Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.y en los siglos XIV[112] y XV[113] por autores que optaron por tomar la pluma para alabar el pincel, como se decía en una metáfora contemporánea: una paradójica dificultad esa de tener que escribir para defender la supremacía del pintar, de usar por fuerza medios poéticos para celebrar la superioridad de lo pictórico ante la cual ciertos artistas, que no nos han dejado un legado escrito con sus ideas sobre la pintura, se rebelarían afirmando la preeminencia de su arte a través del mismo, como harían Annibale Carracci en sus autorretratos[114] o Velázquez en Las Meninas[115].
Las consecuencias de la doctrina sobre la ingenuidad de la pintura, que alcanzarían un valor táctico y programático enorme para los teóricos del arte y los pintores del Siglo de Oro, son de sobra conocidas[116]. Lo que lo pintores españoles deseaban no era demostrar que la pintura era igual o mejor que la poesía o las demás artes liberales, sino equipararse a los caballeros, que estaban tradicionalmente exentos de pechar y de obligaciones militares, y demostrar así que sus profesores no eran gente de oficio, ni sus talleres eran tiendas ni vendían mercaderías. Sin duda, los empobrecidos reinados de Felipe III y Felipe IV fueron años en los que se presionó a los oficios y gremios a contribuir con su parte a toda costa, lo que se traducía en que aquellos oficios bien organizados tenían una mejor disposición de pagar los impuestos entre sus miembros y distribuir las cargas fiscales de manera más equitativa. Para ahorrarse impuestos, eludir las levas y pleitear con los talleres de otros oficios, los pintores recurrieron a juristas profesionales a fin de que les representaran legalmente ante las autoridades y defendiesen eficazmente sus derechos, tales como el citado Gutiérrez de los Ríos, Francisco Arias[117] o Juan Alonso de Butrón, de quienes volveremos a tratar más tarde, los cuales suponen un caso inédito en la defensa de la liberalidad de la pintura en el primer cuarto del siglo XVII. Este aspecto «práctico» de la literatura artística española es uno de los elementos diferenciadores de la teoría italiana coetánea[118], aunque no de las costumbres judiciales concernientes a los artistas, pues en Italia, «en pleitos del Arte», también tenían «los pintores tribunal aparte con vn assessor», como bien nos recuerda Carducho[119]. Al mismo tiempo, la participación de los juristas en el debate público supuso la introducción de un importantísimo acervo de retórica clásica –una formación habitual en los abogados– dentro de los tratados de Carducho y Pacheco, que leyeron, frecuentaron y ponderaron a sus letrados predecesores.
Cennino Cennini, autor del más temprano tratado moderno de pintura, El Libro del Arte, fechable a finales del siglo XIV, ponía la pintura y la poesía justo debajo de la ciencia, la cual juzgaba la más digna entre las artes, y decía que el pintor, como el poeta, podía crear cualquier cosa «según su fantasía», ya se tratara de «una figura erguida, sentada, mitad hombre y mitad caballo», tal como le placiera[120]. Para pintar convenía, en definitiva, «tener fantasía y destreza de mano, para captar cosas no vistas, haciéndolas parecer naturales y apresándolas con la mano, consiguiendo así que sea aquello que no es»[121]. Leonardo, de quien tanto se valió Pacheco en otras ocasiones, hizo suyas las ideas de Horacio, filtradas por Cennini: «Si tan libre es el poeta en su invención cual lo es el pintor, sus ficciones nos dan tan gran satisfacción a los hombres cual las del pintor, pues si la poesía consigue describir con sus palabras formas, hechos y lugares, el pintor es capaz de fingir las exactas imágenes de esas mismas cosas»[122], mientras que Holanda puso en boca de Miguel Ángel la máxima horaciana sobre la libertad creativa casi sin modificación alguna: «Poetas y Pintores tienen poder para osar, digo para osar lo que les pluguiere y tuvieren por bien»[123]. En los últimos años del quinientos se convertiría en un argumento básico para sustentar la liberalidad del arte de la pintura entre los teóricos contrarreformistas[124]; en la práctica, quizá el caso más conocido a la hora de reclamar la autonomía de su arte sea el del Veronés, quien ante la denuncia inquisitorial que recibió en julio de 1573 por los detalles inapropiados que había introducido en una Santa Cena se justificó diciendo que los pintores podían tomarse las mismas libertades que los poetas y los locos, y en lugar de aceptar los repintes sugeridos por el tribunal, más allá de algunos detalles, decidió cambiarle pragmáticamente el título por el más «profano» (y decoroso en términos de invención argumental) de las Bodas de Caná[125].
El famoso tópico sobre la inventiva común de pintores y poetas, apenas referido, según veremos, por los teóricos nacionales, tiene un hito en el Renacimiento español con las referencias críticas de Felipe de Guevara, Ambrosio de Morales y Sigüenza a El Bosco, epítome de pintor-inventor de temas raros y monstruosos[126]. Para estos teóricos, las criaturas de El Bosco respondían, no obstante, a la lógica de la imitación de lo real y al decoro, a una figuración poética con carácter de acertijo o de paradoja grotesca, pero también moralizante[127]. El erudito gentilhombre Felipe de Guevara, historiador, numismático y coleccionista de arte y antigüedades, en sus manuscritos Comentarios de la pintura (1560) aludía a El Bosco justo después de proponer la apelación de «grilo» para la pintura burlesca o ridícula[128]. El humanista no niega que Hieronymus pintase extrañas efigies de cosas admirables, pero, si así fue, lo hizo siempre con buen juicio, mientras sus émulos se quedaron en figurar imágenes desvariadas y ajenas al natural[129]; por eso lo más censurable para él, evocando a Vitruvio[130], eran los grutescos, contrarios a la mimesis de la naturaleza por cuestionar las leyes físicas[131], y los «matachines» –derivado del italiano mattaccini, bufones imitadores de danzas y poses militares–, alusión a las figuras vestidas a la romana, con celadas y coseletes, que se retorcían como elementos ornamentales en ciertas pinturas y esculturas manieristas, al estilo de las de Alonso Berruguete[132]. Sorprendentemente, las premisas de Guevara en contra de este tipo de pintura decorativa se parecían demasiado a las traídas en apoyo de El Bosco; ello probablemente responda a razones de gusto personal, recibido de su padre Diego de Guevara y derivado de su origen bruselense, y a otras que retomaremos más abajo al hilo del P. Sigüenza, pero también a la confusión de géneros que existía en España durante la segunda mitad del siglo XVI, de la cual da cuenta Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana (1611). Allí, bajo la definición de «grutesco», se ejemplifica lo descrito con una pintura bosquiana: «Este género de pintura se hace con unos compartimentos, listones y follajes, figuras de medio sierpes medio hombres, sirenas, esfinges, minotauros, al modo de la pintura del famoso pintor Jerónimo Bosco»[133]. Dicha mistificación entre el grutesco y El Bosco fue uno de los argumentos traídos a favor de la liberalidad creativa de la que se suponía disfrutaban poetas y pintores, y por esta razón discutiremos tal asunto en esta parte del libro.
En un volumen editado en Córdoba en 1586 en que se recogen varias obras de Ambrosio de Morales y otras de su tío, Fernán Pérez de Oliva –conocedor de