Novelas completas. Jane Austen
Читать онлайн книгу.advirtió que alguien subía la escalera velozmente y la llamaba a voces. Abrió la puerta y en el corredor se encontró con María nerviosísima y sin aliento, que exclamó:
—¡Oh, Elizabeth querida! ¡Ven pronto, baja al comedor y verás! No puedo decirte lo que es. ¡Corre, baja enseguida!
Inútilmente preguntó Elizabeth lo que ocurría. María no quiso decirle más, ambas se llegaron al comedor, cuyas ventanas se abrían al camino, para ver el prodigio. Este consistía sencillamente en dos señoras que estaban paradas en la puerta del jardín en un faetón bajo.
—¿Y eso es todo? —exclamó Elizabeth—. ¡Pensaba por lo menos que los cerdos hubiesen invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su hija!
—¡Oh, querida! —repuso María extrañadísima por el error—. No es lady Catherine. La mayor es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mírala bien. Es una criaturita. ¡Quién habría creído que era tan pequeña y tan delgada!
—Es una indelicadeza tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por qué no entra esa señorita?
—Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería la mayor de las deferencias que la señorita de Bourgh entrase en la casa.
—Me gusta su aspecto —dijo Elizabeth, pensando en otras cosas—. Parece enferma y con mal talante. Sí, es la mujer adecuada para él, le va mucho.
Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la verja del jardín, y Elizabeth se divertía de lo lindo viendo a sir William en la puerta de entrada, sumido en el éxtasis de la grandeza que tenía ante sí y haciendo una reverencia cada vez que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde él estaba.
Agotada la conversación, las señoras continuaron su camino, y los demás entraron de nuevo en la casa. Collins, en cuanto vio a las dos muchachas, las felicitó por la suerte que habían tenido. Dicha suerte, según aclaró Charlotte, era que estaban todos invitados a cenar en Rosings al día siguiente.
Capítulo XXIX
La satisfacción de Collins por esta invitación era total. No había cosa que le hiciese más ilusión que poder mostrar la grandeza de su patrona a sus admirados convidados y hacerles ver la deferencia con la que esta dama les trataba a él y a su mujer; y el que se le diese oportunidad para ello tan pronto era un ejemplo de la benevolencia de lady Catherine que no sabría cómo devolvérsela.
—Confieso —dijo— que no me habría asombrado que Su Señoría nos invitase el domingo a tomar el té y a pasar la tarde en Rosings. Más bien me lo esperaba, porque conozco su cortesía. Pero, ¿quién habría podido pensar una atención como esta? ¿Quién podría haber imaginado que recibiríamos una invitación para cenar; invitación, además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo después de que llegasen ustedes?
—A mí no me asombra —manifestó sir William—, porque mi situación en la vida me ha permitido conocer el auténtico modo de ser de los grandes. En la corte esos ejemplos de educación tan noble son muy normales.
En todo el día y en la mañana siguiente casi no se habló de otra cosa que de la visita a Rosings. Collins les fue instruyendo minuciosamente de lo que iban a tener ante sus ojos, para que la vista de aquellas estancias, de tantos criados y de tan espléndida comida, no les dejase boquiabiertos.
Cuando las señoras fueron a vestirse, le dijo a Elizabeth:
—No se preocupe por su atavío, querida prima. Lady Catherine está lejos de exigir de nosotros la elegancia en el vestir que a ella y a su hija obligan. Solo desearía aconsejarle que se ponga el mejor traje que tenga; no hay ocasión para más. Lady Catherine no pensará mal de usted por el hecho de que vaya vestida con sencillez. Le gusta que se le reserve la distinción debida a su rango.
Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine no le gustaba tener que esperar para comer. Tan formidables informes sobre Su Señoría y su manera de vivir habían acobardado a María Lucas, poco acostumbrada a la vida social, que esperaba su entrada en Rosings con la misma reticencia que su padre había experimentado al ser presentado en St. James.
Como hacía buen tiempo, el paseo de media milla a través de la finca de Rosings fue espléndido. Todas las fincas tienen su belleza y sus vistas, y Elizabeth estaba encantada con todo lo que iba contemplando, aunque no demostraba el entusiasmo que Collins aguardaba, y escuchó con nulo interés la enumeración que él le hizo de las ventanas de la fachada, y la relación de lo que las vidrieras le habían costado a sir Lewis de Bourgh.
Mientras subían la escalera que llevaba al vestíbulo, la excitación de María se acrecentó y ni el mismo sir William las tenía todas consigo. En cambio, a Elizabeth no le fallaba su coraje. No había oído decir nada de lady Catherine que le hiciese creer que poseía ningún talento inusual ni virtudes milagrosas, y sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la tranquilidad.
Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado adorno ponderó Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría las presentaciones, estas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.
A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan anonadado ante la grandeza que le rodeaba, que casi no tuvo ánimos para hacer una profunda reverencia, y se sentó sin articular una palabra. Su hija, asustada y como trastornada, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con tranquilidad a las tres damas que tenía enfrente. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos muy pronunciados que debieron de haber sido atractivos en su juventud. Tenía aires de grandeza y su manera de recibirles no era la más adecuada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de espantoso; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba apabullante. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era punto por punto tal como él la había descrito.
Después de pasar revista a la madre, en cuyo rostro y conducta encontró enseguida cierta semejanza con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan minúscula. Tanto su figura como su cara no tenían nada que ver con su madre. La señorita de Bourgh era cerúlea y enfermiza; sus facciones, aunque no feas, eran minúsculas; hablaba poco y solo cuchicheaba con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada sobresaliente y que no hizo más que escuchar lo que la niña le comentaba y colocar una pantalla en la dirección conveniente para protegerle los ojos del sol.
Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas para que contemplasen el panorama; el señor Collins los acompañó para indicarles bien su belleza, y lady Catherine les informó con cortesía de que en verano la vista era mucho más hermosa.
La cena fue magnífica y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla de plata que Collins les había anunciado; y tal como les había pronosticado, tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual parecía que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle. Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y prontitud. Cada plato era alabado primero por él y después por sir William, que se hallaba ya lo suficientemente recobrado como para hacerse eco de todo lo que decía su yerno, de tal modo, que Elizabeth no comprendía cómo lady Catherine podía soportarlos. Pero lady Catherine parecía halagada con tan exagerada admiración, y sonreía afable sobre todo cuando algún plato resultaba una novedad para ellos. Los demás casi no articulaban palabras. Elizabeth estaba dispuesta a hablar en cuanto le concedieran la oportunidad; pero estaba sentada entre Charlotte y la señorita de Bourgh, y la primera se dedicaba