Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.La llamada Tabla de Cebes fue atribuida a un filósofo tebano del siglo V a.C., discípulo de Sócrates, participante en el diálogo Fedón, de Platón, y por ello la lección de filosofía moral que se desprende de ella fue muy estimada por los humanistas cristianos, que ignoraban que «su» Cebes fue un autor anónimo del siglo I d.C. Morales, que acabó la traducción de la Tabula Cebetis hacia 1534 y que entraría en contacto amistoso con los Guevara hacia 1544-1545 como poco, describía con minuciosidad el cuadro bosquiano, que para él no era sino una actualización «arqueológica» del mismo tema: «Assi yo lo dexo con solo dar cuenta aqui de otra pintura, con que en nuestros tiempos, quasi a imitacion de Cebes, se ha representado con mucha agudeza y doctrina toda la vida humana. Tiene esta Tabla el Rey nuestro Señor, y fue el que la inuento y pinto Geronimo Bosco, pintor ingeniosissimo en Flandes»[135].
El P. Sigüenza, dentro del Discurso XVII del Libro IV de su Historia de la Orden de San Jerónimo, estableció entre El Bosco y el poeta latino macarrónico Merlín Cocayo un paralelo sumamente afín con las ideas de Guevara –cuyo tratado pudo conocer; no olvidemos que dedicó sus Comentarios a Felipe II y que éstos estuvieron en posesión de Juan de Herrera– y Morales, lo cual nos hace sospechar que lo que se hallaba bajo tal interpretación eran en realidad las opiniones del Rey Prudente[136], poseedor de las tablas bosquianas evaluadas por los tres escritores, seis de ellas adquiridas de los herederos de Guevara en 1570 por intermediación destacada de Morales[137]. Sigüenza comenzaba recordando que poetas y pintores son vecinos a juicio de todos; sus facultades, hermanas y sus temas, fines, colores y licencias, indistinguibles entre sí. Pues bien, Cocayo, un autor de origen mantuano que vivió en la primera mitad del siglo XVI y que tuvo por nombre verdadero el de Teofilo Folengo, ofrecería al religioso una oportunidad única para tratar de la poetica licentia y la originalidad:
Entre los poetas latinos se halla [sic: habla] de uno (y no de otro que merezca nombre) que […] acordó hacer camino nuevo: inventó una poesía ridícula, que llamó macarrónica. Junto con ser así, que tuviese tanto primor, tanta invención e ingenio, que fuese siempre príncipe y cabeza de este estilo […] Y […] fingió un vocablo ridículo y llamóse Merlín Cocaio... En sus poemas descubre con singular artificio cuanto bueno se puede desear y coger en los más preciados poetas, así en cosas morales como en las de la naturaleza, y si hubiera de hacer aquí oficio de crítico mostrara la verdad de esto con el cotejo y contraposición de muchos lugares.
A este poeta tengo por cierto quiso parecerse el pintor Jerónimo Bosco, no porque le vio, porque creo pintó primero que este otro «cocase», sino que le tocó el mismo pensamiento y motivo. [...] Hizo un camino nuevo, con que los demás fuesen tras él y él no tras ninguno y volviese los ojos de todos a sí, una pintura como de burla y macarrónica, poniendo en medio de aquellas burlas muchos primores y extrañezas, así en la invención como en la ejecución y pintura, descubriendo algunas veces cuánto valía en aquel arte, como también lo hacía Cocaio hablando de veras[138].
Junto con El Bosco, únicamente Tiziano hizo para Sigüenza «camino y manera propia»[139]. Con tal aseveración, dos de los pintores favoritos de Felipe II –si no los dos pintores favoritos– quedaban cualificados a la luz de su originalidad, por lo menos a ojos de nuestro crítico, de modo que la singularidad pictórica debía de ser, amén de la calidad, el valor principal de estimación para el Rey Prudente, de cuyas opiniones artísticas tantas veces fue portavoz Sigüenza. Esta lectura es coherente con lo que en el Discurso VI el jerónimo había dejado dicho respecto a los grutescos pintados en los techos y bóvedas de los capítulos. Los califica de nuevos, graciosos, alegres, extraños, hermosos; los compara con la pintura de los egipcios –otra similitud con Guevara– y pone a España como foco de expansión europea del género, una vez traído de Italia. De hecho, los términos que emplea en su definición son consistentemente italianos (bizarría; capricho o caprichoso; vagueza). La sacristía, cuya bóveda está pintada al grutesco, «hace una labor nueva y graciosa, alegre»[140]; y los capítulos del monasterio son tenidos por «piezas de muchos desenfado, alegres, claras y de grandeza» gracias a estas
mil bizarrías y caprichos […] y otras cien monerías propias de esta suerte de pintura, que no pretende más de deleitar la vista con esta vagueza […], todo tan vivamente colorido y labrado, que alegra y entretiene mucho […] Consiste la perfección de esto en los buenos contrapuestos y repartidos, variándolo todo de suerte que parezcan todos diferentes y quien quisiere entretenerse, si le sobra tiempo, halla siempre cosas nuevas.
«Y basta ahora decir esto así en confuso», termina, como queriendo trasladar ecfrásticamente la impresión visual producida por estos frescos a su propio estilo literario[141]. Observe el lector que tanto Guevara como Sigüenza no distinguen el grutesco y las pinturas bosquianas en términos formales sino de invención, esto es, en razón de su contenido. Ambas tipologías son extrañas y variadas, pero en las primeras el fin es solamente deleitoso y en las segundas resulta también moralizante. Es innegable que muchos de los cuadros de El Bosco tuvieron un fondo teológico y ético, en el sentido que Guevara relacionaba con la pintura de Arístides de Tebas –el primero que, según Plinio, pintó los sentimientos (gr. ethos) de los hombres y sus perturbaciones[142]–, Morales equiparaba con la Tabla de Cebes o Sigüenza aludía diferenciando entre los demás artistas, que pintaban al hombre según su apariencia externa, y El Bosco, que se atrevió a pintarle como es por dentro[143].
Con los años fue perdiéndose el significado de las alegorías bosquianas, de aspecto a veces costumbrista: el abogado y profesor en ambos derechos Juan Alonso de Butrón (1626) tan sólo reparó en lo lascivo de sus «caprichos» y Pacheco terminó tachándolo poco menos que de hereje e inmoral y a Sigüenza de exagerado en su honra al pintor, un creador de «ingeniosos caprichos» (réplica del término de Butrón, cuya argumentación amplificará después) de los que no había que hacer «misterios», pues no se trataba más que de fantasías licenciosas que el sanluqueño desaconsejaba emular a sus colegas[144]. En lugar de integrarse en la muy original corriente española afecta a El Bosco a fin de discutir los límites de la libertad artística y su asociación con la poesía, Pacheco se limitó a traducir las primeras y más programáticas páginas del tratado de Gian Paolo Lomazzo[145] –casi la única vez dentro de todo el Arte de la Pintura– para extraer la muy trillada cita «Horacio dice, que el pintor y el poeta tienen igual licencia de hacer con libertad lo que quieren, esto se entiende en cuanto a la disposición de las figuras o historias, con el modo y proporción que quieren»[146], dentro de una percepción en general restrictiva de la independencia creadora de los pintores, como se advierte en el conjunto de su tratado. Resulta de enorme interés comprobar que sólo Gutiérrez de los Ríos[147], Francisco Arias[148], Butrón[149] y Juan Rodríguez de León[150] emplearon, aparte de Pacheco (que lo hizo vía Lomazzo y no a partir de Horacio, como los juristas y doctores precedentes), los versos antedichos, lo cual, unido al excurso humanista de Guevara, Morales y Sigüenza –incomprensible para los pintores subsiguientes–, nos reafirma en que el tópico de la libertad creadora no preocupó en absoluto a los artistas españoles a efectos de demostrar la ingenuidad