Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.en 1535; Pomponio Gaurico, más conocido por su diálogo De sculptura (1504), también escribió un comentario al respecto titulado Super arte poetica Horatii (1541)[266]; Gilio, por su parte, se basó en una fusión de Aristóteles (en el Libro III de su Retórica) y Horacio, sazonada con ejemplos de Virgilio y de Petrarca, para sus Topica poetica (1580).
Uno de los fenómenos más recurrentes en los tratados renacentistas de poética en las paráfrasis de los textos de Aristóteles y Horacio fue el afán de imbricar ambos, aunque fuese de manera forzada. Junto con ellos, Hermógenes fue el autor de la Antigüedad grecolatina más debatido entre los humanistas que participaron en las controversias entre poética y retórica. Hermógenes, un maestro griego de oratoria que vivió en época de Marco Aurelio (161-180 d.C.), compuso una serie de tratados que llegaron a ser populares manuales y objeto de glosa a cargo de comentaristas posteriores. Su obra más influyente, Sobre las formas de estilo, definía la poesía como «materia panegírica, y el más panegírico de todos los discursos», es decir, de nuevo la apreciaba como una simple subdivisión de la retórica epidíctica, muy al modo iniciado por Quintiliano en el siglo precedente[267]. A lo largo del Renacimiento y a raíz de la influencia de los Rhetoricorum libri quinque de Jorge de Trebisonda, se difundió entre eruditos como Erasmo o Vives el análisis de textos poéticos mediante las categorías de Hermógenes, también advertidas en Lomazzo y Tasso[268]. De hecho, una destacada interpretación de Tasso –sobre todo en sus Discorsi dell’Arte Poetica de 1587– y Ariosto gira precisamente en torno a la aplicación de sus siete formas (o «ideas») estilísticas puras: claritas (claridad o sapheneia), magnitudo (grandeza), venustas (belleza), velocitas (rapidez), affectio (carácter o ethos), veritas (verdad) y gravitas (fuerza o deinosis)[269]. También Fernando de Herrera, en sus Anotaciones a Garcilaso, usó frecuentemente de la autoridad de Hermógenes[270] y citó en más de cincuenta ocasiones, sin nombrarlo, a Giulio Cesare Scaligero[271], de quien enseguida trataremos.
En Del arte de hablar, Vives hacía múltiples referencias a Hermógenes, y también en la Retórica del erasmista Miguel de Salinas (1541) se incluía al griego entre las principales fuentes de la Antigüedad, junto con Cicerón y Quintiliano, pero habrá que esperar a los De oratotione libri septem de Antonio Lulio (1558) para encontrar la primera traducción y adaptación completa del corpus hermogeniano, además de un tratado titulado De poetica decoro. Se trata de un grueso volumen en folio que supera el medio millar de páginas, de una enorme riqueza para el estudio de las teorías retóricas y poéticas del Siglo de Oro hispánico. Tras el preceptista balear, Scaligero hizo un gran uso de las formas de Hermógenes en su voluminosa Poética (1561)[272]. Ciceroniano confeso –escribió en 1531 una Oratio pro Cicerone contra el Ciceronianus de Erasmo–, para él la poética debía atenerse a la unidad horaciana de conjugar enseñanza y deleite. Ya Sperone Speroni, en su Dialogo della Rhetorica de 1542, había reconocido que las artes deleitosas para el intelecto eran sólo dos: la retórica y la poesía, y que la reina de todas ellas era la retórica[273]. Para Scaligero cada oración de una estrofa consistía en «imagen, idea e imitación, justo como la pintura»[274]. Además de esta paráfrasis del Ut pictura poesis y del ideario aristotélico[275], y como era previsible en un adalid de Cicerón como canon perfecto, el humanista completó su aportación al paragone entre retórica y poética minusvalorando esta última por el uso del verso y la imitación de asuntos ficticios[276].
El Ars poetica horaciano se tradujo y comentó en la Península en fechas muy cercanas a Speroni y Scaligero, también a cargo de maestros de retórica. Durante la segunda mitad del quinientos vieron la luz dos comentarios de Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense: De auctoribus interpretandis siue de exercitatione (1558), como apéndice a su De arte dicendi, e In artem poeticam Horatii annotationes (1591), que propiciaron una influyente lectura retórica de la epístola Ad Pisones[277]. El jesuita Bartolomé Bravo, autor de una muy práctica Arte oratoria (1596) que complementaba por vía de ejemplos la obra de Cipriano Suárez (De arte rhetorica, 1569), también había publicado en Salamanca un Liber de arte poetica en 1593; otro miembro de la Compañía, el padre Bernardino de los Llanos, natural de Ocaña pero residente en México desde 1584, llevó a imprenta allí en 1605 y anónimamente un Poeticarum Institutionum Liber, un año después de editar una antología de textos de retórica españoles titulada Illustrium auctorum collectanea; y un yerno del Brocense, Baltasar de Céspedes († 1615), humanista granadino, profesor de Retórica y lector de discursos ciceronianos en Salamanca a finales del siglo XVI, además de componer una Retórica, elaboró después de 1604 una Poética influida por la estética y la teoría de Horacio[278], muy ancilar de las poéticas italianas sobredichas, sobre todo la de Scaligero[279]. La utilización de las categorías estilísticas hermogenianas, bien por vía directa –en Vives, Salinas, Lulio y en las Institutiones rhetoricae de Pedro Juan Núñez (1578), profesor en Barcelona y Valencia–, bien a través de la autoridad de Scaligero –en el foco salmantino en torno al Brocense y dentro del ámbito jesuítico postridentino–, nos indica que en España, a partir del último tercio del siglo XVI, estaba bien extendida la idea de que la retórica había vencido a la poética en la disputa del paragone. Al ser la primera más afectiva y conmovedora que la segunda, se infería que la mejor poesía era aquella que, amén de ser deleitosa, emocionaba y excitaba las pasiones del ánimo.
En el Siglo de Oro se pensaba que al poeta no podía seguirlo el orador en todo, por tener entre sí leyes opuestas, pues a aquél se le permitía «mas licencia –repárese una vez más en el término horaciano– en vsar voces nueuas, leuantadas, cultas, translaciones no vsadas, y mas veces traidas al lenguaje» por ser su único fin la ostentación y el entretenimiento, no la «claridad prouechosa»[280]. Esta opinión del doctor Quintero en pos de la inteligibilidad y del movere es permutable con la de otros teóricos de la Contrarreforma que consolidaron la persuasión como el fin principal de la retórica y la pintura, sobre todo la de género religioso. Tratados de inspiración postridentina, como, por ejemplo, el Discurso de Gabriele Paleotti (1582)[281] o los Trattati della nobiltà della pittura de Romano Alberti (1585), se ciñeron a esta idea persuasiva del arte, un objetivo –la conmoción– al cual se subordinaría cualquier otra cosa en aras de la eficacia impositiva[282].
La jerarquía de los géneros pictóricos en el Siglo de Oro
La progresión del Ut pictura poesis al Ut pictura rhetorica, del delectare al movere, corrió paralela al establecimiento de una jerarquía de los géneros pictóricos en la tratadística española, de los simplemente deleitosos a los conmovedores del ánimo. Para esta fijación tuvo gran importancia el valor literal de los asuntos representados, los cuales, obviamente, culminaban en la temática religiosa: ningún argumento podía ser más sublime o trascendente que aquellos relacionados con la divinidad, a los que seguirían las figuraciones del ser humano y, en un estadio inferior, la naturaleza animada –primero la fauna y después la flora–, terminando en la naturaleza muerta, el más bajo de los géneros[283]. La teoría postridentina de la pintura defendió su nobleza