Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.Fernando Luis de Vera y Mendoza (1627), Juan de Jáuregui era «el honor de Sevilla, como Virgilio de Mantua», pues nadie sabría por qué inclinarse, si por su pintura de Judit o por los versos que compuso sobre dicha historia bíblica[193]. Por su doble condición de pintor y poeta, Jáuregui ocupaba para Carducho una posición modélica de cara al artista culto: «A don Iuan de Iauregui mira, que escribe con lineas de Apeles versos de Homero, y no menos admira quando canta numeroso, que quando pinta atento»[194]. E infaliblemente unas líneas después reaparecía la paradoja de la «pintura audible», ahora referida a Juan Pérez de Montalbán, pintor aficionado, discípulo y editor de Lope, del cual «¿qué pinturas no se han oido, siendo los versos como los lienzos, y juzgando los oidos como los ojos?»[195]. Sobre el Polifemo y las Soledades, por último, decía Carducho que en ellas Góngora «parece que vence lo que pinta, y que no es posible que execute otro pincel lo que dibuja su pluma»[196]. Otro defensor de Góngora, Francisco Fernández de Córdoba, en su Apología por las Soledades (ca. 1617) también recogía buena parte de los tópicos examinados hasta ahora, comparando poemas y pinturas, especialmente los paisajes flamencos: «La poesía en particular es pintura que habla, y si alguna en particular lo es, lo es ésta: pues en ella (no como en la Odyssea de Homero a quien trae Aristóteles como ejemplo de un mixto de personas, sino como en un lienzo de Flandes), se ven industriosa y hermosísimamente pintados mil géneros de exercicios rústicos, caserías, chozas, montes, valles, prados, bosques, mares, esteros, ríos, arroyos, animales terrestres, aquáticos y aéreos»[197]. Y si a Fernández de Córdoba la pintura flamenca de paisaje le parecía tan elocuente como la poesía e incluso mejor ejemplo que la Odisea homérica, sólo dos artistas igualmente extranjeros, aunque no al alma ni a los sentidos, despertarían los «antojos» de Lope de Vega, en las Rimas del licenciado Burguillos (1634):
Marino, gran pintor de los oídos,
y Rubens, gran poeta de los ojos...[198]
A imagen del pintor-poeta Pacuvio, ejemplo para Plinio del ennoblecimiento que alcanzó la pintura entre los romanos[199], otros autores del Siglo de Oro cultivaron ambas artes, si bien con calidad desigual: Baltasar del Alcázar, Gabriel de Bocángel, Vicente Carducho, Pablo de Céspedes, Pedro de Espinosa, Juan de Fonseca y Figueroa, Antonio Mohedano, Jerónimo de Mora, Juan Pérez de Montalbán, Martín Pérez de Oliván, Francisco de Quevedo, Juan Ribalta, Francisco de Rioja, Pedro de Valencia, Juan van der Hamen y León o Lope de Vega, pero también la monja clarisa Isabel de Villena[200] –hija natural de Enrique de Villena, poeta y traductor de Cicerón–, las hermanas carmelitas Cecilia y María Sobrino[201], el dominico Adriano Alesio, el agustino Luis de León, el beato Nicolás Factor o san Juan de la Cruz. Todos ellos son nombres próximos cronológicamente al ámbito de nuestro estudio, muchos de los cuales han aparecido ya o reaparecerán en páginas venideras[202]. Practicó asimismo la escritura en verso –bien que discretamente– Francisco Pacheco, con quien concluiremos esta sección que se iniciaba con las opiniones de Aristóteles sobre la imitación de pintores y poetas: «la poesía, también, a su modo, imita con palabras, aunque no como el pintor con líneas, y colores: y tal vez se llama el poeta pintor y pintor el poeta»[203]. Gastada por los siglos, la doctrina del Filósofo termina siendo mera apostilla, dicha al paso[204].
La pintura como persuasión
De Ut pictura poesis a Ut pictura rhetorica
Una tendencia existente desde la Antigüedad fue la de tratar de eliminar la distinción entre la poesía y la retórica[205]. Al fin y al cabo, ambas compartían una terminología común y los medios de instrucción de oradores y poetas eran muy semejantes, cuando no idénticos[206]. Para Platón ambas artes estaban ciertamente muy cerca la una de la otra, aunque no sólo en su similitudes formales sino en sus reprobables fines. Sócrates objetaba ante Gorgias que la poesía, como la retórica, ejercía una fuerza irresistible sobre el alma humana: apartaba el temor, aliviaba el dolor y producía placer[207]. Mediante la manipulación de las emociones la poesía –una suerte de discurso en verso– no sólo era capaz de mover al auditorio a simpatizar con la buena o mala fortuna de otro, sino de persuadir con engaños a los oyentes para que obrasen de una determinada manera[208]. Y todo ello gracias a las habilidades psicagógicas de los poetas, compartidas con los oradores y los nigromantes en el Fedro[209].
La Retórica de Aristóteles, pese a estar muy basada en la platónica[210], toma muchos de sus ejemplos de los poetas, sobre todo en las secciones dedicadas al empleo de la metáfora como recurso expresivo y propio de la elegancia retórica[211]. La Poética y la Retórica presentan además numerosas referencias cruzadas: en la Poética se hace alusión a la Retórica en los párrafos que se ocupan del pensamiento y la elocución[212], mientras que en la Retórica se citan frecuentemente los libros de la Poética[213]. Ambas obras del Organon coinciden, por último, en un buen número de ejemplos literarios[214].
En el año 62 a.C., Cicerón compuso un discurso en defensa del poeta de origen griego Arquías, un antiguo maestro suyo al que se le había acusado de conseguir fraudulentamente la ciudadanía romana. La fama del Pro Archia se debe a su originalidad, consistente en plantear el discurso como una doble defensa: por un lado, del propio Arquías y de su situación legal; por otro –y ésta es la parte fundamental–, como una apología de la poesía y, en general, de todas las humanidades. Para justificar la novedad de una oración forense en favor de la hermandad de las artes, algo muy apartado de lo común en los discursos judiciales, Cicerón inició su exordio alegando que «todas las ciencias que atañen a la formación humana poseen un vínculo común y están unidas entre sí por un cierto parentesco»[215]. El Arpinate retomó esta noción pocos años después en su De oratore (55 a.C.). Los poetas, específicamente, mantenían «una estrecha relación con los oradores»[216]. En efecto, el poeta era formalmente «muy afín al orador: un poco más sujeto en cuanto a los ritmos, más libre en cambio en cuanto a las posibilidades de vocabulario, ciertamente compañero y poco menos que parejo en los distintos tipos de ornato. Y, realmente, casi idéntico en que no circunscribe ni delimita su ámbito con mojón alguno, siéndole permitido, con el mismo cúmulo de posibilidades, seguir el curso que quiera»[217]. Si en esta obra del Cicerón maduro poesía y retórica disfrutaban de la autonomía que Horacio consideraba inseparable de las artes liberales, e incluso el rétor gozaba de algo menos de atrevimiento que el literato en lo que al léxico, al ritmo (numerus) o al ornatus se refiere, en el Orator (46 a.C.) sería el poeta quien, «esclavizado por el