Cuentos completos. Эдгар Аллан По
Читать онлайн книгу.el cual no fracasa mi memoria. Ese es la persona de Ligeia. Era de estatura alta, algo magra, e incluso en los últimos días muy lánguida. Procuraría yo en vano detallar la majestad, la sosegada soltura de su ademán o la insondable ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y se retiraba como una sombra. No me percataba jamás de su llegada en mi cuarto de estudio, salvo por la amada música de su mustia y dulce voz cuando ella colocaba su blanca mano sobre mi hombro. En cuanto a la hermosura de su faz, ninguna doncella la ha equiparado nunca. Era el fulgor de un sueño de opio, una visión aérea y cautivadora, más fervorosamente divina que las fantasías que aletean alrededor de las almas durmientes de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no tenían ese esculpido constante que nos han enseñado a reverenciar, incorrectamente, con las obras clásicas del paganismo. “No hay belleza exquisita —expresa Bacon, Lord Verulam, hablando con certidumbre de todas las formas y genera de belleza— sin algo de extraño en las proporciones”. Sin embargo, aunque yo observaba que los rasgos de Ligeia no tenían una regularidad clásica, aunque apreciaba que su belleza era realmente “exquisita” y percibía que había en ella mucho de “extraño”, me empeñaba en vano por desvelar la irregularidad y por buscar los indicios de mi propio concepto de “lo extraño”. Escrutaba el contorno de la frente alta y pálida —una frente ejemplar ¡cuán fría es, realmente, esta palabra cuando se emplea en una majestad tan divina!—, la piel que hacía competencia con el más puro marfil, la dimensión imponente, la serenidad, la agraciada prominencia de las regiones que predominaban las sienes, y luego aquella melena de un color negro como las plumas de un cuervo, reluciente, abundante, naturalmente rizada, y que mostraba toda la magnitud del epíteto homérico: ¡cabellera de jacinto! Observaba yo las líneas sutiles de la nariz, y en ningún otro lugar más que en los agraciados medallones hebraicos había visto una perfección parecida. Era la misma tersura de superficie, la misma proclividad casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con simetría que develaban un espíritu libre. Veía yo la dulce boca. Clausuraba la victoria de todas las cosas celestiales, la curva majestuosa del labio superior un poco corto, el aire tenue y voluptuosamente apoyado del interior, los hoyuelos que se trazaban y el color que proferían los dientes, reflectando en una especie de relámpago cada haz de luz bendita que yacía sobre ellos en sus sonrisas apacibles y plácidas, pero siempre luminosas y triunfadoras. Escrutaba la forma del mentón y allí también hallaba la gracia, la anchura, el dulzor, la majestad, la prolijidad y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo mostró solo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego veía yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no hallo canon, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada donde guardaba el secreto al que Lord Verulam se refería. Eran, considero yo, más grandes que los ojos comunes de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu que pertenece al valle de Nourjahad. Aun así, a ratos era —en los momentos de enérgica excitación— cuando esa peculiaridad se volvía más notoriamente sorprendente en Ligeia. En esos momentos su belleza era —al menos, así aparentaba quizá a mi imaginación avivada— la belleza de las fantásticas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más resplandeciente, bordeadas de pestañas de azabache muy extensas, sus cejas, de un diseño ligeramente irregular, poseían ese mismo tono. No obstante, lo peculiar que encontraba yo en los ojos era aparte de su forma, de su color y de su brillo, y debía adjudicarse, en suma, a la expresión. ¡Ah, vocablo sin sentido, puro sonido, vasta extensión en la que se escolta nuestra ignorancia sobre lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas extensas horas he discurrido en ello; cuántas veces, durante una noche completa de verano, me he empeñado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más hondo que el pozo de Demócrito que vertía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué podía ser aquello? Se apoderaba de mí la pasión de desvelarlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda y yo era el más devoto de los astrólogos para ellas.
No existe asunto, entre las muchas inconcebibles rarezas de la ciencia psicológica, que sea más sobrecogedoramente apasionante que el hecho —jamás señalado, según pienso, en las escuelas— de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria un asunto ya olvidado desde hace mucho tiempo, nos hallemos con frecuencia al margen mismo del recuerdo, sin ser finalmente capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi fervoroso escrutinio de los ojos de Ligeia, he sentido aproximarse el conocimiento absoluto de su expresión! ¡Lo he tenido cerca, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, se ha desvanecido en absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los enigmas!) he buscado por el mundo, en los objetos más vulgares, un conjunto de analogías con esa expresión. Y me refiero a que, después del periodo en que la belleza de Ligeia transitó por mi espíritu y permaneció allí plasmado como en un altar, saqué de varios seres del mundo material una sensación análoga que se propagaba sobre mí, en mí, bajo el influjo de sus grandes y luminosas pupilas. Por otro lado, no soy menos incapaz de precisar aquel sentimiento, de estudiarlo o incluso de obtener una clara apreciación de él. Lo he identificado, reitero, algunas veces en el aspecto de una viña crecida apresuradamente, en la admiración de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua rauda. Lo he hallado en el océano, en el descenso de un meteoro. Lo he percibido en las miradas de algunas personas de edad antigua. En el cielo hay una o dos estrellas (en especial, una estrella de sexta magnitud, doble y que cambia, y que se puede hallar junto a la gran estrella de la Lyra) que observadas con telescopio, me han producido un sentimiento similar. Me he sentido colmado de él con los sonidos de algunos instrumentos de cuerda y ciertas veces en algunos pasajes de libros. Entre otros incalculables ejemplos, recuerdo bastante bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea sencillamente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha cesado nunca de provocarme el mismo sentimiento:
“Y allí se encuentra la voluntad, que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad”.
Durante el pasar de los años, y debido a una sucesiva reflexión, he logrado conectar, en efecto, alguna lejana conexión entre ese fragmento del moralista inglés y una parte del temperamento de Ligeia. Un ímpetu de pensamiento, de obra, de palabra era quizá el producto, o por lo menos, el comienzo de una gigantesca voluntad que, durante nuestras extensas relaciones, hubiese sido capaz de dar otras y más evidentes pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la exteriormente tranquila, la siempre amena Ligeia, era la presa más despedazada por los amotinados buitres de la cruel pasión. Y no podía yo valuar aquella pasión, sino por la milagrosa dilatación de aquellos ojos que me embelesaban y me aterraban al mismo tiempo, por la musicalidad casi mágica, por la modulación, la limpidez y la placidez de su voz muy profunda, y por la indómita energía (que hacía doblemente efectivo el contraste con su forma de pronunciar) de las efusivas palabras que ella prefería de manera habitual.
He relatado del saber de Ligeia que era inmensurable, tal como no lo he visto nunca en una mujer. Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía evidenciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos europeos, en los cuales no le descubrí nunca una equivocación. Bien mirado, acerca de cualquier tema de la instrucción académica, tan elogiada solo por ser más difícil, ¿he sorprendido en equivocación alguna vez a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán alucinantemente, había asombrado mi atención en este último lapso solo ese rasgo en el carácter de mi esposa! He mencionado que su cultura rebasaba la de toda mujer que había conocido, pero ¿en dónde se encuentra el hombre que haya atravesado con éxito todo el extenso ámbito de las ciencias morales, físicas y matemáticas? No observé entonces lo que ahora distingo con claridad, que los conocimientos de Ligeia eran colosales, excepcionales. Por mi parte, me percataba suficientemente de su infinita superioridad para conformarme, con la certidumbre de un colegial, a dejarme conducir por ella a través del ámbito caótico de las investigaciones metafísicas, a las que me dediqué con enardecimiento durante los primeros años de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasta victoria, con qué vivas delicias, con qué esperanza sublime la sentía inclinada sobre mí en medio de estudios muy