Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По


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debía obtener al finalizar la meta de una erudición harto y sagradamente preciosa para no estar prohibida!

      Por eso, ¡con qué desesperante pesar observé, después de algunos años, mis anhelos tan bien fundados abrir sus dos alas y partir! Sin Ligeia, yo era nada más que un infante a gatas durante la noche. Solo su presencia, sus narraciones podían hacer vivamente esplendorosos los diversos misterios del trascendentalismo en el cual nos encontrábamos sumidos. Despojado del radiante fulgor de sus ojos, toda aquella literatura ligera y dorada, se hacía insulsa, de una pesada melancolía. Y ahora, aquellos ojos alumbraban cada vez con menos regularidad las páginas que yo analizaba al detalle. Ligeia se enfermó. Los ardorosos ojos refulgieron con un resplandor demasiado glorioso, los pálidos dedos adquirieron el color de la cera y las azules venas de su grande frente latieron vertiginosamente vibrantes en la más dulce emoción. Supe que ella debía morir y peleé desesperado en espíritu contra el horrífico Azrael. Y los esfuerzos de aquella impetuosa esposa fueron, con estupefacción mía, aun más enérgicos que los míos. Había demasiado en su asentada naturaleza que me impactaba y hacía pensar que para ella arribaría la muerte sin sus terrores, pero no fue así. Las palabras son inútiles para dar una idea de la fuerte resistencia que ella mostró en su batalla contra la Sombra. Lloraba yo de aflicción ante aquel lastimoso espectáculo. Hubiese querido serenarla, hubiera querido reflexionar, pero en la intensidad de su feroz anhelo de vivir —tan solo de vivir—, todo aliento y todo argumento habrían sido el colmo de la demencia. No obstante, hasta el último momento, en medio de las torturas y de las sacudidas de su sólido espíritu, no disminuyó la placidez exterior de su comportamiento. Su voz se hacía más dulce y más profunda, ¡pero yo no quería empecinarme en el vehemente sentido de aquellas palabras emitidas con tanto sosiego! Mi cerebro revoloteaba cuando escuchaba aquella melodía sobrehumana y a aquellas soberbias pretensiones que la Humanidad no había conocido nunca antes.

      No cabía duda de que me amaba, y me era sencillo saber que en un pecho como el suyo el amor no podía reinar como una pasión común. Pero solo con la muerte entendí toda la magnitud de su afecto. Durante largas horas, sosteniendo mi mano, extendía ante mí su corazón rebosante, cuya devoción más que ferviente alcanzaba la idolatría. ¿Cómo podía yo ser merecedor de la beatitud de tales declaraciones? ¿Cómo podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrancada en el momento de mayor felicidad? Pero no puedo explayarme sobre este tema. Únicamente mencionaré que en la entrega más femenina de Ligeia a un amado, ¡ay!, no merecido, concedido a un hombre indigno de él, advertí por fin el principio de su candente, de su vehemente y serio anhelo de vivir aquella vida que escapaba ahora con tal presteza. Y es ese desordenado ardor, esa vehemencia en su anhelo de vivir —solo de vivir—, lo que no tengo valor para describir, lo que me siento por completo incompetente de manifestar.

      A una hora avanzada de la noche en que ella falleció, me convocó urgentemente a su lado, y me hizo enunciar algunos versos compuestos por ella pocos días antes. Me sometí. Son los siguientes:

      ¡Mira! ¡Esta es noche de gala

      después de los últimos años tristes!

      Una turba de ángeles alados, ornados

      de velos, e inundados en lágrimas,

      se sientan en un teatro, para mirar

      un drama de temores y esperanzas,

      mientras la orquesta exhala, a ratos,

      la melodía de los astros.

      Mimos, a semejanza del Altísimo,

      mascullan y gruñen quedamente,

      sobrevolando de un lado para otro;

      simples muñecos que van y vienen

      a petición de grandes seres informes

      que llevan la escena aquí y allá,

      ¡sacudiendo con sus alas de cóndor

      el dolor intangible!

      ¡Qué extravagante drama! ¡Oh, sin duda,

      nunca será olvidado!

      Con su espectro, sin cesar hostigado,

      por una muchedumbre que apresarle no puede,

      en un círculo que rueda eternamente

      sobre sí propio y en el mismo sitio;

      ¡excesiva locura, más pecado aun

      y el horror, son alma de la trama!

      Pero mira: ¡de entre la chusma mímica

      una silueta rastrera se entremete!

      ¡Una cosa roja de sangre que llega revolcándose

      de la soledad escénica!

      ¡Se revuelca y revuelca! con jadeos mortales

      los mimos son ahora su pasto,

      los serafines lloran mirando los dientes del gusano

      pulular sangre humana.

      ¡Fuera, fuera todas las luces!

      Y sobre cada forma trémula,

      el telón cual manto fúnebre,

      desciende con tempestuoso ímpetu...

      Los ángeles, pálidos todos, lívidos,

      se alzan, se descubren, afirman

      que la obra es la tragedia Hombre,

      y su héroe, el gusano vencedor.

      —¡Oh Dios mío! —casi gritó Ligeia, elevándose de puntillas y estirando sus brazos hacia lo alto con un movimiento espasmódico, cuando terminé de declamar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino! ¿Acontecerán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca derrotado ese conquistador? ¿NO somos nosotros una parte y una fracción de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.

      Y entonces, como exhausta por la agitación, dejó caer sus blanquecinos brazos con resignación, y retornó de manera solemne a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus últimos suspiros se unió a ellos, desde sus labios, un susurro confuso. Afiné el oído y discerní de nuevo las terminantes palabras del fragmento de Glanvill: “El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad”.

      Ella falleció, y yo, despedazado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria melancolía de mi hogar en aquella sombría y arruinada ciudad junto al Rin. No me faltaba eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me había contribuido más; mucho más de lo que compete normalmente a la suerte de los mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en deambular sin objetivo, obtuve y me recluí en una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no mencionaré, en una de las áreas más selváticas y menos recurridas de la bella Inglaterra.

      La lóbrega y triste inmensidad del edificio, el aspecto casi salvaje de la propiedad, los melancólicos y nobles recuerdos que con ella se vinculaban, estaban, a decir verdad, a la par con el sentimiento de total abandono que me había exiliado a aquella remota y solitaria región del país. No obstante, aunque dejando a la parte externa de la abadía su carácter arcaico y la verdeante vetustez que forraba sus muros, me destiné con una perversidad pueril, y quizá con la frágil esperanza de mitigar mis penas, a abrir por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia yo tenía una gran predilección por tales locuras y ahora regresaban a mí como en una senilidad del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido develar un comienzo de locura en aquellos lujosos y fantásticos cortinajes, en aquellas ceremoniosas esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles peculiares, en los ¡extravagantes modelos de aquellos tapices granjeados de oro! Me había transformado en un esclavo obligado de los lazos del opio y todos mis trabajos y mis proyectos habían adquirido el color de mis sueños. Pero no me demoraré en puntualizar aquellos absurdos. Proferiré solo sobre aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento


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