente de la que luego apenas recuerdo nada. Si no me equivoco, mi socio mencionó que acudió a su casa en compañía de su amigo sir Felix Carbury.

      —Conozco a un joven llamado Felix Carbury.

      —Ese es. No me habría costado mucho esfuerzo obtener la presentación de un buen número de caballeros, si hubiera creído que no era suficiente con esta —aquí el señor Melmotte inclinó la cabeza—. Nuestra cuenta en Londres se encuentra en la Sociedad de Valores City y West End. Pero acabo de llegar a Londres, y mi principal objetivo durante mi visita era verle a usted, por lo que me reuní con mi socio, el señor Montague, en Liverpool y no perdí un momento en presentarme aquí.

      —¿Qué puedo hacer por usted, señor Fisker?

      En este punto, el señor Fisker empezó a narrar la gran aventura empresarial que constituía el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, y exhibió una considerable habilidad, al resumir su grandeza en unas pocas palabras, aun así exuberantes y hermosas. En dos minutos había sacado su folleto, sus mapas y las fotos, procurando que el señor Melmotte se fijara en los omnipresentes Fisker, Montague y Montague que aparecían al pie de toda la documentación. A medida que Melmotte leía los papeles, Fisker de vez en cuando intercalaba alguna puntualización, sin referirse en absoluto a los futuros beneficios del ferrocarril, o a las ventajas que dicha red de transporte aportaría al mundo en general; simplemente se ocupaba de resaltar el valor de las acciones de la empresa, que sin duda podría aumentarse en bolsa gracias a una manipulación apropiada de las circunstancias y de los inversores.

      —Parece dar a entender que en su país de origen, nadie tiene intención de invertir en su empresa —apuntó Melmotte.

      —No hay duda alguna de que se venderán las acciones a espuertas allí. Son rápidos y saben cómo jugar a este juego; pero no hace falta que le diga, señor Melmotte, que nada le inyecta tanta vida a un negocio como la competencia. Cuando en San Luis o Chicago se enteren de que Londres apuesta por la empresa, se desatará el interés a buen seguro. Y lo mismo pasará aquí: si oyen que las acciones se venden en América, también despegarán aquí.

      —¿Y cómo le va?

      —Estamos trabajando en la concesión de la línea por parte del Congreso de Estados Unidos. Obtendremos la tierra a coste cero, claro está, y mil acres alrededor de cada estación; cada una estará separada por unas veinticinco millas.

      —¿Y cuándo les entregarán la tierra?

      —Cuando esté diseñada la línea hasta la estación.

      Fisker sabía perfectamente que Melmotte no se lo preguntaba por el valor concreto del terreno, sino por el atractivo que el calendario de expansión tendría para los posibles especuladores.

      —¿Qué quiere usted de mí, señor Fisker?

      —Quiero que su nombre esté aquí —dijo Fisker, señalando el espacio donde constaba el título de presidente de la junta directiva inglesa, pero sin nombre.

      —¿Quiénes formarán parte de esa junta directiva?

      —Le pediríamos a usted que los seleccione, señor Melmotte. El señor Paul Montague debería ser miembro, y quizá su amigo sir Felix Carbury, si le parece bien a usted. Quizá podríamos incluir también a uno de los directores del City y West End. Pero en definitiva, la decisión está en sus manos, así como la cantidad de acciones a las que podría optar. Si apuesta por nosotros, señor Melmotte, formará parte de una de las mayores empresas que hayan surgido en los últimos años. ¡No habría límite al valor de las acciones que podríamos alcanzar!

      —Imagino que tendría que respaldar el proyecto con algún capital inicial.

      —En el Oeste sabemos que no hay que asfixiar la energía de un proyecto aplicando métodos anticuados. Mire lo que ya hemos logrado, trabajando sin ataduras. Mire la línea de ferrocarril que ya cruza el continente, de San Francisco a Nueva York. Mire…

      —Eso no tiene la menor importancia, señor Fisker. La gente quería viajar de Nueva York a San Francisco, y no estoy tan seguro de que quieran llegar a Veracruz. Pero estudiaré su propuesta y tendrá noticias mías.

      La entrevista había terminado y el señor Fisker estaba satisfecho. Si el señor Melmotte no tuviera la menor intención de participar en la empresa, ni siquiera le habría dedicado diez minutos. A fin de cuentas, apenas le pedían nada: que respaldara el ferrocarril con su nombre, y como pago el señor Fisker le había prometido unas doscientas o trescientas mil libras, del capital inicial que obtuvieran de los inversores británicos.

      Así, quince días después de la llegada del señor Fisker, la compañía estaba plenamente lanzada en Inglaterra, con una junta directiva inglesa, de la cual el señor Melmotte era el presidente. Entre los directores se encontraban lord Alfred Grendall, sir Felix Carbury, Samuel Cohenlupe, esq., miembro del Parlamento por la circunscripción de Staines, así como un caballero judío, lord Nidderdale, que también poseía un escaño en el Parlamento; y el señor Paul Montague. Podía tacharse a la junta directiva de débil, y pensar que no sería capaz de prestar mucho apoyo a ninguna empresa, sobre todo pensando en miembros como lord Alfred o sir Felix, pero la mera presencia del señor Melmotte constituía un pilar tan sólido que la fortuna de la compañía se consideraba un hecho consumado.

      Capítulo 10

       El éxito del señor Fisker

      El señor Fisker se sentía muy satisfecho del avance que había logrado, pero no terminó de convencer a Paul Montague de la bondad de sus planes. El señor Melmotte se había convertido en parte de su aventura empresarial, y su presencia era una realidad tal, un hecho tan incontestable en el Londres dedicado a los negocios y el comercio, que Montague ya no podía negarse a reconocer que los sueños de Fisker tenían muchas posibilidades de convertirse en realidad. Melmotte dominaba la compañía de telégrafos, y había investigado en San Francisco y Salt Lake City con tanta facilidad como si preguntara por los barrios de Londres. Era presidente de la rama inglesa de la compañía, y tenía (o como decía él, gestionaba) acciones valoradas en dos millones de dólares. Aun así, subsistía entre muchos la sensación de que Melmotte, pese a ser un torreón de grandeza, estaba erigido sobre arenas movedizas.

      Paul ya se había incorporado totalmente al proyecto, sin prestar atención a los consejos en contra de su viejo amigo Roger Carbury, y se había trasladado a Londres, para poder ocuparse personalmente de todos los detalles relacionados con el gran ferrocarril. Habían abierto una oficina justo detrás de la Bolsa, con dos o tres administrativos y un secretario, posición que ocupaba el señor Miles Grendall. Paul, que tenía conciencia y era muy sensible al hecho de que no solamente era miembro de la junta, sino que también era uno de los apellidos responsables de todo el asunto, estaba rotundamente ansioso por empezar a trabajar de veras, y se presentaba en los momentos más inoportunos en las oficinas de la compañía. Fisker, que aún no había regresado a América, hacía lo que podía para poner freno a su inquietud, y en más de una ocasión se burlaba así de su socio:

      —Mi querido amigo, ¿de qué sirve que se ataree tanto? En este tipo de negocios, una vez se ponen en marcha, no hay mucho que hacer. Y por otra parte, ya puede uno quemarse las pestañas antes de arrancar, a veces se fracasa sin un movimiento. Pero no se preocupe, está todo arreglado. Basta con que pase usted por ahí los jueves. Piense que un hombre como Melmotte no soportará ninguna interferencia real.

      Paul trataba de reafirmar su posición:

      —Soy uno de los gerentes de la compañía, y como tal pienso tomar parte en la dirección de la empresa. Al fin y al cabo, mi fortuna está invertida en ello, y para mí es tan importante como la fortuna del señor Melmotte lo sea para él.

      —¿Fortuna?


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