El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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proyecto. ¿Y ahora, dónde está usted? Mire, le diré: ganaremos más cuando todo esto estalle, si es que así sucede, que después de años y años de duro trabajo respetando las reglas.

      Desde luego, a Paul Montague el señor Fisker no le gustaba un ápice, ni tampoco compartía su filosofía de negocios, pero se dejó arrastrar por ambos. «¿Cuándo y cómo podía haberlo evitado?», le escribió a Roger Carbury. «El dinero se había invertido incluso antes de que pusiera pie en Inglaterra. Es muy fácil decir que no tenía ningún derecho a hacerlo; pero es que ya era un hecho consumado. Ni siquiera podía demandarlo, sin verme obligado a regresar a California, y allí no tenía ni la menor oportunidad». Es decir, que Fisker siguió sin gustarle nada a lo largo de todo el asunto, y aun así había que admitir que Fisker poseía un gran mérito, que contribuía a que Montague le apreciara un poco. Aunque no admitía la más mínima interferencia de Paul en el negocio, sí que aceptaba su derecho a compartir el momento de afortunada prosperidad. Pero en cuanto a los verdaderos datos financieros de la empresa, no estaba dispuesto a revelarle nada a Paul. No obstante, a Fisker no le faltaba el dinero, y se preocupaba de que a su socio le ocurriera lo mismo. Le pagó todos los intereses pendientes de sus ingresos estipulados hasta la fecha, y le entregó nominalmente un buen número de acciones del ferrocarril, con la indicación de que no debía venderlas hasta que hubieran aumentado hasta el diez por ciento de su valor, y que en cualquier transacción de compraventa no debía aspirar sino a ganar la plusvalía derivada de dicha venta. Paul nunca supo qué le permitían hacer a Melmotte con su parte de las acciones; y hasta donde sabía, el poder de Melmotte era ilimitado en todo y sobre todos. El humor del joven se perturbó, sintiéndose desgraciado, inquieto y extravagante a resultas de dicha situación. Vivía en Londres y disponía de dinero, pero no podía quitarse de encima la sensación de que todo estaba a punto de desmoronarse, como un castillo de naipes, y que terminaría arruinado y caído en desgracia, uno más del puñado de estafadores que participaba en el asunto.

      Todos sabemos bien como, en dichas circunstancias, la vida de un hombre se entregará al disfrute de los placeres que le sobrevienen, y en mucha menor medida soportará las desgracias, sacrificios y tristezas. Si el joven miembro de la junta directiva le hubiera descrito a su amigo el estado en el que se encontraba, habría dicho que estaba sumido en las dudas, las sospechas y el miedo, hasta el punto que su vida era una pesada carga. No obstante, los que le acompañaban en aquellos momentos le calificarían de un hombre agradable, que disfrutaba de los placeres de la vida, y que estaba dispuesto a sacar el mejor partido de lo que esta pusiera en su camino. Bajo los auspicios de sir Felix Carbury se había convertido en miembro del Beargarden, que de entre todos los posibles clubs, era el que poseía un método de entrada más irregular, a la par con sus otras costumbres. Cuando un joven deseaba solicitar la entrada en el club, y no se creía que su estilo de vida encajara con las reglas del establecimiento, se le decía que deberían pasar tres años antes de que pudieran estudiar su solicitud; pero cuando el club deseaba aceptar un nuevo miembro, su nombre saltaba al principio de la lista de espera con velocidad inaudita, facilitando el proceso milagrosamente. A Paul Montague, de repente, se le otorgaba una enorme riqueza y aún mayor influencia comercial. Se sentaba en la misma junta directiva que Melmotte y sus secuaces; y por eso le aceptaron en el Beargarden, sin tener que someterse a los pesados retrasos que los candidatos menos afortunados tenían que arrostrar.

      Y admitámoslo, si bien lamentándolo, pues Paul Montague era un hombre honrado y decente: se acostumbró a pasar largos ratos en el Beargarden. Al fin y al cabo un caballero debe cenar en alguna parte, y es bien sabido que cenar en el club es mucho menos costoso que salir a un restaurante. Así razonaba Paul consigo mismo: pero sus cenas en el Beargarden no salían precisamente baratas. Se reunía con sus compañeros de junta: con sir Felix Carbury y lord Nidderdale, recibía a lord Alfred más de una vez, y por dos veces había cenado con su presidente, rodeado de la magnificencia de la hospitalidad del príncipe de mercaderes en Grosvenor. El señor Fisker también le había sugerido que no dejara de apuntar al gran pastel encarnado en la forma de la señorita Marie Melmotte. Lord Nidderdale había reiterado su disposición a entrar en la carrera, debido a la considerable presión que ciertos comerciantes a los que adeudaba dinero habían infligido en su economía, y por eso había aceptado entrar en la junta directiva de la Compañía de Ferrocarril. En el momento de escribir estas líneas, sin embargo, sir Felix seguía siendo el caballo favorito según las apuestas de los círculos de la alta sociedad.

      Fisker permanecía en Londres, y ya estaban a mediados de abril. Cuando hay millones de dólares en juego, que quizá incluso pertenecen a viudas y huérfanos, como el propio Fisker hacía notar, un hombre debe dejar a un lado su conveniencia. Pero el sacrificio no iba sin recompensa, pues el señor Fisker se lo pasaba divinamente en Londres. También a él le aceptaron en el Beargarden, como miembro honorífico, y se dedicó a gastar dinero a manos llenas. El consuelo de los negocios de altos vuelos es que no importa lo que uno gaste en sí mismo, la cantidad siempre es una miseria. El champán y la cerveza de jengibre son lo mismo, si uno puede perder o ganar miles de libras; la única diferencia radica en que el champán tiene resultados más perniciosos en la salud que la inocente bebida. La sensación de que la grandeza de estas operaciones los liberaba de la necesidad de vigilar los pequeños gastos, la sintieron tanto Fisker como Montague en lo que se refiere al champán, y el resultado fue dañino. El Beargarden era, sin duda, un lugar más animado que la Finca Carbury, pero Montague descubrió que no era capaz de despertar en estas mañanas de Londres con pensamientos tan satisfactorios como los que asistían a su almohada en la antigua casa solariega.

      El sábado 19 de abril, Fisker debía abandonar Londres para regresar a Nueva York, y el día antes se organizó una cena en su honor en el club. Le pidieron al señor Melmotte que asistiera, y para la ocasión el club hizo un despliegue de todos sus recursos. Lord Alfred Grendall también estaba invitado, y el señor Cohenlupe, que solía acompañar a Melmotte. Nidderdale, Carbury, Montague y Miles Grendall eran miembros del club, y los anfitriones de la cena, para la que no se escatimó en ningún dispendio. Herr Vossner se ocupó de las viandas y los vinos, y también los pagó. Lord Nidderdale presidió, con Fisker a su derecha y Melmotte a la izquierda; para un joven lord de vida acelerada, no lo hizo mal. Solamente se hicieron dos brindis, a la salud del señor Melmotte y del señor Fisker, y por supuesto, se pronunciaron sendos discursos. Tal vez fue la ocasión del señor Melmotte de demostrar de una vez por todas la autenticidad de sus orígenes ingleses, tan grande fue su incapacidad para el discurso y la torpeza de la que hizo gala. Se puso en pie con las manos encima de la mesa y con la mirada fija en el plato, barbotó que confiaba en el futuro de la compañía de ferrocarril, que un día sería una de las operaciones comerciales de más éxito a ambos lados del Atlántico. Era una gran empresa, sin duda; muy grande. No dudaba en lo más mínimo: era una de las mayores empresas que operaba en la actualidad. No creía que existiera nada mayor, en suma. Y se complacía en dar toda su humilde ayuda a la consecución de algo tan grande, y así siguió durante un buen rato. Profirió estas afirmaciones, que no variaban mucho entre sí, salpimentadas con tantas interjecciones distintas, esforzándose por mirar a los asistentes uno por uno a la cara, como si en los rostros buscara inspiración para su siguiente intento. No era elocuente, desde luego; pero su audiencia recordaba que se trataba del gran Augustus Melmotte, que probablemente les haría a todos muy ricos, y por lo tanto le jalearon al eco de dichos pensamientos. Lord Alfred ya se había reconciliado con el hecho de que le llamara por su nombre de pila, pues tenía la oportunidad de obtener entre doscientas y trescientas libras sobre el valor de las acciones que le habían asignado, aunque aún no había tenido ni un centavo entre manos. ¡Qué maravillosos son los prodigios del mercado! Basta con introducir la punta del dedo meñique en el pastel, y se pegarán nobles y suculentos pedazos, al sacarlo.

      Cuando por fin se sentó Melmotte y llegó el turno de Fisker, habló con elocuencia, rapidez y una prosa florida. Sin repetirla palabra por palabra, lo cual sería tedioso, el narrador no es capaz de dibujar frente al lector la placentera imagen que el señor Fisker pintó del amor y la armonía comercial que se extendería por todo el mundo, gracias al honrado ferrocarril que uniría Salt Lake City con Veracruz, ni tampoco explicar la enorme gratitud que el mundo entero sentiría, y entregaría, a las grandes compañías de Melmotte & Co, de Londres, y Fisker, Montague y Montague, de San Francisco. El señor Fisker agitó grácilmente los


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