Novelas completas. Jane Austen

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advierta. Practica sin descanso.

      —Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo abandone. Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica sin tregua. Muchas veces le he dicho a la señorita Bennet que nunca tocará con soltura si no practica más; y aunque la señora Collins no tiene piano, la señorita Bennet será muy bien acogida, como le he indicado con frecuencia, si viene a Rosings todos los días para practicar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.

      Darcy pareció un poco avergonzado de la mala educación de su tía, y no respondió.

      Cuando acabaron de tomar el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Elizabeth que le había prometido tocar, y la joven se sentó enseguida al piano. El coronel puso su silla a su lado. Lady Catherine escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que Darcy la dejó y dirigiéndose con su precaución acostumbrada hacia el piano, se colocó de manera que pudiese ver el rostro de la atractiva intérprete. Elizabeth se percató de lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia él con una amplia sonrisa y le dijo:

      —¿Pretende amedrentarme, viniendo a escucharme con ese semblante? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de tozudez en mí, que nunca me permite que me atemorice nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta meterme miedo.

      —No le diré que se ha equivocado —repuso Darcy— porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo suficiente para saber que se complace a veces en defender opiniones que de hecho no son suyas.

      Elizabeth se rio abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo al coronel Fitzwilliam:

      —Su primo pretende darle a usted una acabada idea de mí enseñándole a no creer ni una palabra de cuanto yo le diga. Me entristece encontrarme con una persona tan determinada a descubrir mi auténtico modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas negativas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría llevar a vengarme y saldrían a relucir cosas que avergonzarían a sus parientes.

      —No le tengo miedo —dijo él sonriente.

      —Dígame, por favor, de qué le acusa —exclamó el coronel Fitzwilliam—. Me gustaría saber cuál es su conducta entre extraños.

      —Se lo diré, pero prepárese a oír algo horrible. Ha de saber que la primera vez que le conocí fue en un baile, y en ese baile, ¿cómo cree usted que se comportó? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros, y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede decir que no.

      —No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas que habían venido, a no ser las que lo hicieron conmigo.

      —Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están aguardando sus órdenes.

      —Quizá me habría juzgado mejor —añadió Darcy— si hubiese rogado que me presentaran. Pero no sirvo para hacerlo a desconocidos.

      —Vamos a preguntarle a su primo por qué se comporta así —dijo Elizabeth sin dirigirse más que al coronel Fitzwilliam—. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para complacer a extraños?

      —Puedo responder yo mismo a esta pregunta —replicó Fitzwilliam— sin interrogar a Darcy. Eso es porque no quiere tomarse el trabajo.

      —Reconozco —dijo Darcy— que no poseo la gracia que otros tienen de conversar fácilmente con las personas que nunca he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como ocurre normalmente.

      —Mis dedos —repuso Elizabeth— no se desenvuelven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto hacerlo a los de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir idéntico efecto. Pero siempre he pensado que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean aptos, como los de cualquier otra mujer, para tocar con soltura.

      Darcy sonrió y le dijo:

      —Tiene usted toda la razón. Ha utilizado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros interpreta ante extraños.

      Lady Catherine les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Elizabeth se puso a tocar de nuevo. Lady Catherine se acercó y después de escucharla durante unos minutos, manifestó a Darcy:

      —La señorita Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiese poseído las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es manejar las teclas, aunque su gusto no es como el de Anne. Anne habría sido una pianista extraordinaria si su salud le hubiese permitido tomar clases.

      Elizabeth miró a Darcy para observar su amable asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni en ningún otro instante descubrió ningún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita de Bourgh, Elizabeth dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Bingley: que Darcy se habría casado con ella si hubiese pertenecido a su familia.

      Lady Catherine continuó haciendo observaciones sobre la forma de tocar de Elizabeth, mezcladas con infinidad de instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Elizabeth las soportó con toda la paciencia que impone el decoro, y a petición de los caballeros continuó interpretando hasta que estuvo listo el coche de Su Señoría y los trasladó a todos a casa.

      Capítulo XXXII

      A la mañana siguiente estaba Elizabeth sola escribiendo a Jane, mientras la señora Collins y María habían ido de compras al pueblo, cuando se inquietó al sonar la campanilla de la puerta, clara señal de alguna visita. Aunque no había oído ningún carruaje, pensó que a lo mejor era lady Catherine, y se apresuró a guardar la carta que tenía a medio escribir a fin de evitar preguntas indiscretas. Pero con gran asombro suyo se abrió la puerta y entró en la habitación el señor Darcy, sin ningún acompañamiento.

      Se sorprendió quizás al hallarla sola, pidió disculpas por su intromisión manifestando que pensaba que estaban en la casa todas las señoras.

      Se sentaron los dos y, después de las preguntas normales sobre Rosings, pareció que se iban a quedar en silencio. Por lo tanto, era absolutamente necesario pensar en algo, y Elizabeth, ante esta necesidad, recordó la última vez que se habían visto en Hertfordshire y sintió curiosidad por ver lo que diría de su súbita marcha.

      —¡Qué precipitadamente se marcharon ustedes de Netherfield el pasado noviembre, señor Darcy! —le dijo—. Debió de ser una sorpresa muy grata para el señor Bingley verles a ustedes tan pronto a su lado, porque, si mal no recuerdo, él se había ido un día antes. Supongo que tanto él como sus hermanas se encontraban bien cuando salió usted de Londres.

      —Perfectamente. Gracias.

      Elizabeth se dio cuenta que no deseaba contestarle nada más y, tras un breve silencio, añadió:

      —Creo que el señor Bingley no piensa regresar a Netherfield.

      —Jamás le he oído mencionar tal cosa; pero es probable que no pase mucho tiempo allí en el futuro. Tiene muchos amigos y está en una época de la vida en que los amigos y los compromisos se acrecientan.

      —Si tiene la intención de estar poco tiempo en Netherfield, sería mejor para todos que lo dejase del todo, y así quizá podría instalarse otra familia allí. Pero a lo mejor el señor Bingley no haya tomado la casa tanto por la conveniencia de la vecindad como por la suya propia, y es de esperar que la conserve o la deje como consecuencia de ese mismo deseo.

      —No me sorprendería —añadió Darcy— que se desprendiese


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